Amiga,
Estoy
en medio de la traducción de un artículo sobre las ruinas de La
Habana que me ha puesto a ver películas sobre esa ciudad que visité
una vez y que sentí como la encarnación de la desidia más
absoluta. El artículo habla sobre tres películas. Una es bien
conocida: Buena Vista Social Club. Las otras dos no tanto: Suite
Habana y Habana: El arte nuevo de hacer ruinas. (Si estás de
ánimo, puedes verlas completas en youtube aquí y aquí). Supongo
que vistas desde la tierruca estas imágenes de la ruina que seremos
no son nada alentadoras.
Vistas
desde aquí no lo son tampoco. Hacer de la ruina un objeto estético
sólo puede tener sentido desde la distancia, desde la comodidad de
un espacio confortable, limpio, funcional, en el que la ruina no es
una amenaza. Pero desde dentro de las ruinas, cuando se habita entre
ruinas como lo hacen los habaneros, no hay estética que valga para
embellecer lo fracturado, lo desmoronado, lo que está a punto de
caer. Las ruinas son la evidencia de lo que ya no es pero persiste. Y
cuando vives entre ruinas, como dice el escritor Antonio José Ponte
en la película que lleva el título de uno de sus textos, tu misma
personalidad, la integridad de lo que eres o crees ser, también se
derrumba.
Hay
dos fotos que tomé en la Habana que tengo siempre a la vista en mi
estudio. Una de ellas está en la ventana frente a mi escritorio. Son
dos niños que corren hacia la cámara sonriendo (recuerdo
perfectamente el día en que los vi jugando y gritando y riendo a
carcajadas gritándome ¡foto! ¡foto! ¡échanos una foto!). Vienen del patio interior de una casa desvencijada y están a punto de
atravesar un portal que en su época debió haber sido majestuoso. El
piso, las paredes, los techos que los rodean están todos en un
estado de total abandono. Es tan intenso el decaimiento de la mansión
en ruinas que habitan –con quién sabe cuántos otros– que parece
el escenario de una de esas películas postapocalípticas en las que
el mundo se acabó y nada queda ya en pie. Salvo los seres que
tercamente sobreviven al cataclismo.
La
segunda foto es la que encabeza esta entrada. Dos habaneras jóvenes
posan para la cámara. La chica de la camisa amarilla y los
pantalones negros ajustados se pone la mano en la cintura imitando un
gesto que tal vez ha visto mil veces en revistas de modas. Antes de
asumir la pose se ha colgado en el hombro un trapo amarillo que un
segundo antes revoloteaba en aire mientras conversaba. La otra chica
es más bajita, menos agraciada, menos segura de sí misma. Su
sonrisa es tímida y sincera. Su falda blanca impecable contrasta con
el deterioro que la rodea. Pero lo que siempre me conmueve cuando veo
esta foto es su gesto de agarrar por un brazo a la amiga más
dispuesta y resuelta. Es un gesto de supervivencia, de afirmación
desesperada de la propia existencia.
¡Una
foto! ¡una foto! Fueron ellas las que nos pidieron que les tomáramos
una foto cuando nos vieron pasar con una cámara. Posaron encantadas
en la misma esquina en la que estaban conversando, sin importarles el
desconchado de las paredes ni los cables sueltos saliendo por todos
lados ni la inmundicia de las calles y las puertas. Después de que
tomamos la foto nos gritaron a voz en cuello que les mandáramos una
copia y nos dieron su dirección y sus nombres. Era el tiempo de las
fotos en rollo que de revelaban en papel. Era enero de 1994. Nunca
envié la foto, por eso la estoy copiando aquí, para que circule
libremente y tal vez un día alguna de ellas dos pueda verla.
Nada
ha mejorado en la Habana desde entonces. O tal vez sí. Con el
petróleo venezolano y la inyección de dólares que deberían
invertirse en Venezuela algo parece haberse reactivado en la economía
cubana. Pero la ciudad sigue en ruinas. Esta semana he estado viendo
esas ruinas y recordando que caminé por esa ciudad cuando no
teníamos ni la sospecha de todo lo que iba a venir y no sabíamos
que las ruinas de esa ciudad que alguna vez fue magnífica se nos
convertirían en terrible presagio del futuro.
Hoy
entiendo mejor que nunca que todo el que pueda esté en la tierruca
haciendo planes de irse. Han pasado casi veinte años desde que tomé
estas fotos en una esquina de la Habana. No sé por qué las elegí
para tenerlas frente a mí mientras vivo y escribo al otro lado del
mundo. Tal vez porque demuestran dos cosas contradictorias: por un
lado, que se puede llegar al extremo de destruir sin razón una
ciudad, un país, a nombre de un ideal absurdo; y, por otro, que la
gente puede seguir teniendo esperanzas contra toda lógica y contra
toda evidencia de la realidad.
Pero
también las tengo enfrente para recordarme que ese mundo existe, que
esa pobreza, esa desesperación y esa esperanza contra viento y marea
son reales. Y ese principio de realidad hace falta, créeme amiga,
cuando estás en el exilio viviendo en un sistema eficiente y rodeada
de una sensación de seguridad que hace que los días pasen sin
angustias ni penas.
Pero
la lección más difícil para el expatriado es descubrir que hay que
pagar un precio por existir en medio de esta relativa prosperidad,
rodeado de esta eficiencia de calles limpias y edificios bien
mantenidos.
Hace
una semana llamé para pedir una cita por un trámite burocrático
que tenía pendiente. Después de pedirme mis datos particulares
(nombre, dirección, fecha de nacimiento) la funcionaria que me
atendió me preguntó por mi nacionalidad. Tuve la osadía de
decirle, con mi marcado acento extranjero, que yo era ciudadana
británica. Hubo un silencio de dos segundos. Luego me dijo: “Sí.
Usted viaja con un pasaporte británico. Pero ¿cuál es su
nacionalidad original?”
Así
es como te ponen aquí en tu puesto. Así es como te recuerdan que no
hay papel que valga y que nunca vas a pertenecer.
Por
eso a veces es válido preguntarse si el exilio no será otra manera
de vivir entre ruinas.
Te
mando un abrazo desmoronado,
r
2 comentarios:
Excelente nota! Bellamente escrita, como siempre, y capaz de movernos el piso... Gracias por hacernos pensar, en medio de las ruinas.
Gracias Ainai. Siempre es bueno saber que hay gente del otro lado de la pantalla pensando conmigo.
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