lunes, 13 de agosto de 2012

Espíritu olímpico

Amiga,

Esta semana estuvimos de olimpíadas. Nos fuimos a Londres a ver un par de eventos y nos dejamos envolver por la emoción de tanta gente interesada en ver y acompañar a los atletas. Nunca había estado rodeada de semejante amabilidad en una ciudad que se caracteriza más bien por su rudeza. Como todas las grandes ciudades, Londres te atropella y te marea. Si no perteneces, te lo hace sentir en carne viva. Pero esta vez la ciudad nos mostró su mejor cara y hasta nos salvamos de la lluvia que había estado cayendo toda la semana anterior.

Primero fuimos al volibol de playa. Vimos cuatro partidos. Sé que vimos jugar a una pareja de brasileros y a un par de argentinas. De lo demás no me acuerdo, a pesar de que cuando salimos del estadium Lyo me hizo repetir los nombres de todos los países jugadores y de quiénes habían ganado. Pero es que yo estaba en realidad más interesada en la atmósfera, en el movimiento, en los colores, la luz, la destreza con la que construyeron la cancha de arena y las inmensas gradas en medio de una explanada donde normalmente sólo se hacen desfiles de la policía montada.

Fue increíble ver el despliegue de organización, el modo como dirigían el flujo del público para que nadie se atropellara ni embotellara. Tanto el ingreso al evento como la salida fueron tan fluidos que parecía increíble que hubiera reunida una cantidad tan inmensa de gente. Los animadores del evento no se cansaban de recordarle a la multitud que gritaba y aplaudía, que allí había 15 mil personas reunidas. Y en medio de semejante gentío uno pierde un poco la personalidad y grita y aplaude y patalea –en el buen sentido– sin sentir vergüenza. Pero no por eso se abandona cierto sentido crítico.

En cada locación en la que se realizaron eventos había alguien encargado de “animar” al público. Al menos un par de animadores profesionales se sentían obligados, cada tanto, de recordarnos que había que levantarse o sentarse, aplaudir o chillar, decir ole o hacer la ola. Todo lo cual aparecía como libreto en las pantallas gigantes, por si no habíamos entendido las instrucciones orales gritadas a pleno pulmón: Make some noise now! Y la verdad es que el público respondía. Pero yo no pude evitar la impresión de que el coaching no era para nada necesario. Todo el mundo sabe dónde y cómo emocionarse cuando va a ver un partido de lo que sea, aunque sólo se trate de contagio masivo.

Pero, en fin, parece que ese es el estilo aquí y a uno no le queda muy claro si es que la gente necesita algo de incentivo para animarse, o si son los organizadores los que piensan que el venerable público es tarado y necesita instrucciones para mostrar sus emociones cuando corresponde. Como sea, el asunto de ponerse contento bajo instrucciones precisas resultó de lo más aleccionador, por decir lo menos. Total que salimos del evento muy bien entrenados para nuestra próxima cita olímpica.

Porque el evento que realmente estábamos esperando era el de los clavados. No por la competencia en sí –todo hay que decirlo– sino porque los tickets nos daban la oportunidad de entrar al parque olímpico, que es el lugar al que quería entrar todo el mundo en estas dos semanas. La primera gran sorpresa fue el tren de alta velocidad que los londinenses llaman la jabalina. Es de verdad una maravilla: uno se monta en St. Pancras, que es mi estación favorita en Londres, y en exactamente siete minutos llega al parque olímpico. Es uno de los servicios de transporte más elegantes y eficientes que he visto en este país.

Pero lo que realmente impresiona –jabalinas aparte– es llegar y sentir el despliegue de emoción que se siente al entrar en el parque olímpico. Todo el que entra sabe que está en un lugar que desde ya es histórico. Todos quieren documentar ese momento único tomando fotos, filmando, sonriendo, gritando, hablando como locos, abrazándose y mandando mensajes de texto con imágenes del lugar. Por eso, cuando uno entra, se oye un silencio de admiración seguido por un ruido que sube y baja, que se acerca y se aleja. Es el sonido de la gente que de pronto se detiene a admirar un detalle, a escuchar los gritos del estadium, los aplausos. Y ahí sí es verdad que el espíritu crítico se apaga por un buen rato.

Caminamos largo de arriba a abajo del parque. Vimos las fachadas de todos los estadiums, velódromos, canchas y demás. Tomamos cientos de fotos. Admiramos el paseo al borde del río, donde es posible sentarse entre florecitas de muchos colores y olvidarse del lado mercantil del negocio olímpico. Pero también hicimos nuestra cola para comer los respectivos cuartos de libra con queso en uno de los dos McDonald enormes que instalaron en el parque. Era una especie de ritual inevitable y lo cumplimos sin remordimientos. Y vimos desde afuera los stands en los que exhibían los productos patrocinadores de los juegos: carros de lujo, productos deportivos, televisores y ya no me acuerdo qué más.

Cuando faltaba un poco más de media hora para que comenzara nuestra función nos fuimos al centro acuático a ver los clavados. Estábamos bastante arriba en las gradas, pero el lugar está tan bien diseñado que te sientes como si estuvieras ahí mismo. No faltaron las instrucciones de cuándo y cómo aplaudir o emocionarse. Pero aquí se notaba claramente que la gente sabía lo que quería y no necesitaba manuales de uso. Era una final y había medallas de por medio. Yo estuve gritando a favor del mejicano –que al final llegó de cuarto– hasta que dejé sordos a todos los que me rodeaban.

Cuando salimos ya estaba casi obscuro. Pero había luz suficiente para tomar la foto que acompaña esta nota y que salió de lo más futurista. Nos regresamos con el tren jabalina, a pesar de que todos los anuncios –de nuevo, escritos y de viva voz– decían que tomáramos vías alternas porque el tren rápido estaba demasiado congestionado. No encontramos más gente de la que había al llegar, nos sentamos cómodamente y hasta había asientos vacíos. Llegamos felices a St. Pancras y esperamos en King´s Cross unos veinte minutos nuestro tren a Cambridge, donde Lyo está trabajando hasta finales de esta semana.

Al día siguiente ya estaba regresando a casita. En tren, como me gusta. Volví al frío y la lluvia. Pero con una sonrisa boba en la cara, porque el espíritu olímpico me duró hasta ayer que vi la ceremonia de clausura. El show que montaron para cerrar los juegos fue un bodrio tal que desbarató todas las cosas buenas que he dicho y sentido en las últimas dos semanas sobre la organización de los juegos y lo geniales que son los británicos cuando se ponen en serio a organizar algo. Fue una ceremonia excluyente, superficial, infantil, gratuita al extremo del absurdo y, peor que peor, un himno al consumo y a la frivolidad, que son la antítesis de lo que los juegos olímpicos deberían ser.

Así que, amiga, me quedo con el paseo florido del parque olímpico. Un lugar utópico donde se puede caminar sintiendo el olor de las matas y escuchando el murmullo del agua. Como si la sociedad de consumo estuviera muy lejos. Como si los seres que hacen deportes y los que les gusta ir a ver a los deportistas competir vivieran de verdad en un mundo en el que lo que importa es el ser humano, sus ganas de sentirse bien y de compartir con todos. Como si no estuviéramos en un mundo en el que lo que cuenta es lo que las empresas son capaces de vender como símbolos de éxito. Como si no hubiera gente que necesitara comprar y exponer esas mismas mercancías como trofeos de lo bien que les ha ido en la vida.

Me quedo con las flores, que te dejo abajo, junto con un abrazo puramente deportivo,
r


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