Amiga,
Ya no sé a dónde se me va el tiempo. O más bien sí. Se me han ido
casi tres meses metida de cabeza en la traducción de un libro. Lo
disfruté mucho, pero en el proceso me di cuenta de que hay una
definición muy clara de lo que es entrar en la "edad madura":
es esa época de la vida en la que no puedes hacer varias cosas a la
vez. Será por eso que se dice que envejecer es volver a ser niños.
El caso es que estoy regresando de ese largo viaje por un libro que
era de otra persona y que ahora es también un poco mío. Y me cuesta
concentrarme otra vez en mis propios pensamientos, en mis propias
palabras, en los sonidos que no me resultan ajenos. Es un regreso a
tientas. Y para ayudarme a volver estoy entregada a escuchar y ver a
otros autores hablar sobre sus obras en la feria del libro de Edimburgo.
Creo que lo he dicho en este blog nuestro antes, el culto a los
autores y a sus obras me parece una de esas prácticas destinadas a
desaparecer. Y, sin embargo, cada vez que entro a la plaza en la que
se celebra la feria del libro me pregunto si de lo que se trata es de
una nueva forma de celebridad, muy lejana a la que perseguía –por
ejemplo– a Dickens. En esta encarnación del culto a los sacerdotes
de la letra el libro es lo de menos. La mercancía que se vende es
más bien una forma de contacto, de conexión: la experiencia de
estar en presencia de los hacedores de otros mundos. Mundos que se
compran y se venden.
Cuando entras al café donde se reúnen los que son y los que están,
todo el mundo te mira para ver si eres o no una celebridad. Como se
trata de una cultura que presume de alternativa, sus cultores no se
diferencian de la "gente común." Jackie Kay, la más
celebrada poeta escocesa, se parece a cualquier señora a punto de
retirarse que se asoma a los estantes de la librería a ver qué
novedades hay. Así que es necesario mirar dos veces a todo el que te
pasa por al lado, porque en cualquier instante puedes entrar en
contacto directo con la celebridad. Y ante ese contacto la clave es
siempre la misma: permanecer impasible.
Sólo en un lugar se permite una muestra mínima de emoción, un
rubor, una risita nerviosa: cuando después de una larga y lenta fila
te toca extenderle a tu autor favorito el libro que quieres que te
firme. Ahí se te permite descomponerte un poco. Después no. Cuando
sales de la fila y te desprendes con reticencia del contacto con la
celebridad, te toca recomponer las facciones y salir de allí como si
no hubieras sido bendecido por la gracia de respirar el mismo aire
que tus dioses.
Ayer, mientras esperaba que un joven miope preparara con meticulosa
lentitud mi café con leche descafeinado, estuve observando a los que
se acercaban a Jackie Kay para pedirle que estampara su firma de
alguno de sus libros. Ella conversaba con todos con un entusiasmo
envidiable. Los que venían a rogar la venia de su nombre la miraban
con una mezcla de admiración ilimitada y contención impuesta. Lo
que me pareció más interesante fue que, una vez superado el trámite
de la firma, los reverentes lectores volvían al mundo real sin poder
expresar su entusiasmo.
Casi todos andaban solos, así que no tenían de inmediato a quién
contarle su hazaña. Los que iban acompañados se limitaban a mirarse
y compartir una sonrisa tímida. La sonrisa del que acaba de hacer
una travesura y no puede hacer alarde de ella. Mientras los miraba
llegar frente a su ídolo, extender el libro, intercambiar palabras,
esperar en pose recatada y salir, me acordé de mis propias
incursiones en las filas de los reverentes.
Hace un par de años le declaré mi amor incondicional a Junot Díaz
y mi admiración agradecida a Andrés Neuman, siguiendo la misma
danza de los que hoy se rendían frente a Jackie Kay. Con una
diferencia, yo hablé con mis autores en español, un poco a los
gritos –aunque me apene admitirlo–, y hasta me atreví a abrazar
a Junot Díaz y a darle un beso a Neuman. Nada de contenciones.
Ahora soy más vieja y más sabia. Ya no hago colas para que me
firmen libros. Me limito a entrar con discreción en las salas en las
que los escritores hablan de sus obras y a sentarme en un rincón
oscuro a escuchar y mirar. Mis pretensiones no van más allá de las
del visitante incrédulo que observa sin ninguna emoción particular
el modo como los vitrales reflejan la luz en una solemne catedral
gótica.
Y recuerdo. Porque esa es ya la única otra cosa que puedo hacer al
mismo tiempo que otra. Recordar. Me acuerdo del tiempo en el que esa
danza también tenía sentido para mí. Pero es un recuerdo despojado
de nostalgia.
Cuando regreso a casa abro el libro que estoy leyendo en mi lector
electrónico y sonrío. Porque he mirado en un mismo día el pasado y
el futuro.
Te mando un abrazo antiguo como un libro,
r
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