lunes, 4 de noviembre de 2013

Vivir entre ruinas



Amiga,

Estoy en medio de la traducción de un artículo sobre las ruinas de La Habana que me ha puesto a ver películas sobre esa ciudad que visité una vez y que sentí como la encarnación de la desidia más absoluta. El artículo habla sobre tres películas. Una es bien conocida: Buena Vista Social Club. Las otras dos no tanto: Suite Habana y Habana: El arte nuevo de hacer ruinas. (Si estás de ánimo, puedes verlas completas en youtube aquí y aquí). Supongo que vistas desde la tierruca estas imágenes de la ruina que seremos no son nada alentadoras.

Vistas desde aquí no lo son tampoco. Hacer de la ruina un objeto estético sólo puede tener sentido desde la distancia, desde la comodidad de un espacio confortable, limpio, funcional, en el que la ruina no es una amenaza. Pero desde dentro de las ruinas, cuando se habita entre ruinas como lo hacen los habaneros, no hay estética que valga para embellecer lo fracturado, lo desmoronado, lo que está a punto de caer. Las ruinas son la evidencia de lo que ya no es pero persiste. Y cuando vives entre ruinas, como dice el escritor Antonio José Ponte en la película que lleva el título de uno de sus textos, tu misma personalidad, la integridad de lo que eres o crees ser, también se derrumba.

Hay dos fotos que tomé en la Habana que tengo siempre a la vista en mi estudio. Una de ellas está en la ventana frente a mi escritorio. Son dos niños que corren hacia la cámara sonriendo (recuerdo perfectamente el día en que los vi jugando y gritando y riendo a carcajadas gritándome ¡foto! ¡foto! ¡échanos una foto!). Vienen del patio interior de una casa desvencijada y están a punto de atravesar un portal que en su época debió haber sido majestuoso. El piso, las paredes, los techos que los rodean están todos en un estado de total abandono. Es tan intenso el decaimiento de la mansión en ruinas que habitan –con quién sabe cuántos otros– que parece el escenario de una de esas películas postapocalípticas en las que el mundo se acabó y nada queda ya en pie. Salvo los seres que tercamente sobreviven al cataclismo.

La segunda foto es la que encabeza esta entrada. Dos habaneras jóvenes posan para la cámara. La chica de la camisa amarilla y los pantalones negros ajustados se pone la mano en la cintura imitando un gesto que tal vez ha visto mil veces en revistas de modas. Antes de asumir la pose se ha colgado en el hombro un trapo amarillo que un segundo antes revoloteaba en aire mientras conversaba. La otra chica es más bajita, menos agraciada, menos segura de sí misma. Su sonrisa es tímida y sincera. Su falda blanca impecable contrasta con el deterioro que la rodea. Pero lo que siempre me conmueve cuando veo esta foto es su gesto de agarrar por un brazo a la amiga más dispuesta y resuelta. Es un gesto de supervivencia, de afirmación desesperada de la propia existencia.

¡Una foto! ¡una foto! Fueron ellas las que nos pidieron que les tomáramos una foto cuando nos vieron pasar con una cámara. Posaron encantadas en la misma esquina en la que estaban conversando, sin importarles el desconchado de las paredes ni los cables sueltos saliendo por todos lados ni la inmundicia de las calles y las puertas. Después de que tomamos la foto nos gritaron a voz en cuello que les mandáramos una copia y nos dieron su dirección y sus nombres. Era el tiempo de las fotos en rollo que de revelaban en papel. Era enero de 1994. Nunca envié la foto, por eso la estoy copiando aquí, para que circule libremente y tal vez un día alguna de ellas dos pueda verla.

Nada ha mejorado en la Habana desde entonces. O tal vez sí. Con el petróleo venezolano y la inyección de dólares que deberían invertirse en Venezuela algo parece haberse reactivado en la economía cubana. Pero la ciudad sigue en ruinas. Esta semana he estado viendo esas ruinas y recordando que caminé por esa ciudad cuando no teníamos ni la sospecha de todo lo que iba a venir y no sabíamos que las ruinas de esa ciudad que alguna vez fue magnífica se nos convertirían en terrible presagio del futuro.

Hoy entiendo mejor que nunca que todo el que pueda esté en la tierruca haciendo planes de irse. Han pasado casi veinte años desde que tomé estas fotos en una esquina de la Habana. No sé por qué las elegí para tenerlas frente a mí mientras vivo y escribo al otro lado del mundo. Tal vez porque demuestran dos cosas contradictorias: por un lado, que se puede llegar al extremo de destruir sin razón una ciudad, un país, a nombre de un ideal absurdo; y, por otro, que la gente puede seguir teniendo esperanzas contra toda lógica y contra toda evidencia de la realidad.

Pero también las tengo enfrente para recordarme que ese mundo existe, que esa pobreza, esa desesperación y esa esperanza contra viento y marea son reales. Y ese principio de realidad hace falta, créeme amiga, cuando estás en el exilio viviendo en un sistema eficiente y rodeada de una sensación de seguridad que hace que los días pasen sin angustias ni penas.

Pero la lección más difícil para el expatriado es descubrir que hay que pagar un precio por existir en medio de esta relativa prosperidad, rodeado de esta eficiencia de calles limpias y edificios bien mantenidos.

Hace una semana llamé para pedir una cita por un trámite burocrático que tenía pendiente. Después de pedirme mis datos particulares (nombre, dirección, fecha de nacimiento) la funcionaria que me atendió me preguntó por mi nacionalidad. Tuve la osadía de decirle, con mi marcado acento extranjero, que yo era ciudadana británica. Hubo un silencio de dos segundos. Luego me dijo: “Sí. Usted viaja con un pasaporte británico. Pero ¿cuál es su nacionalidad original?”

Así es como te ponen aquí en tu puesto. Así es como te recuerdan que no hay papel que valga y que nunca vas a pertenecer.

Por eso a veces es válido preguntarse si el exilio no será otra manera de vivir entre ruinas.

Te mando un abrazo desmoronado,
r


2 comentarios:

ainai dijo...

Excelente nota! Bellamente escrita, como siempre, y capaz de movernos el piso... Gracias por hacernos pensar, en medio de las ruinas.

Raquel Rivas Rojas dijo...

Gracias Ainai. Siempre es bueno saber que hay gente del otro lado de la pantalla pensando conmigo.