domingo, 29 de agosto de 2010

Una semana en Córcega



Amiga,

Como ya te adelanté, pasamos una semana en Córcega. La isla es realmente hermosa y tiene un clima perfecto si no estás parada en el medio de una calle a pleno mediodía con el sol cayendo a plomo. Conocimos un poquito de cada lado, cruzamos la isla dos veces de este a oeste y luego de oeste a este, nos quedamos en carpa cinco días, disfrutamos del mar y de la montaña, vimos menhires prehistóricos, nos bañamos en un río cristalino y comimos rico.

El día que salimos de Edimburgo todo anunciaba que el viaje de ida iba a ser un desastre, pero terminó bien. El vuelo de aquí al aeropuerto Charles De Gaulle en París salió atrasado y al llegar allá teníamos que recoger las maletas y cambiarnos de aeropuerto, porque el vuelo a Ajaccio salía desde Orly. Entre uno y otro aeropuerto hay media hora de camino. Por suerte hay autobuses directos y no fue difícil agarrar uno. Pero antes de salir nos aseguramos de que valía la pena hacer el esfuerzo, aunque ya íbamos media hora tarde.

En el mostrador de Air France nos dijeron que si no llegábamos a tiempo nos montarían en el siguiente avión. Con esa esperanza llegamos a Orly, apurados y contando ya con que llegaríamos a Ajaccio pasadas las seis de la tarde. Correr por un aeropuerto es la segunda cosa más angustiosa después de esperar. Pero no había otra, corrimos. Por suerte el vuelo a Ajaccio estaba también atrasado y después de tanto apuro hasta nos tocó esperar: casi una hora.

Llegamos a Ajaccio pasadas las cinco y después del trámite de retirar el carro alquilado nos lanzamos a la carretera, rumbo al norte. El plan era llegar hasta Porto y buscar un camping en esa zona. Pero se fue haciendo tarde y terminamos en un pequeño camping en el medio de la nada, cerca de Tiuccia. Valió la pena porque logramos armar campamento antes de que se hiciera de noche y además comimos rico en un restaurant frente al golfo de Liscia.

Al día siguiente agarramos la carretera que bordea la costa, hacia Piano. Habíamos visto en la guía que había dos buenos campings en la zona y no viajaríamos más de dos horas, que era lo que estábamos buscando. Pero en el camino descubrimos que en la misma guía recomendaban un camping que quedaba sobre la playa de Arone y, al llegar a Piana, nos desviamos por la carreterita que nos llevaría al famoso camping. Era una carretera super angosta, empinada y con curvas, pero con una vista espectacular. Es la vista del golfo de Porto, que puedes ver en la foto de abajo.



Nos encató el lugar. Encontramos un puestico entre pinos enanos, donde podíamos colgar la hamaca, y ahí nos instalamos por dos días. Había que atravesar el camping y agarrar un camino entre matas para llegar a la playa. Pero al pasar al otro lado el espectáculo valía la pena. La playa de Arone se ve mínima en los mapas, pero es una extensión inmensa de arena blanquísima que se extiende por una amplia bahía. El mar es un plato con la temperatura más amable que te puedas imaginar. Para nosotros, nostálgicos empedernidos de nuestras costas, era como estar en Margarita: ¡un paraíso! Nos tocó luna casi llena y comimos en un restaurant a la orilla de la playa donde hacían unas pizzas en horno de leña, realmente memorables.

Al día siguiente, Lyo se antojó de hacer una caminata a un pueblito llamado Girolata, al que sólo se puede llegar a pie o en barco. No sé por qué me pareció una buena idea. Tal vez porque estaba con ánimo de vacaciones y sin intención de negarme a la aventura. También porque la guía decía que era una hora y media de camino y ese es más o menos el tiempo que yo camino aquí, en el parque de al lado, un día sí y otro no. Así que nos fuimos de los más animados a caminar a Girolata.

En el camino, que pasa por Porto y atraviesa unas montañas de granito rojo llamadas Las Calanches, nos quedamos con la boca abierta con uno de los paisajes más sorprendentes que hemos visto. Las fotos no le hacen justicia a Las Calanches, pero todo el mundo se para en el recodo más minúsculo que encuentra en esa carretera fantástica y angostísima, para tratar de captar al menos una pizca de aquel espectáculo que cuesta creer.



Después de maniobrar a través de los angostos pasos de Las Calanches, llegamos al estacionamiento desde el que parten todos los caminantes que se embarcan en la aventura de llegar a pie a Girolata. Yo me empatuqué de bloqueador solar y me puse sobre el traje de baño un short y una franela manga larga. Eran ya más de las once y eso significaba que íbamos a estar bajo el sol inclemente del mediodía durante toda la caminata. Arrancamos con buen ánimo, entusiasmados con la idea de que todo el camino sería sombreado, como se veía al principio.

Pero el ánimo nos duró un poco menos de una hora, cuando descubrimos que estábamos lejísimo, que la caminata sería de más de dos horas y que parte importante la haríamos bajo un sol de plomo. Pero lo peor, para mí, no era el sol o el calor, sino las subidas y bajadas empinadísimas que hacían imposible disfrutar el camino y las vistas, realmente espectaculares, del golfo de Girolata. Lyo tuvo ánimo, sin embargo, de tomar fotos de todo el camino, como puedes ver abajo.



Para hacerte el cuento corto, llegamos a Girolata muertos de cansancio, hambrientos y sedientos, porque el agua se nos acabó casi media hora antes de llegar. No te quiero contar el dolor de cabeza que agarré y que no se me quitó hasta la noche, cuando me tomé una pepa poderosísima que me traje de Venezuela. Nos instalamos en el primer restaurante que vimos y ahí nos quedamos por más de una hora, comiendo y descansando. Cuando nos recuperamos, salimos a ver si el pueblito valía la pena el esfuerzo de la caminata. No había más que una triste playa de piedras grises y una fila de restaurantes y tienditas para distraer a los incautos. Y sol y más sol. No me quedaron ganas ni de darme un chapuzón en aquella playa horrible.

Por supuesto que habíamos descartado que yo regresara a pie por ese camino infernal. Así que Lyo se encargó de embarcarme en el primer barquito que regresaba a Porto. Me dolía desde la punta del pelo hasta el dedo gordo del pie, de los dos pies. Y a pesar de todo mi remordimiento por dejar a Lyo solito, al embarcarme me sentí aliviada cuando supe que en menos de media hora estaría en Porto. No me importó esperar dos horas a que Lyo regresara a buscar el carro y por la carretera desde el Col de la Croix hasta Porto. Abajo puedes ver una foto del puerto donde esperé, con el alma en vilo, a que Lyo volviera.



Después de semejante aventura, lo único que podíamos hacer esa noche y al día siguiente era descansar. Nos tomamos nuestro tercer día con calma, planeando el día siguiente, bañándonos en la playa, disfrutando del maravilloso restaurant y de la luna llena, sin apuro. La vida de los campings europeos daría para escribir por horas. Están todos organizados de un modo más o menos similar y el ritmo de lo cotidiano se organiza como en cámara lenta. La gente se divide entre los que se instalan por semanas y los que van de paso. Los que acaban de llegar miran con curiosidad a los ya instalados para aprender los usos y las costumbres y tratar de no desentonar demasiado.

El ritual más delicado tiene que ver con el uso de los baños. En otros países los baños de hombres y mujeres están separados de una manera estricta. En Córcega, y tal vez en toda Francia, los baños de los campamentos son de uso común. Se trata de un gran espacio de paredes que no llegan al techo, donde se apilan cubículos para duchas y para pocetas. Apenas hay algún letrerito discreto en una columna para indicar que en tal o cual pasillo la preferencia es para los hombres o las mujeres. Pero nadie parece respetar esa tenue exclusividad. En todo caso, los lavamanos están en un área común, así que a uno le toca cepillarse los dientes al lado de un señor que se afeita o un niñito que se lava a medias la cara. Es toda una experiencia.

El otro ritual típico de todos los campamentos es el de acomodarse para dormir. De todas las incomodidades de viajar en carpa, para mí lo más complicado es encontrar acomodo en los minúsculos colchones de camping y tratar de atrapar el sueño en el espacio estrecho y clautrofóbico de una carpa. Particularmente de nuestra escueta carpita, que creo que es la más pequeña que he visto en los trece o catorce años que tenemos viajando con ella. Lyo está muy orgulloso de su carpa y por nada del mundo la cambiaría por una más grande y cómoda.



Por suerte, me llevé mi fabuloso lector electrónico y un libro en papel por si la tecnología me fallaba. También nos llevamos una hamaca ultra liviana, hecha de tela de paracaídas, y eventualmente me animé a dormir una noche completa en ella, superando mi miedo visceral a los insectos nocturnos. Porque en Córcega hay hormigas, abejas, avispas enormes y alguna que otra mariposita minúscula, pero no hay bichos nocturnos y eso es una bendición. La noche que dormí en hamaca fue la mejor de todo el viaje. Cuando abría los ojos veía la inmensa luna y, cuando la luna bajó, el cielo estrellado allá lejos. De todos modos, al final el frío pudo más que yo y cuando el sol ya alumbraba en el horizonte tuve que dar mi brazo a torcer y me metí en la carpa buscando calorcito. Hasta ahí llegó mi valiente experiencia a la intemperie.

El cuarto día nos tocó viajar largo, de playa de Arone, que está en el noroeste, a Bastia, que está en el noreste de la isla. Habíamos decidido atravesar toda la isla, por dentro, para conocer la costa del otro lado y ver qué tal era. El viaje de casi cinco horas valió la pena, porque llegamos a un camping cerca de Bastia, llamado San Damiano, que es lo más parecido a un campamento cinco estrellas que he visto. Tenía piscina, restaurant y hasta un abasto enorme adentro.

El camping está instalado en un hilo de tierra entre la playa La Marana y la laguna de Biguglia. Nos costó llegar, porque no teníamos un mapa muy preciso y el programa que Lyo había instalado en su celular para que nos guiara en todo el viaje no funcionó nunca. Pero finalmente llegamos y en lo que vimos la extensión inmensa de la playa nos reconciliamos con el lugar y se nos olvidaron las horas de carretera. Apenas tomamos fotos del campamento, pero puedes ver aquí todos los detalles en la página web del camping.

Al día siguiente fuimos a conocer Bastia, que es la ciudad más importante del norte de Córcega. No vimos mucho ni caminamos largo, como nos gusta hacer cuando vamos a una ciudad nueva, porque estaba haciendo un calor insoportable y mis piernas seguían resentidas por la caminata a Girolata. Pero comimos en el paseo que está frente al puerto, caminamos un rato por la sombrita y nos instalamos a comer helados cuando bajamos la comida. El restaurant en el que comimos helados tenía uno de esos aspersores que cada diez segundos te rocían con vapor de agua: un alivio inmenso para el calor.

No queríamos movernos de San Damiano, pero ya era lunes y habíamos reservado un hotel para las dos últimas noches en un pueblito de las montañas centrales. Nos tocaba recoger los bártulos y agarrar carretera otra vez. No fue fácil. Nos bañamos en la playa en la mañana, sin muchas ganas de despedirnos, y al final logramos agarrar carretera cerca del mediodía. Fue un viaje largo, pero en el camino nos esperaba la sorpresa de un baño de río que vamos a recordar por muchísimo tiempo. Según nuestra guía el río se llama Asco. No suena bien en español, pero te aseguro que es el río más delicioso en el que me he bañado en toda mi existencia. La foto no le hace justicia, pero igual puede verse el color verde azulado de los pozos y el rosado pálido de las piedras.



El pueblito en el que nos quedamos las últimas dos noches se llama Quenza. Nos llevó todo un día llegar ahí, porque de nuevo tuvimos que atravesar toda la isla, pero esta ves de este a oeste, por una zona distinta de las montañas. Llegamos a finales del día a Quenza, con tiempo apenas de avisar que cenaríamos en el hotel, que tiene fama de ser el mejor restaurant de la zona. Lyo no pudo disfrutar de su primera cena en Quenza, porque el estómago se le rebeló justo al final del viaje, pero yo comí delicioso y dormí lo mejor que se puede en una cama que no es la de uno.



El día antes de regresar decidimos que ya era hora de conocer algo realmente histórico, o más bien, prehistórico: los menhires de Filitosa. Filitosa no es en realidad un pueblo, sino un campo pelado donde encontraron cantidades de piedras prehistóricas, incluyendo menhires, y decidieron hacer lo que llaman una “Estación Prehistórica”. Cobran seis euros por persona y venden a la entrada un folleto que cuesta cuatro euros donde se cuenta la historia del lugar y de los pobladores que han estado rondando por esas tierras desde hace ocho mil años.

El sitio produce una sensación de tiempo detenido. Uno mira esas colinas y no puede evitar pensar en la inmensidad de la historia humana. Sobre todo cuando uno viene de un país en el que quinientos años ya suena como mucho. En esa isla del Mediterráneo, en ese exacto valle, hubo hombres cazando, pescando y recolectando desde los primeros tiempos de la humanidad y estar en ese mismo lugar, milenios después, da vértigo. Y no es necesario crear ningún ambiente sobrenatural, como el que intentan producir los organizadores del parque con una música new age que sale de unas cornetas dispuestas a lo largo de todo el paseo. Los efectos sonoros más bien interrumpen con su modernidad intrusiva lo que podría ser un momento de profundo encuentro con la historia misma de la especie humana.



Salimos de Filitosa muertos de hambre. Tal vez el exceso de pasado produce una ansiedad por lo más básico, por una forma inmediata de presente. Después de comer y descansar un rato bajamos a la última playa en la que nos íbamos a bañar. Fue la única que fotografiamos en todo el viaje, porque la cámara se quedaba siempre en la carpa o en la camioneta.



Al final de la tarde de nuestro último día, subimos a Quenza y cenamos rico en el hotel. Al día siguiente viajamos a Ajaccio por las montañas. Nos paramos en un pueblito llamado Petreto a echar gasolina y a mandarnos a nosotros mismos unas postales, un ritual que seguimos sin falta en cada viaje. Al llegar a Ajaccio le dimos una vuelta a la ciudad en carro antes de irnos al aeropuerto. Entregamos el carro y nos dispusimos a esperar. Siempre hay que esperar en los aeropuertos. Lyo compró unas mermeladas que tuvimos que entregar después en el Charles de Gaulle, porque pesaban más de lo permitido. Con esa sensación de pérdida irreparable subimos en el avión que finalmente nos trajo de vuelta a un Edimburgo helado y húmedo.

Hasta aquí la historia de nuestra acontecida semana en Córcega. Como siempre, se me olvidan cosas y dejo otras de lado a propósito, para no hacer este cuento demasiado largo. Pero creo que los viajes son así. Y así son también los cuentos de los viajes. Es más lo que uno olvida que lo que retiene. Igual me alegra poder echarte el cuento. Espero que a ti te haya gustado acompañarme otra vez…

Un abrazo,
r

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