miércoles, 4 de agosto de 2010

Recordar las casas 1



Amiga,

En estos días se me ocurrió retomar la idea de recordar las casas en las que he vivido. Pero esta vez tengo ganas de pasearme por el recuerdo que me queda de cada una de ellas, con calma, como quien tiene todo el tiempo del mundo para hacer memoria. Así que respira hondo y tómate también tu tiempo para acompañarme largo.

Y no es que me haya dado la chochera de ponerme reminiscente, sino que mi hermana Renée soñó hace unos días que yo escribía la historia de la familia y que el libro se publicaba y que tenía mucho éxito. Así que ésta es mi manera de ir calentando motores para ver si de verdad, algún día, me animo a escribir algo que valga la pena con mis recuerdos. Al contrario de lo que parece, tengo muy mala memoria, pero si dibujo los lugares, a veces terminan llegando, por añadidura, las historias.

La primera casa en la que viví quedaba y queda todavía en Guanare. El pueblito llanero en el que mis padres decidieron que podía nacer su segunda hija, porque habían encontrado un médico de confianza que hipnotizaría a mi mamá para hacerla tener un parto sin dolor. Lo de la hipnosis no funcionó, por supuesto, pero yo adquirí el dudoso privilegio de nacer en el pueblo en el que vivían mis padres y mi mamá no tuvo que viajar a Caracas a dar a luz, como había hecho cuando nació mi hermana Rebeca. Esa casa en la que nací —aunque no literalmente, porque nací en un viejo hospital con nombre de prócer— sigue en pie. O al menos ahí estaba la última vez que estuve en Guanare.

Está en una cuadra que tiene cierto abolengo, porque en una esquina está la llamada “Casa Coima”, donde el mismísimo Simón Bolívar pernoctó las dos veces que pasó por el pueblo en sus idas y venidas liberando pueblos renuentes. En el otro extremo de la cuadra está la única otra casa colonial que se mantiene más o menos en pie en esa calle. Ahora es la sede del museo colonial Inés Mercedes Gómez, quien es mi tía política, hermana de mi tío Alfredo, esposo de mi tía Zoraida, hermana de mi papá. Como todos los pueblos, el mío es uno en el que todo el mundo está emparentado. O estaba, porque ya hay mucho más de dos calles y tal vez nadie pregunta, como en mi infancia, ¿y tú eres hija de quién?

En fin, basta de ficciones de abolengo. Aunque la he visto cientos de veces, no recuerdo esa casa como un lugar en el que alguna vez viví, porque era una bebé de coche cuando nos mudamos de ahí y sólo existíamos mi hermana mayor y yo. Es la casa donde fue tomada la foto que acompaña esta nota, aunque apenas se vea de ella un retazo de grama sin podar y un fragmento de pared cubierta de lajas, como las que se usaban en las casas de los años cincuenta. En la foto está mi mamá con Rebeca en las piernas y yo en el coche, de meses. La foto debe ser de 1962. Durante las muchas veces que pasé por delante de esa casa, de niña y de adulta, sabía que en un tiempo remoto mis padres habían vivido ahí, pero nunca me interesé en entrar a verla. Tal vez hoy lo haría, sólo por curiosidad arqueológica.

La segunda casa en la que viví, ahí sí con todas mis hermanas, se llamaba Nuestra Señora de la Montaña. Las casas tenían —¿todavía tienen?— nombres en nuestros pueblos y mientras más largos mejor. En esa casa vivimos menos de diez años. Ahí nacieron mis hermanas menores y esa es la casa con la que sueño cuando insisto en soñar con la infancia. De esa casa creo recordar cada detalle, pero estoy segura de que la mitad está en mi imaginación, que ha cambiado todo de lugar y de color. Recuerdo, sobre todo, el patio de ladrillos donde mi hermana Ruth se fracturó el cráneo corriendo delante de mí, chocando con una cuerda de colgar ropa y rebotando como una barajita.

Pero también tengo una imagen muy clara de los colores del piso, que era de cemento pulido y cambiaba de tono en cada cuarto. La sala era roja, el pasillo verde, los cuartos azules, el comedor amarillo ...y así. Aquel piso se lavaba y se pulía todas las semanas y nosotras a veces participábamos en la limpieza, más por la diversión que por el oficio mismo de limpiar. En una de esas jornadas de jabón y agua me caí de frente y me partí un diente. Casi veinte años después mi tío Paco, uno de los odontólogos de la familia, me hizo una corona para disimular aquel diente partido que ya se había vuelto gris y me echaba a perder la risa.

En la sala había dos ventanas de madera que daban a la calle de enfrente y otras dos -¿o era una?- que daban al otro patio, que era o había sido el estacionamiento, pero nunca, que yo recuerde, se usó para estacionar un carro, porque los carros se paraban en la calle, frente a la casa, y hasta se olvidaba uno de bajar los seguros. La sala daba a un pasillo y tenía una puerta doble que se cerraba cuando había visitas que no eran de la entera confianza o cuando no era necesario que nosotras presenciáramos la conversación de los adultos.

El pasillo comenzaba en la sala y terminaba en el comedor y a todo lo largo había puertas que daban a los distintos cuartos. La primera a la derecha era la puerta del cuarto de mis padres. Ese cuarto olía a madera, a mentol, a cuero, y como a ropa guardada en maletas. Tenía ventanas en las dos paredes que daban al porche y al patio de ladrillos. En la pared sin ventanas estaba el único closet empotrado de la casa que tenía adentro una caja fuerte que nunca se usó y un gran escaparate que teníamos prohibido jurungar, porque ahí mi papá guardaba una pistola cargada. No recuerdo los detalles del resto del cuarto, más allá de un juego de dormitorio de pesada madera oscura. Pero ahí me imagino a mi mamá durmiendo la siesta o convalesciendo de una operación de amígdalas que le hicieron una vez y de la que sólo recuerdo los cuentos, porque se habló de aquella operación por años.

La primera puerta a la izquierda del pasillo era lo que llamábamos el cuarto de huéspedes. Cuando nació mi hermana menor el cuarto fue pintado de azul y blanco, porque todos esperaban que fuera un varón. Mi papá se quedó esperándolo para el resto de la vida y la habitación volvió a ser de huéspedes en muy poco tiempo, porque mi hermana creo que nunca durmió sola en aquel cuarto en el que también había un escaparate con espejo y una vez se asomó por la ventana una vaca.

Ahí se quedaba a dormir mi tío Luis, el hermano menor de mi papá, cuando venía en diciembre, con sus cajas de triquitraquis y sus eternos cigarros, que fumaba en silencio sentado en el porche, en chores y sin camisa, por horas y horas. También en ese cuarto dormía el legendario tío de mi papá, Don Juan Salerno Melo, que se decía que había fundado junto con Rómulo Betancourt y sus seguidores el partido AD. Una leyenda de la que toda la familia Rivas se siente orgullosísima. La leyenda también cuenta que fue el tío Juan uno de los encargados de pasear a Rómulo Gallegos en aquella Semana Santa ya mítica en la que el escritor se encontró con Doña Bárbara y con su destino de contador de las historias de la tierruca.

Frente al cuarto de huéspedes estaba el baño, que yo recuerdo como el baño más grande que he tenido en la vida. La ducha estaba en una esquina y rodeándole en L estaban la poceta, el bidé y el lavamanos. Había una ventana alta que iba de un extremo al otro y tengo la vaga memoria de que las baldosas de las paredes eran azules, pero seguramente eran blancas. Había un sumidero en el piso que parecía de patio, de lo inmenso que era. En ese baño nos bañábamos en grupos de dos. Hacíamos escándalos inmensos y a mí me gustaba cantar a todo leco, usando como micrófono el palo del chupón que se usaba para destapar las cañerías.

Justo al lado del baño estaba nuestro cuarto. Me imagino que pasó por muchas etapas, pero yo lo recuerdo estático en un momento preciso, cuando todas dormíamos juntas, en tres camas, con las ventanas herméticamente cerradas y el aire acondicionado a todo dar. Mi hermana menor dormía conmigo, con la cabeza del lado contrario a la mía, y me agarraba un pie para no morirse de miedo mientras alcanzaba el sueño. Teníamos también un alto escaparate de madera y desde él nos lanzábamos a las camas en saltos mortales que por suerte nunca terminaron en tragedia. Recuerdo que había juguetes, pero no tengo memoria de olores ni de colores, sólo de la negra oscuridad en la que sufrí mis primeros insomnios.

Casi frente a la puerta de nuestro cuarto estaba el estudio de mi papá, que tuvo un lugar donde poner su escritorio en todas las casas en las que vivimos de niñas y sólo perdió ese privilegio cuando por primera vez en la vida nos mudamos a un apartamento en Caracas, en 1978. En ese estudio siempre había colgada una hamaca en la que nosotras jugábamos hasta que nos regañaban o nos castigaban. Una vez las cabulleras de la hamaca se enredaron de una esquina de la biblioteca donde había cassetes, libros y discos y todo se vino abajo en un estruendo que revolucionó toda la casa. En ese estudio se fracturó un brazo mi hermana Ruth, porque le cayó encima una de nuestras amiguitas mientras bailábamos como locas cantando las canciones de Sandro, y yo terminé de partírselo cuando intenté moverlo para demostrarle que no había pasado nada. Hasta el sol de hoy me arrepiento de aquella tortura involuntaria.

La cocina y el comedor estaban al final del pasillo. La cocina no era grande, ni tenía esos muebles empotrados que se pusieron de moda después. Había una especie de gran tablón de cemento pegado a la pared bajo la ventana que daba al fondo y ahí estaba instalado el lavaplatos y en una esquina había un filtro de cerámica que no sé si se usaba. No me acuerdo de la cocina en sí, pero sí de la nevera, porque tenía el freezer en una gran gaveta en la parte de abajo y ahí guardaba mi papá los enormes potes de helados Efe que compraba de a cinco litros, porque le encantaban los helados y a nosotras también. Me acuerdo de la nevera llena de hayacas en diciembre y de haber entrado varias veces con patines a buscar agua. Ese recuerdo es tan nítido porque con los patines me volvía alta y podía alcanzar sin esfuerzo la jarra de agua helada que estaba siempre en la última rejilla de arriba.

Del comedor me queda en la memoria una mesa grande con seis sillas y la pared del fondo, que era de ladrillitos huecos, de manera que si soplaba el viento podía entrar a la casa por esa pared. No que soplara mucho viento en Guanare a ninguna hora del día o de la noche. En ese comedor pasé tal vez las horas más largas de mi infancia. Porque, muy al contrario de lo que sucede ahora, a mí no me gustaba comer. Todos los que me recuerdan de niña dicen lo mismo de mí: que no comía. Yo apenas me acuerdo de masticar interminablemente el mismo pedazo de carne y de esconderlo después en una servilleta para seguir con el siguiente pedazo de carne con el que hacía lo mismo y así por horas. Porque mi castigo por no comer era que no podía levantarme de la mesa hasta que no dejara el plato limpio. No creo que a mí el castigo me importara mucho, la verdad. Al final tenían que dejarme ir con el plato todavía a medias, porque era tal mi terquedad que si me hubieran mantenido el castigo todavía estaría en esa misma mesa, rumiando pedazos de carne y mirando por aquella pared de ladrillos huecos.

Entre la cocina y el comedor había una puerta, también doble como la que estaba en la sala, que se abría a un espacio que en algún momento se convirtió en un corredor techado. Tengo una vaga memoria de cuando el corredor no existía y sólo había un espacio al aire libre que daba al lavadero, donde había una batea gigantesca en la que recuerdo haberme bañado alguna vez. Después de la batea estaba el baño de las señoras que entonces llamábamos, sin pudor, sirvientas y que hoy nos suena tan feo. Me acuerdo del olor de ese baño como si lo estuviera oliendo hoy, pero no sé describirlo. Era un olor como a agua estancada y verde.

Cuando construyeron el corredor, la casa creció hacia afuera. El piso era rojo y había banquitos de ladrillo para sentarse y alcayatas donde se podían colgar hamacas, dos o tres al menos. En ese corredor tuvimos dos loros en una jaula que gritaban felices cuando llovía y decían hola a todo el que se asomara. El pasillo terminaba en una media pared, también de ladrillos, donde nos gustaba subirnos para vigilar el terreno vacío y lleno de monte que estaba atrás. Desde el corredor se podía ir al patio donde nosotras pasábamos gran parte del tiempo jugando, cuando el sol no nos achicharraba.

El patio tenía una jardinera en el fondo, más alta que el piso, por donde nos subíamos a mirar a la casa de al lado. En aquella casa vivieron durante mucho tiempo algunos amigos de la familia y en ese patio vecino aprendí a montar bicicleta sin rueditas. Pero lo más importante que sucedió en esa jardinera que nos servía de balcón para mirar al otro lado fue que mi hermana Ruth —¿cuándo no?— se enganchó en uno de los parales que sostenían la cerca que dividía las dos casas y se abrió la piel de la rodilla hasta que se le vio el hueso pelado. Es una imagen que recuerdo como si fuera hoy.

Ese patio comunicaba con el frente, con el porche donde hacíamos representaciones teatrales subiendo y bajando una vieja persiana destartalada. El porche tenía unos escalones que bajaban a la pequeña pared blanca que sostenía una reja baja que creo recordar que era azul. En ese pequeño patio de enfrente había una mata de limón que olía delicioso y otro árbol que tal vez era una acacia, porque daba unas flores encendidas en algún momento del año. Todas las semanas se enceraba de rojo ese porche y se pulía con una viejísima pulidora General Electric que una vez me agarró un dedo del pie y me hizo perder la uña. Cada vez que llovía había que recordarle a todo el mundo que el piso estaba resbaloso. Y aún así, cuando llovía y había visitas, alguien terminaba de platanazos en el piso de la escalera.

Más allá de la acacia estaba el portón del estacionamiento y una hilera de árboles que marcaban el final del patio. Entre esos árboles había una mata de mango, pero no recuerdo los demás. Al final del estacionamiento, que nunca se usaba, había un cuarto, que se comunicaba por dentro con el estudio, donde dormían las muchachas que trabajaban en la casa.

El lugar original se suponía que era el garage, por eso no había pared sino una reja metálica que daba directo al patio. Recuerdo el inmenso tabique de cartón piedra que tapaba la vista por dentro de aquella reja y protegía el cuarto de las sirvientas de la intemperie. Esa reja nunca se abría y sólo se podía entrar al viejo garage por dentro, pasando el estudio. También me acuerdo del olor de aquel cuarto como si lo estuviera sintiendo hoy. Olía a trapos mojados y a paquetes olvidados, olía a cartones viejos y a velas apagadas, olía a tablas húmedas y a jergones oxidados. A veces olía también a jabón de lavar y a cloro.

Las muchachas de servicio tenían que convivir en ese espacio alto y cuadrado, sin más ventilación que la que entraba por la reja que daba al patio, con todos los cachivaches de la casa. Había maletas y ropa de viaje, juegos de sábanas, manteles y toallas, que no se sabía muy bien si seguían en uso. Había cajas de cosas que no recuerdo. Lo que sí recuerdo con claridad son las cajas de bacinillas de peltre que mi papá compró una vez para que sirvieran como platos hondos. Las bacinillas se mantenían impecables y a nadie se le ocurrió nunca usarlas para lo que fueron hechas. Pero cuando se sacaban de las cajas y se les hacía formar parte de la vajilla daba risa ver a las señoras encopetadas sostener con la mayor elegancia posible el sancocho que tenían que comerse en aquel perol escatológico, sólo porque a mi papá le parecía divertido.

A pesar de las bacinillas, el cuarto de atrás era para mí el rincón donde vivía lo desconocido y el miedo. Porque ahí estaba el retrato de las ánimas del purgatorio, que las sirvientas mantenían pegado de un clavo. En ese cuarto escuchamos todas las historias de muertos y aparecidos que nos asustarían por el resto de la vida. Pero también las primeras historias de encuentros amorosos y decepciones sentimentales que nos contaban las muchachas de servicio sin que nuestros padres tuvieran la menor idea. Una de esas historias era la de los amores clandestinos de Sofía con José.

Joseíto, como le decían todos, era el hijo de mi madrina Alcira. Vivía en la casa de enfrente, donde nosotras entrábamos y salíamos como Pedro por su casa. Era el menor de los Villanueva, aunque para nosotras era una gente grande. Tendría, no sé, unos trece o catorce años cuando el cuento de los furtivos amores con Sofía, que en realidad nunca pasaron a mayores. Parece que Sofía le permitía de vez en cuando que le diera unos besos en la oscuridad del porche, cuando todo el mundo se había dormido y nadie podía sospechar que el vecino se escapaba a besuquearse con la muchacha de servicio de la casa de enfrente.

No sé cuántas escapadas hizo Joseíto en la alta madrugada para encontrarse con Sofía. Lo que sí recuerdo es que me pareció la cosa más arriesgada que había escuchado en mi cortísima existencia. A fin de cuentas, las ventanas del cuarto de mis padres daban directamente al porche y hubiera resultado mucho más simple besuquearse en el patio o en el garage. Pero en realidad lo que más recuerdo es la cara de Sofía contándonos por qué se había terminado todo.

En una de esas noches en las que Joseíto y Sofía repasaban a tientas los mismos movimientos ya aprendidos, tratando de que no se les escapara ningún suspiro delator, el joven entusiasmado hizo un rápido movimiento que causó el espanto inmediato. Con una mano ávida desabrochó la blusa y alcanzó a atrapar un seno tibio por debajo de las telas. Sofía dio un salto y estuvo a punto de pegar un grito. Pero su instinto de supervivencia pudo más y se limitó a entrar en volandas en la casa, cerrándose la blusa y convencida de que el juego había ido esta vez demasiado lejos. Estábamos, tal vez, en 1968, pero la revolución cultural no había llegado todavía a Guanare.

Cuando nos contó esta historia, Sofía era casi una niña y seguramente, igual que nosotras, no sabía muy bien en qué punto exacto del juego amoroso comenzaba el peligro de quedar embarazada. Por eso prefería ir sobre seguro y cortar por lo sano. Después de eso, Joseíto se cansó de esperarla en el porche, quién sabe si hasta el último de los días que vivimos en Nuestra Señora de la Montaña.

Hasta aquí la historia de las primeras dos casas. La próxima casa se llamaba La Rivasón. Pero ese cuento te lo guardo para otro día.

Cariños muchos,
r

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