Amiga,
Hoy he estado aquí poniéndome al día con las lecturas atrasadas.
Todas en internet, todas ociosas y absolutamente gratuitas. Más bien
debería decir: quisiera creer que he estado leyendo por horas para
ponerme al día, pero la pura verdad es que desde esta mañana no he
hecho más que matar el tiempo hasta que llegue la hora de ver la
ceremonia inaugural de los juegos olímpicos que será esta noche en
Londres.
Nunca he estado geográficamente tan cerca de unos juegos olímpicos,
y seguramente nunca más voy a estar así de cerca. Porque voy a
estar literalmente ahí. La semana que viene dejo a mi gato al
cuidado de su nana y me voy a Londres con mi media naranja a ver un
par de eventos.
Para allá nos vamos a sufrir todos los avatares de los fanáticos
del deporte que habrán tenido, como nosotros, la enloquecida idea de
viajar hasta esa ciudad en la que todo va a pasar en un par de
semanas. Y me emociono como una adolescente, aunque para mí los
deportes no sean más que un modo sofisticado de exponer y premiar
una actividad frenética sin objetivo y el cansancio que deja
después.
Y es que mi gusto por los juegos olímpicos no comenzó por el amor a
algún deporte o por la emoción de seguir a algún deportista en
particular. Mi interés empezó con la ceremonia de apertura y la
conmovedora e inolvidable fiesta de cierre de Moscú, en 1980.
Seguramente ya había visto unos cuantos juegos antes. A fin de
cuentas, en julio del ochenta yo tenía 18 años y había convivido
la vida entera con un padre fanático de mirar deportes por la tele
sin prestarle a nadie nunca el control remoto.
Pero en mi memoria no queda ni rastro de ningunos juegos olímpicos
anteriores. Aunque me acuerdo de algún atleta memorable, como Nadia
Comaneci, que logró sus primeras hazañas en 1976 en Montreal (mi
memoria no es tan buena, busqué los datos en Wikipedia). Lo que yo
recuerdo es haber estado frente a la tele, rodeada de mis hermanas y
algún familiar cercano, viendo y comentando las espectaculares
imágenes de los jóvenes moscovitas armando y desarmando figuras
–como por encanto– con paneles de colores que se movían con
precisión matemática.
Más allá de la gimnasia y el patinaje sobre hielo, nunca he visto
un evento olímpico con demasiado interés. Porque lo mío son las
ceremonias de apertura y cierre. Esas dos fiestas de llegada y
despedida en las que se condensa la alegría del encuentro y la
tristeza de las despedidas. Lo que a mí en realidad me gusta es ver
el espectáculo, escuchar la música, adivinar la historia que se
está contando –casi siempre bajando al mínimo el volumen, cuando
los comentaristas se ponen didácticos– y, por supuesto, criticar.
Siempre criticar, mucho, todo.
Pero este año, esta vez en que estoy tan cerca de las olimpiadas que
de hecho voy a estar ahí la semana que viene, por primera vez en la
vida voy a ver una ceremonia de apertura solita. Íngrima. No voy a
tener con quien comentar nada ni junto a quien criticar el vestuario,
el pésimo manejo de las cámaras, las inconsistencias de los
discursos y la ridiculez pasmosa de algunos rituales.
Ni siquiera mi amor de la vida, que me quiere tanto y que me ha
acompañado tantas veces a ver cosas que no le gustan, aceptó mi
invitación a ver juntos, a la distancia, vía facetime –él en
Cambridge, yo aquí– la ceremonia de esta noche. ¡Cuatro horas!
dijo sorprendido cuando le conté que sería larguísima. ¡Ni de
vaina! soltó acto seguido, a pesar de que ya había aceptado el
trato. Avísame cuando se ponga interesante y nos conectamos un rato.
Una hora, máximo.
Con ese ultimatum definitivo Lyo me dejó abandonada a mi suerte
inaugural. Así que aquí me tienes, amiga, con la tele prendida en
mute, esperando a que empiecen unos juegos que están sucediendo
aquí, a la vuelta de la esquina, y cuya ceremonia ignaugural voy a
ver íngrima y sola.
Y no me sirve de nada el consuelo vicario de que un par de billones
de personas de todo el mundo estén haciendo lo mismo. Seguramente
acompañados.
Te mando un abrazo desoladamente olímpico,
r
Disclaimer: Mi adorado tormento me hizo prometer que pondría una aclaratoria al final de esta nota: Lyo compartió conmigo casi toda la ceremonia de apertura, primero con mensajitos de texto y luego por FaceTime. Y sin haber leído esta entrada previamente. Así que para nada él es el malo de la película. ¡Deuda saldada!
Disclaimer: Mi adorado tormento me hizo prometer que pondría una aclaratoria al final de esta nota: Lyo compartió conmigo casi toda la ceremonia de apertura, primero con mensajitos de texto y luego por FaceTime. Y sin haber leído esta entrada previamente. Así que para nada él es el malo de la película. ¡Deuda saldada!
1 comentario:
AQUI ESTOY MI VIDA! SIEMPRE... LYO
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