Amiga,
Los lunes, mientras trato de limpiar
la casa, escucho podcasts en mi viejo iPod. A veces oigo música, o
alterno las canciones de Janis Ian y Tiny Ruins con programas que me
cuentan sobre la formación de Alemania o los libros que están por
salir o que ganaron premios hace poco.
Al principio era mi manera de alejar
la miserable sensación de ser una ama de casa sobrecalificada (una
licenciatura, dos maestrías, un doctorado, casi veinte años de
experiencia en docencia e investigación... para terminar limpiando
pocetas!).
Pero ahora que he aceptado mi
destino he construido una historia diferente. Mientras trato de
expandir mis horizontes, aprendiendo sobre historia universal o
nuevas formas de explicarnos el mundo, aprovecho para limpiar un poco
la casa.
Hoy he estado escuchando un programa
que Peter Conrad presenta en BBC 4 sobre las mitologías del siglo
en que vivimos, siguiendo los pasos de aquel emblemático libro de
Barthes, Mitologías. Y he redescubierto esta noción
elemental: lo que es relevante no es la realidad cruda sino el modo
como se cuenta. Barthes los llamaba mitos. Los intelectuales
mediáticos de hoy las llaman narrativas.
Necesitamos historias para darle
sentido a la vida. No sólo a nuestras pequeñas, intrascendentes
vidas individuales, sino también a la Vida con mayúscula que vemos
suceder en todas partes. Y por eso inventamos mitos del origen o
fábulas apocalípticas. Necesitamos imaginar inicios y finales. Es
algo que nos define como especie: somos bichos que cuentan.
Este es mi mito de hoy, amiga. Mi
relato: soy una escritora que mientras batalla con sus demonios y
avanza línea a línea en un territorio desconocido, sin saber a
dónde llegará, si es que llega a algún lado, limpia la bañera,
saca el polvo de los libros que se apilan en los estantes, pasa
aspiradora, coletea, lava la ropa y la tiende a secar en una cuerda
dentro de la casa, porque es otoño y afuera llueve.
Soy como la vaca de Morábito.
¿Conoces ese poema precioso? Sólo por si no, aquí te lo dejo:
Como delante de un prado una vaca
que inclina mansamente la cabeza
y sólo la levanta para contemplar
su suerte,
o una ballena estacionada justo
en la corriente de una migración de
plancton,
a veces me sorprendo estático
y hundido, estacionado
en medio del gran prado del
lenguaje.
Pero no tengo dos estómagos
y hasta la vaca busca, cata, escoge,
separa cierta hierba que le gusta,
no es un edén el prado, es su
trabajo,
y la ballena, cuando come el
plancton,
separa las partículas más gruesas,
se gana el pan diario, su inmenso
pan,
buscándolo en el fondo de los
mares,
después emerge, expulsa el diablo
de su cuerpo
y vuelve a sumergirse sin saber
si come el plancton o lo respira.
No es fácil ser cetáceo ni
rumiante
y yo no tengo doble estómago, y con
uno
hay que escoger, no todo sirve,
sólo la poesía no desecha,
ve el mundo antes de comer.
Mundo en ayunas ¿a qué sabes?
Poder hacer una única ingestión
que dure de por vida,
que con un solo almuerzo nos alcance
y tener toda la vida para
digerirlo...
Tener un grado de asimilación
inmenso,
saber que todo se digiere
y lo perdido da un rodeo y regresa.
Por eso escribo: para recobrar del
fondo todo lo adherido,
porque es el único rodeo en el que
creo,
porque escribir abre un segundo
estómago
en la especie.
El verso con su ácido remueve las
partículas
dejadas por el plancton de los días
y a mí también, como el cetáceo,
me sale un chorro a veces,
una palabra vertical que rompe el
tedio de los mares.
Hasta aquí la vaca y la ballena de
Fabio Morábito. Y hasta aquí yo también, por hoy, amiga. Me voy en busca de mi propio
prado. Aunque sólo me pare a contemplarlo, rumiando mis historias. A
ver si en unos minutos o unas horas, con la casa ya limpia, sucede
que respiro y sale un chorro.
Te dejo un abrazo mítico,
r
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