Amiga,
Esta
semana estuvimos de olimpíadas. Nos fuimos a Londres a ver un par de
eventos y nos dejamos envolver por la emoción de tanta gente
interesada en ver y acompañar a los atletas. Nunca había estado
rodeada de semejante amabilidad en una ciudad que se caracteriza más
bien por su rudeza. Como todas las grandes ciudades, Londres te
atropella y te marea. Si no perteneces, te lo hace sentir en carne
viva. Pero esta vez la ciudad nos mostró su mejor cara y hasta nos
salvamos de la lluvia que había estado cayendo toda la semana
anterior.
Primero
fuimos al volibol de playa. Vimos cuatro partidos. Sé que vimos
jugar a una pareja de brasileros y a un par de argentinas. De lo
demás no me acuerdo, a pesar de que cuando salimos del estadium Lyo
me hizo repetir los nombres de todos los países jugadores y de
quiénes habían ganado. Pero es que yo estaba en realidad más
interesada en la atmósfera, en el movimiento, en los colores, la
luz, la destreza con la que construyeron la cancha de arena y las
inmensas gradas en medio de una explanada donde normalmente sólo se
hacen desfiles de la policía montada.
Fue
increíble ver el despliegue de organización, el modo como dirigían
el flujo del público para que nadie se atropellara ni embotellara.
Tanto el ingreso al evento como la salida fueron tan fluidos que
parecía increíble que hubiera reunida una cantidad tan inmensa de
gente. Los animadores del evento no se cansaban de recordarle a la
multitud que gritaba y aplaudía, que allí había 15 mil personas
reunidas. Y en medio de semejante gentío uno pierde un poco la
personalidad y grita y aplaude y patalea –en el buen sentido– sin
sentir vergüenza. Pero no por eso se abandona cierto sentido
crítico.
En
cada locación en la que se realizaron eventos había alguien
encargado de “animar” al público. Al menos un par de animadores
profesionales se sentían obligados, cada tanto, de recordarnos que
había que levantarse o sentarse, aplaudir o chillar, decir ole o
hacer la ola. Todo lo cual aparecía como libreto en las pantallas
gigantes, por si no habíamos entendido las instrucciones orales
gritadas a pleno pulmón: Make some noise now! Y la verdad es
que el público respondía. Pero yo no pude evitar la impresión de
que el coaching no era para nada necesario. Todo el mundo sabe
dónde y cómo emocionarse cuando va a ver un partido de lo que sea,
aunque sólo se trate de contagio masivo.
Pero,
en fin, parece que ese es el estilo aquí y a uno no le queda muy
claro si es que la gente necesita algo de incentivo para animarse, o
si son los organizadores los que piensan que el venerable público es
tarado y necesita instrucciones para mostrar sus emociones cuando
corresponde. Como sea, el asunto de ponerse contento bajo
instrucciones precisas resultó de lo más aleccionador, por decir lo
menos. Total que salimos del evento muy bien entrenados para nuestra
próxima cita olímpica.
Porque
el evento que realmente estábamos esperando era el de los clavados.
No por la competencia en sí –todo hay que decirlo– sino porque
los tickets nos daban la oportunidad de entrar al parque olímpico,
que es el lugar al que quería entrar todo el mundo en estas dos
semanas. La primera gran sorpresa fue el tren de alta velocidad que
los londinenses llaman la jabalina. Es de verdad una maravilla: uno
se monta en St. Pancras, que es mi estación favorita en Londres, y
en exactamente siete minutos llega al parque olímpico. Es uno de los
servicios de transporte más elegantes y eficientes que he visto en
este país.
Pero
lo que realmente impresiona –jabalinas aparte– es llegar y sentir
el despliegue de emoción que se siente al entrar en el parque
olímpico. Todo el que entra sabe que está en un lugar que desde ya
es histórico. Todos quieren documentar ese momento único tomando
fotos, filmando, sonriendo, gritando, hablando como locos,
abrazándose y mandando mensajes de texto con imágenes del lugar.
Por eso, cuando uno entra, se oye un silencio de admiración seguido
por un ruido que sube y baja, que se acerca y se aleja. Es el sonido
de la gente que de pronto se detiene a admirar un detalle, a escuchar
los gritos del estadium, los aplausos. Y ahí sí es verdad que el
espíritu crítico se apaga por un buen rato.
Caminamos
largo de arriba a abajo del parque. Vimos las fachadas de todos los
estadiums, velódromos, canchas y demás. Tomamos cientos de fotos.
Admiramos el paseo al borde del río, donde es posible sentarse entre
florecitas de muchos colores y olvidarse del lado mercantil del
negocio olímpico. Pero también hicimos nuestra cola para comer los
respectivos cuartos de libra con queso en uno de los dos McDonald
enormes que instalaron en el parque. Era una especie de ritual
inevitable y lo cumplimos sin remordimientos. Y vimos desde afuera
los stands en los que exhibían los productos patrocinadores de los
juegos: carros de lujo, productos deportivos, televisores y ya no me
acuerdo qué más.
Cuando
faltaba un poco más de media hora para que comenzara nuestra función
nos fuimos al centro acuático a ver los clavados. Estábamos
bastante arriba en las gradas, pero el lugar está tan bien diseñado
que te sientes como si estuvieras ahí mismo. No faltaron las
instrucciones de cuándo y cómo aplaudir o emocionarse. Pero aquí
se notaba claramente que la gente sabía lo que quería y no
necesitaba manuales de uso. Era una final y había medallas de por
medio. Yo estuve gritando a favor del mejicano –que al final llegó
de cuarto– hasta que dejé sordos a todos los que me rodeaban.
Cuando
salimos ya estaba casi obscuro. Pero había luz suficiente para tomar
la foto que acompaña esta nota y que salió de lo más futurista.
Nos regresamos con el tren jabalina, a pesar de que todos los
anuncios –de nuevo, escritos y de viva voz– decían que tomáramos
vías alternas porque el tren rápido estaba demasiado congestionado.
No encontramos más gente de la que había al llegar, nos sentamos
cómodamente y hasta había asientos vacíos. Llegamos felices a St.
Pancras y esperamos en King´s Cross unos veinte minutos nuestro tren
a Cambridge, donde Lyo está trabajando hasta finales de esta semana.
Al día
siguiente ya estaba regresando a casita. En tren, como me gusta.
Volví al frío y la lluvia. Pero con una sonrisa boba en la cara,
porque el espíritu olímpico me duró hasta ayer que vi la ceremonia
de clausura. El show que montaron para cerrar los juegos fue un
bodrio tal que desbarató todas las cosas buenas que he dicho y
sentido en las últimas dos semanas sobre la organización de los
juegos y lo geniales que son los británicos cuando se ponen en serio
a organizar algo. Fue una ceremonia excluyente, superficial,
infantil, gratuita al extremo del absurdo y, peor que peor, un himno
al consumo y a la frivolidad, que son la antítesis de lo que los
juegos olímpicos deberían ser.
Así
que, amiga, me quedo con el paseo florido del parque olímpico. Un
lugar utópico donde se puede caminar sintiendo el olor de las matas
y escuchando el murmullo del agua. Como si la sociedad de consumo
estuviera muy lejos. Como si los seres que hacen deportes y los que les gusta ir a
ver a los deportistas competir vivieran de verdad en un mundo en el
que lo que importa es el ser humano, sus ganas de sentirse bien y
de compartir con todos. Como si no estuviéramos en un mundo en el que lo que cuenta es lo que las
empresas son capaces de vender como símbolos de éxito. Como si no hubiera gente que necesitara comprar y exponer esas mismas mercancías como trofeos de lo bien que les ha ido en la
vida.
Me
quedo con las flores, que te dejo abajo, junto con un abrazo
puramente deportivo,
r
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