Amiga,
Hoy se celebran los cien años del nacimiento de Juan Carlos Onetti. Durante un largo tiempo elegí a Onetti como mi autor favorito. No porque lo fuera de manera absoluta −nunca he tenido un solo autor favorito− sino porque era una respuesta corta y simple que me permitía salir del paso cuando se me hacía la inevitable pregunta. Y porque era mi manera de decir que en lugar de las historias fantásticas del llamado realismo mágico, prefería −y prefiero− las historias duras, descarnadas, con finales abruptos y sin falsas esperanzas.
Eso era Onetti para mí en los años ochenta, cuando los adolescentes seguían leyendo a García Márquez y los que pasábamos los veinte años estábamos hartos de hombres con alas, vírgenes voladoras y aguaceros eternos. El tiempo pasa y uno termina reconciliándose con las lecturas de la adolescencia. Pero incluso hoy, cuando puedo volver a leer los productos del realismo mágico con indulgencia, Onetti sigue siendo para mí la cara más entera y más digna del llamado boom.
Es cierto que sus mujeres-objeto son insoportables. Es verdad que sus hombres orgullosos, llenos de vicios, incapaces de amar, violadores y machistas, están lejos de resultar atractivos. Es verdad que sus pueblos desolados, sus habitaciones vacías y sus bares pringosos producen un estado de angustia difícil de asimilar. Pero no hay duda de que aún hoy queda en pie su forma de narrar, su manera de construir mundos completos, como se decía antes. Universos autónomos en los que, sin embargo, caben todas nuestras angustias y la soledad entera del íngrimo ser humano.
Cuando leemos a Onetti nos sentimos más miserables. Pero cuando descubrimos sus trucos, los mecanismos ingeniosos de producción de su ficción, el modo como un texto existe dentro de otro y da pie para que se cuele otro texto más en una grieta, entonces dejamos de ser miserables para volvernos cómplices. Porque leer a Onetti es como pertenecer a una sociedad secreta: la de los descubridores de Santa María.
Pero hay algo más. Los textos de Onetti me recuerdan hoy un tiempo en el que creía en muchas cosas en las que he dejado de creer. Imágenes que se me desdibujan pero que son como una música vieja. Un sonido que atraviesa recuerdos de largas conversaciones en cafetines siempre medio vacíos, risas que rebotan en pasillos techados, confesiones hechas en bancos y aceras, paseos silenciosos por Tierra de Nadie, largas colas para entrar a un concierto en el Aula Magna...
A propósito de estos cien años se están preparando homenajes y eventos varios. Entre otros la publicación de sus obras completas, incluyendo los textos periodísticos que siguen dispersos por ahí. Por mi parte, modestamente, no creo que pueda hacerle a Onetti un mejor homenaje en los cien años de su nacimiento que reproducir aquí al menos un par de páginas de su texto fundador, La vida breve. La novela en la que nace Santa María, el pueblo de sus mejores ficciones, y Díaz Grey, uno de sus más entrañables personajes.
La vida breve (fragmento)
Había sentido crecer contra mi mano la humedad de su frente, mientras pensaba en el argumento para cine del que me había hablado Julio Stein, evocaba a Julio sonriéndome y golpeándome un brazo, asegurándome que muy pronto me alejaría de la pobreza como de una amante envejecida, convenciéndome de que yo deseaba hacerlo. “No llores ⎯pensaba⎯, no estés triste. Para mí es todo lo mismo, nada cambió. No estoy seguro todavía, pero creo que lo tengo, una idea apenas, pero a Julio le va a gustar. Hay un viejo, un médico que vende morfina. Todo tiene que partir de ahí, de él. Tal vez no sea viejo, pero está cansado, seco. Cuando estés mejor me pondré a escribir. Una semana o dos, no más. No llores, no estés triste. Veo una mujer que aparece de golpe en el consultorio médico. El médico vive en Santa María, junto al río. Sólo una vez estuve allí, un día apenas, en verano; pero recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con que llegaba la balza por el río. Sé que hay junto a la ciudad una colonia suiza. El médico vive allí, y de golpe entra una mujer en el consultorio.
(…)
Estaba, un poco enloquecido, jugando con la ampolla, sintiendo mi necesidad creciente de imaginar y acercarme a un borroso médico de cuarenta años, habitante lacónico y desesperanzado de una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores suizos, Santa María, porque yo había sido feliz allí, años antes, durante veinticuatro horas y sin motivo. Este médico debía poseer un pasado tal vez decisivo y explicatorio, que a mí no me interesaba; la resolución fanática, no basada en moral ni dogma, de cortarse una mano antes de provocar un aborto; debía usar anteojos gruesos, tener un cuerpo pequeño como el mío, el pelo escaso y de un rubio que confundía las canas; este médico debía moverse en un consultorio donde las vitrinas, los instrumentos y los frascos opacos ocupaban un lugar subalterno. Un consultorio que tenía un rincón cubierto por un biombo; detrás de ese biombo, un espejo de calidad asombrosamente buena y una percha niquelada que daba a los pacientes la impresión de no haber sido usada nunca. Yo veía, definitivamente, las dos grandes ventanas sobre la plaza: coches, iglesia, club, cooperativa, farmacia, confitería, estatua, árboles, niños oscuros y descalzos, hombres rubios apresurados; sobre repentinas soledades, siestas y algunas noches de cielo lechoso en las que se extendía la música del piano del conservatorio. En el rincón opuesto al que ocupaba el biombo había un ancho escritorio en desorden, y allí comenzaba una estantería con un millar de libros sobre medicina, psicología, marxismo y filatelia. Pero no me interesaba el pasado del médico, su vida anterior a su llegada, el año anterior, a la ciudad de provincias, Santa María.
No tenía nada más que el médico, al que llamé Díaz Grey, y la idea de la mujer que entraba una mañana, cerca del mediodía, en el consultorio y se deslizaba detrás del biombo para desnudarse el torso, sonriendo, mientras se examinaba maquinalmente la dentadura en el inmaculado espejo del rincón. Por alguna causa que yo ignoraba aún, el médico no estaba en aquel momento con el guardapolvo puesto; tenía un traje gris, nuevo, y se estiraba los calcetines de seda negra sobre los huesos de los tobillos mientras esperaba que la mujer saliera de atrás del biombo. Tenía también a la mujer y pensé que para siempre. La vi avanzar en el consultorio, seria, haciendo oscilar apenas, un medallón con una fotografía, entre los dos pechos, demasiado pequeños para su corpulencia y la vieja seguridad que reflejaba su cara. La mujer se detuvo de pronto, alargó una sonrisa en los labios; despreocupada y paciente, alzó los hombros. Por un instante, la cara sosegada se dirigió con curiosidad hacia el médico. Después, la mujer volvió los talones y retrocedió sin apuro hasta desaparecer en el rincón del espejo, de donde saldría casi enseguida, vestida y desafiante.
Hasta aquí La vida breve.
Espero que estas líneas te traigan tantos recuerdos como a mí. Memorias de otros tiempos en los que la complicidad parecía una razón suficiente para andar juntos y la precariedad de los sueños que teníamos no nos asustaba. Un tiempo en el que no nos avergonzaba ser –a veces, muy pocas- algo solemnes.
Te abrazo nostálgica,
r
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