viernes, 16 de marzo de 2012
Cuerpos solos
Amiga,
Hace unos días vimos un programa en BBC Scotland sobre la morgue de Edimburgo. Las imágenes se han quedado conmigo por varios días y tengo la impresión de que la razón es que hay ahí una especie de verdad condensada -si es que hay verdades- que me gustaría dejar anotada aquí.
La gente se muere en esta ciudad de cuatro causas principales: alcohol, drogas, suicidio y soledad. No todo el mundo claro. El programa se refería a la gente que aparece muerta en lugares públicos o sola en su casa, sin nadie que la acompañe en sus horas finales o la lleve a un hospital o se haya encargado de sus últimos deseos. Estamos hablando de cuerpos solos, de desconocidos o desintegrados. Gente que muere en las calles, a la intemperie o casi.
Esa es la gente que termina en la morgue. Gente cuya muerte es necesario investigar y que muere de un modo que parece revelar tal vez el lado más vulnerable de una sociedad. La gente aquí no muere de disparos de bala, como los 45 o 50 muertos semanales que se registran en Caracas. Aquí no hay armas en las calles y los homicidios casi no entran en las estadísticas. La muerte más violenta es el suicidio y el modo más utilizado por los escoceses para acabar con su propia existencia es la soga. La gente se ahorca, amiga. Cuando no se mata lentamente bebiendo hasta el límite o se inyecta lo que sea que consiga.
Pero lo que más me impresionó del programa sobre la morgue de Edimburgo fueron los muertos solos. Alrededor de cinco cuerpos a la semana llegan a la morgue de la capital de Escocia en avanzado estado de descomposición. La gran mayoría de ellos son personas que vivían solas y que murieron solas. Su presencia en este mundo no le hizo falta a nadie por días y días. Hasta que un cartero que pasaba por ahí sintió un olor putrefacto al abrir la rendija del buzón para dejar caer unos panfletos y llamó a la policía. Es así como descubren los cuerpos de la gente sola. Cuando ya se han llenado de gusanos y el olor que despiden es insoportable.
Si se juntan las piezas de este rompecabezas de la desgracia la imagen que resulta no es precisamente alentadora. Es un mapa de familias rotas, de individuos desagregados, de seres íngrimos que se van consumiendo lentamente sin que a nadie le importe. Y no hay que estudiar las estadísticas o ver un programa en la tele para comprobarlo. Basta con subirse en un autobús suburbano.
Ayer me fui en el autobús número 400 al centro comercial. Es una ruta que va de un hospital a otro y que usan más que todo viejitos. Aunque algunos se saludan al entrar o salir, la mayoría viajan solos. Entran y salen solos, con dificultad, pero dignamente. Cuando se bajan del 400 se quedan en la acera mirando a los lados, como si por un momento hubieran perdido el sentido de orientación o hubieran dejado de entender la lógica del mundo. Después echan a andar, lentísimo. Y uno no puede evitar pensar que tal vez se han equivocado de parada, que tal vez están caminando para el lado que no es. ¿Cuántos de esos cuerpos van a terminar en la morgue?
Cuando regresaba del centro comercial mi vecina me llamó desde la puerta de su casa. Me invitó a entrar. Su casa huele a cigarro. Es un olor que parece estar incrustado en las paredes, en la alfombra, en todos los muebles. Su excusa era darme unas fishcakes que alquien le había regalado y ella no se iba a comer. Siempre nos regala comida que le sobra. Tal vez piensa que nosotros no tenemos suficiente, porque venimos de un lugar del mundo donde la pobreza es un mal mayor.
Pero en realidad la torta de pescado era sólo una excusa. Lo que quería era mostrarme la nueva andadera que le dieron para caminar cuando necesite salir a la calle. La andadera estaba en el centro de la sala y ella la señalaba como quien demuestra un avance tecnológico casi incomprensible. Me dijo que ya había ido con ella a Livingston y que sentía que la gente se le quedaba mirando. Traté de tranquilizarla y le dije que mucha gente usaba esas andaderas hoy en día y que seguramente nadie la miraba en realidad. Pero no logré convencerla. Ella sabe que el deporte nacional es mirar fijamente todo lo raro.
Hablamos sólo un rato. No le tengo paciencia a mi vecina, ¿qué le vamos a hacer? La mitad de lo que dice no lo entiendo, la otra mitad me deprime. Pero, como siempre, le dije que me llamara si necesitaba cualquier cosa. Al salir, con la ropa impregnada de un penetrante olor a cigarro, pensé que si mi vecina se muere íngrima y sola en esa casa que comparte una pared con la mía, tal vez nadie la eche en falta por días y días. Hasta que llegue el cartero y sienta un olor extraño al abrir la rendija para dejar caer algún catálogo.
Te mando un abrazo desolado,
r
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario