Te
escribo hoy desde la perplejidad, desde el asombro, desde una forma
del pavor. En apenas un poco más de un mes he estado en el punto más
débil de una línea quebrada pero ascendente que me voy a atrever a
llamar la cadena alimenticia del mundo académico,
copiándome una idea que escuché en estos días en el Festival Internacional del Libro de Edimburgo. Las cadenas alimenticias se
caracterizan por mostrar, de la manera más gráfica, la ley de la
supervivencia del más fuerte. Y también la crueldad, a veces
gratuita, que marca las relaciones entre los seres vivos.
El
pez grande se come al pez chico. Todo ser vivo está ubicado en una
pirámide que lo convierte en alimento de otro ser más fuerte, mejor
dotado o con mayores recursos. Los animales más débiles aprenden a escapar de sus enemigos naturales y desarrollan estrategias que
les permiten adaptarse, reproducirse y sobrevivir. En la jungla
académica se cumplen todas y cada una de estas leyes. La única diferencia
con el mundo natural es que en la academia todo el que entra comienza
en el extremo de los invertebrados y aspira a terminar obteniendo la
parte del león. Todos son, potencialmente, corredores en una
competencia que los llevará de un extremo al otro.
Cuando
estás en el lado más débil de la cadena, sabes que cualquier paso
en falso podría producir una catástrofe que te cueste tu misma
supervivencia en la jungla. Cuando has superado todas las pruebas y
puedes decir que has llegado a la cima –al llegar, por ejemplo, a
profesor titular– sabes que ningún pez grande puede ya comerte.
Pero nunca te olvidas que estás rodeada de fieras. Y por eso, cuando
merodeas por la jungla sin un signo claro que muestre tu estatus,
tienes que comportarte como la liebre más pequeña, que sabe que no
se puede descuidar ni un segundo.
Las
instituciones te dan seguridad, estabilidad, refugio. Si tienes un
título y un puesto dentro de una institución estás protegida y la
jungla parece lejana. Pero si renuncias a ese beneficio y te atreves
a producir, desde fuera de ese refugio, los mismos objetos que
producen los que hasta ayer eran tus colegas, te expones –como la
liebre libre– a todo tipo de ataques, amenazas, zarpazos y
expulsiones. Tu trayectoria desaparece de pronto y el trabajo inmenso
que te llevó pasar de un extremo a otro de la cadena alimenticia se
disuelve.
Por
eso, supongo, me he visto expuesta, en medio de la jungla, a los
ataques más insólitos. Ni siquiera cuando era estudiante, que se
supone que es el grado cero de la carrera académica, tuve que
defenderme de ataques tan injustificados. No creo que deba contarte
aquí los detalles, pero no puedo evitar dejar constancia de mi
desconcierto, de mi perplejidad, de mi profunda desilusión con el
mundo académico. No encuentro justificación alguna que me permita
comprender por qué los seres más educados del planeta –si es que
asumimos que la acumulación de títulos es sinónimo de educación–
se comportan a veces como las personas más insensibles,
irrespetuosas y soberbias.
Y
en estos días en que me he sentido otra vez en el escalón más bajo
de la cadena alimenticia, me he dado cuenta de que no es que quiero
volver a estar al lado del león. Es que quiero estar total y
completamente fuera de esa jungla. Seguramente me voy a meter en una
selva más intrincada. No importa. Al menos tendré de nuevo la
oportunidad de ir midiendo mis pasos con cuidado para que nadie me
trague y para no pisar a nadie bajo ningún concepto. Espero que eso
baste.
Te
mando un abrazo que tiembla como una liebre,
r
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