Amiga,
Estoy casi llegando de Cambridge
donde presenté una ponencia sobre el libro Historia menuda de un
país que ya no existe, de Mirtha Rivero. La conferencia,
organizada por la Venezuela Research Network, fue un momento perfecto
para encontrarnos venezolanos de adentro y de afuera, así como gente
de otras partes interesada en analizar la cultura y la política
venezolanas, en el amplio sentido de los dos términos.
No viene al caso comentarte con
detalles el lado académico del evento. Lo que sí quería era
contarte del fenómeno curioso de las identidades que se ha estado produciendo en estos últimos años en los que tantos venezolanos se
han ido y han terminado enseñando en las universidades algún aspecto de la tierruca. El
primer resultado de esta diáspora académica, creo, es la necesidad
de fraguar espacios de diálogo con los que quedaron allá. El
segundo, la creación de una nueva generación de apasionados por el
estudio de lo nuestro.
En el primer caso, el de la búsqueda
de lugares de contacto, de espacios de encuentro, creo que se trata
de responder a una necesidad humana de juntarse con lo semejante.
Pero basta con que se junte un grupo de venezolanos para que las
diferencias broten casi de inmediato. Y no hablo de la diferencia
política que divide a la gente en dos bandos claramente delimitados.
Más bien estoy pensando en las diferencias de tono, de registro
discursivo. Los que siguen allá continúan utilizando un tono
crispado y prepotente de hablar, de gesticular, de plantarse ante el
mundo que ya hemos olvidado los que estamos afuera.
No le atribuyo ninguna virtud a ese
apocamiento del tono y de la gestualidad. Los exiliados nos hemos
encogido bajo el peso del mundo al que hemos tenido que enfrentarnos.
Hemos aprendido que ocupamos un espacio minúsculo y que a nadie le
importa quiénes somos ni qué pensamos. Nos hemos acostumbrado a
andar por ahí sin que nadie nos note. Decimos lo que pensamos en un
tono menor, sin arrebatos, sin énfasis. Tenemos un ego desinflado,
moldeable, pequeñito. Hemos dejado de sentir que el mundo empieza y
termina en nuestro ombligo.
La malacrianza es algo que hemos
olvidado los que estamos afuera. No podríamos sobrevivir en este
mundo inhóspito si anduviéramos por ahí exigiendo protagonismo.
Hemos tenido que descubrir, muchas veces en otro idioma, los tonos
correctos para comunicarnos con el mundo y eso nos ha hecho menos
seguros, más modestos. Estamos aprendiendo todo de cero y a veces
nos sorprendemos descubriendo el agua tibia. Estamos obligados a
preguntar y a escuchar. A seguir instrucciones al pie de la letra.
Nos hemos resignado a responder sólo cuando se nos pregunta y
siempre con muchas dudas por delante. Gajes del exilio.
Tal vez por eso, en reuniones como
éstas miramos los toros desde la barrera y nos asombra y nos
escandaliza lo que calificamos como falta de maneras de nuestros
colegas. Nos asombra que interrumpan cuando otro habla y que hagan
gestos de desaprobación sin disimular en lo más mínimo. Nos
escandaliza que, sin más ni más, alguien se pare y se vaya en medio
de una discusión, porque no le han dado la palabra o porque se ha
acabado el tiempo y la moderadora ha cerrado el debate, pidiéndonos
que terminemos de conversar en el pasillo mientras tomamos café.
Pero aún así nos alegra
reencontrarnos. Durante las primeras pausas, en la mesa del café, al
principio no nos mezclamos mucho. Cada quien parece estar aferrado a
su trinchera. Pero luego hay otras pausas y otros momentos para comer
y fumar. Entonces nos tanteamos y nos acercamos a cada grupo a ver de
qué se habla y todo parece fluir sin tantas trabas y se nos olvidan
las lecciones que hemos aprendido y terminamos enfrascados en
conversaciones a gritos en las que todos se interrumpen unos a otros
y abiertamente se descalifican sin tapujos.
Me alegró recuperar por un par de
días ese tono enfático. Esa pasión con la que atacamos y nos
defendemos cuando estamos entre nosotros. Porque recordé en la piel,
en la garganta, ese modo de ser bullicioso y maleducado, que no tiene
que ser ni bueno ni malo sino que parece como de otra parte, de otro tiempo. Un
tono y un énfasis que ahora ya no me creo capaz de sostener por
mucho más de un par de días. Hablamos de memorias y de nostalgias,
pero sobre todo se habló de política, como es inevitable entre
nosotros.
Sin embargo me alegró, sobre todo,
ver y escuchar a los jóvenes que están abordando el estudio de la
cultura venezolana sin las taras de los viejos. Entre los jóvenes la
discusión sobre el régimen y su caudillo es sólo un detalle
tangencial. Lo que cuenta en verdad es otra cosa. Mientras los viejos
no pierden ocasión de embarcarse en largas y enrevesadas discusiones
sobre el cómo y el por qué y el hasta cuándo del régimen que nos
agobia, los jóvenes discretamente observan y sonríen y se van a un
rincón a hablar de otra cosa sin tantos aspavientos. Saben que el
futuro les pertenece.
Te mando un abrazo maleducado y
gritón,
r
2 comentarios:
Anoto aquí el comentario que me hizo Eliza por correo:
"Yo en cambio, aquí adentro, observo a esos jóvenes tan amoldados, amiga, tan "neutrales" porque ese régimen que a nosotros nos oprime, a ellos les parece "natural" Y algunos, también hemos tenido que hablar bajito, en nuestro propio clima e idioma. Percepciones."
Qué interesante la experiencia de observarse desde afuera. Qué claridad la tuya de ver cómo nos vamos callando. Imagino que esa manera "maleducada" y frontal de hablarnos venía de confiar en que no había peligro entre los semejantes, que el diálogo democrático incluía la pasión desbordada. Por el comentario de Eliza, puede notarse que ahora se confía menos, que el miedo puede acallar como también lo hace la incertidumbre de los espacios nuevos. Cambios de la cultura por cambios en el entorno. Un abrazo.
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