Amiga,
Acabo de recibir mi National
Insurance Number (NINo). Nosotros no tenemos nada parecido a esto en
la tierruca. Es el número que te acredita para existir en términos
económicos. Si trabajas o has trabajado o tienes aspiraciones de
trabajar en este país tienes que tener un NINo. Desde que llegué he
estado por pedirlo e incluso una vez me acerqué a un Job Centre
local para preguntar qué debía hacer y me despacharon diciéndome
que cuando comenzara a trabajar me lo asignarían. Y yo me quedé de
lo más tranquila pensando que así debía ser.
Pero resulta que el famoso número
es algo a lo que tienes derecho si vives legalmente en este país. No
sólo porque te acredita para trabajar y para pagar impuestos, sino
también porque con ese número puedes reclamar algunos beneficios. Y
esa es la razón por la que el asunto resulta complicado. En un
estado de bienestar como éste, el miedo a que algunos ciudadanos
abusen del sistema sirve a veces para que ciertos funcionarios
intenten convencerte de que puedes renunciar a tus derechos.
Hace unas semanas llamé a pedir mi
número. La funcionaria arisca que me atendió el teléfono me pidió
todos mis datos: fecha de nacimiento, dirección y demás.
Finalmente, y supongo que debido a mi extraño acento, me preguntó
cuál era mi nacionalidad. Respondí que desde hacía unos meses yo
era, de hecho, británica. Hubo una pausa de un par de segundos y
luego la amable señora me dijo: Sí, usted viaja con un pasaporte
británico, pero cuál es su nacionalidad original. Me quedé muda.
Yo me había creído todo. Yo estaba
tan contenta con mi nueva nacionalidad y había llorado en la
ceremonia en la que juré ser fiel a la reina y a todas las leyes del
reino. Yo me había convertido en ciudadana en ese acto tan políticamente
correcto, en el que te dicen que debes participar en todo y que eres igual a todos los demás, con todos los derechos y los deberes, sin importar dónde
hayas nacido. Y ahora, con una sola pregunta, una funcionaria de ese
mismo gobierno que me había hecho ciudadana británica me ponía
otra vez en mi lugar: viajar con un pasaporte británico no es
equivalente a ser británico.
Me asignaron un día y una hora para
la entrevista en la que debía solicitar el NINo. Unos días después
me llegó una carta donde no sólo me confirmaban la fecha de mi
cita, sino también me conminaban –fea palabra, pero totalmente
adecuada en este caso– a ir armada con todos los documentos
necesarios para probar mi existencia y mi estatus de legalidad. En
los días que faltaban para la entrevista fui armando una carpeta que
creció hasta llegar a un tamaño absurdo.
La mañana de la entrevista, cuando
me di cuenta de que la abultada carpeta no cabía en ninguno de mis
bolsos, puse todo sobre mi escritorio y elegí los tres o cuatro
documentos que me parecieron indispensables. Todo lo demás lo dejé.
Después de todo, si no me daban el famoso número, siempre podía
pedir otra cita para presentar los documentos que faltaban.
Pero en
mi cabeza iba armando y desarmando los distintos escenarios en los
que yo lograba convencer al funcionario que me iba a entrevistar. Y
no sólo tenía que convencerlo de que yo era quien decía ser, sino
también de que yo era una persona decente y de que mi intención no
era abusar del sistema sino, humildemente, existir como potencial
fuerza de trabajo en este lado del mundo.
Cuando llegué a la oficina en la
que me tocaba mi entrevista me sentía nerviosa, como si estuviera a
punto de presentar un examen oral en el que no sabía exactamente qué
preguntas iban a hacerme. Un amable funcionario me hizo pasar al
primer piso. Otro amable funcionario me preguntó mi nombre al entrar
a la sala en la que era la entrevista y luego me hizo sentar en un
mullido sofá. Cinco minutos después, un tercer funcionario, muy
amablemente me hizo saber que él se iba a encargar de entrevistarme
y me pidió mi pasaporte. Al ver que tenía más de uno (el de la
tierruca y el del imperio) me pidió los dos. Me dijo, con mucha
amabilidad, que esperara un momento mientras le sacaba copia a mis
documentos.
Finalmente, y previa disculpa por
haberme hecho esperar (¡menos de quince minutos!), el funcionario me
condujo a la mesa en la que iba a realizar la entrevista. Yo seguía,
a todas estas, armando y desarmando en mi cabeza un diálogo en el
que explicaba por qué estaba pidiendo el NINo, cuáles eran mis
credenciales, por qué no lo había pedido antes, quién era yo, qué
intenciones tenía, y el larguísimo etcétera paranoico de todo ser
que se ha criado y ha vivido entre funcionarios cuyo único trabajo
consiste en decirte que no, que tú no tienes derecho a lo que estás
pidiendo.
Mientras el joven que me
entrevistaba me pedía nombre, apellido, dirección, yo abría mi
bolso y sacaba mi carpeta con los cuatro documentos que pensaba que
iba a pedirme y que esperaba que fueran suficientes. El joven iba
llenando una planilla con mis respuestas, que incluían la fecha en
la que llegué a este país y lo que he hecho o intentado hacer desde
que vivo aquí, como buscar trabajo infructuosamente y estudiar
una maestría. Se sonrió cuando le dije que no me acordaba de las
direcciones en las que había vivido en Londres entre 1997 y el 2001.
Se volvió a sonreir cuando no fui incapaz de recordar exactamente
las fechas de mi primer matrimonio y de mi divorcio. Y le dio risa
que no recordara en qué día exacto de un mes de julio me había
casado con mi actual marido.
En todo momento me trató como una
persona a la que se le está asistiendo en una gestión que tiene
derecho a hacer. No me pidió ningún otro documento aparte de mis
pasaportes. No me hizo ninguna pregunta capciosa o agresiva. Cuando
me veía dudar ante una respuesta o buscar en mi frágil memoria
algún dato que me era imposible recordar, me decía, no importa, eso
no es relevante, y pasaba al siguiente asunto.
Al final me mostró la planilla que
había llenado con todos los datos que yo misma le había dado. Me
dejó que leyera todo con calma y me dijo que firmara en un par de
líneas confirmando que esos datos eran correctos. Me explicó que en
dos semanas me llegaría mi número y con una sonrisa de lo más
amable me despidió deseándome que tuviera un muy buen día y que
disfrutara del clima escocés. Esto último era un chiste. Los dos
nos reímos y al reirnos nos sentimos parte de la misma comunidad de
sufrientes, es decir, súbditos del mismo reino.
Hasta hoy yo estaba esperando una
carta en un sobre de manila que dijera, lamentamos mucho no poder
otorgarle su NINo, resulta que usted no califica por tal o cual
razón. Pero hoy llegó el famoso sobre manila. En él había una
carta que decía éste es su número, mantenga esta carta en un
lugar seguro, use este número para dárselo a su empleador y un par
de otras instrucciones de ese tipo. Así de simple.
Si es verdad que somos, ante todo,
seres económicos, desde hoy existo, amiga. A mis casi 52 años,
acabo de adquirir un número que me identifica en el mercado laboral,
no sólo de este país, sino del mundo. Suena grande. Y supongo que lo es.
Te mando un abrazo enumerado,
r
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