Amiga,
Me da una pena horrible hablar de otra
cosa que no sea el drama de la tierruca en este momento en el que ya
no se sabe muy bien en qué acabará todo por allá. Pero la vida
sigue, qué le vamos a hacer. No puede uno quedarse en vilo para
siempre. Hay que pasar páginas, mirar a los lados, leer, escribir,
seguir viviendo.
El sábado pasado hizo un tiempo hermoso
y nos fuimos a las tierras altas a ver si yo era capaz de subir mi
primer munro. Los munros son montañas de más de novecientos y
tantos metros que los caminantes coleccionan, subiéndolos uno a uno
o en largas jornadas en las que se hacen varias cumbres, hasta completar los doscientos ochenta y dos que están
registrados hasta ahora. Lyo los ha estado coleccionando desde hace
ya tiempo y hace un par de semanas se me ocurrió decirle que tal vez
un día, cuando subiera uno facilito y cerca de casa, yo lo iba a
acompañar para ver si llegaba arriba.
Lyo se toma todo al pie de la letra,
como buen matemático, y en lo que vio que iba a hacer buen tiempo el
fin de semana me dijo que ya sabía cuál era el munro perfecto para
mí y que nos fuéramos a subirlo sin demasiadas preparaciones ni
aspavientos. Él había hecho cinco munros la semana pasada, cuatro de
ellos de un solo golpe. Entre esos estaba el mío: Carn Gorm, que
significa montaña azul.
Preparamos agua y comida y salimos de
casa a las nueve de la mañana, bastante tarde para los entándares
del montañista de la casa que sale a primera hora cada vez que se va
a coleccionar munros. Llegamos al pie de la montaña a las once y
media. Estacionamos el carro en la entrada de una granja, un poco
fuera de la zona permitida, porque había ya unos cuantos montañistas
en camino que habían ocupado los puestos oficiales del mínimo
estacionamiento. Nos comimos unas frutas antes de arrancar, tomamos agua, ajustamos los bastones y nos lanzamos a la montaña.
Para llegar al pie del Carn Gorm hay que entrar por una granja
a la orilla de la carretera y después de pasar dos cercas altas hay
que caminar por un sendero pedregoso que parece el lecho seco de un
río. El sendero se adentra por un bosque de pinos y luego
sube pelado por las primeras laderas. El clima era perfecto, con un viento apenas
frío y sol radiante. Así que la primera hora apenas la sentí,
aunque cada vez que arreciaba la subida tenía que pararme a agarrar
aire. Lyo iba fresco, como quien sale a pasear un rato por el parque.
El camino pedregoso va bordeando una
quebrada con saltos de agua y hondos pozos, que se llama Invervar
Burn, en la que Lyo se había bañado el miércoles anterior. El
ascenso verdadero comienza cuando se cruza esa quebrada a través de
un puente bastante precario, que se tambalea de arriba a abajo, y que
hay que pasar de uno en uno para que no se caiga. Más allá del
puente se puede ver un tupido bosque de pinos bordeado por una cerca.
Cuando la sombra de los pinos se acaba aparece la montaña entera,
con sus tres jorobas y sus parches de nieve. Y más allá las otras
tres montañas que forman una herradura que mira al Glen Lyon: Meall
Garbh, Carn Mairg y Creag Mhor. Todos nombres que parecen salidos de
las sagas arturianas. (Si quieres escuchar cómo se pronuncian esos sonidos imposibles, entra aquí)
Durante largo rato se camina sobre un
terreno esponjoso que aquí llaman bog y que es como un musgo
gigante empapado del agua de la nieve que se ha estado derritiendo
por semanas. Sobre ese musgo empantanado es una bendición tener
zapatos a prueba de agua, aunque envidié largo y tendido las botas
de montaña que estaba usando Lyo y que tenían una enorme ventaja
sobre mis pobres zapatos de caminar por lo llano. Sobre el bog no hay
camino y hay que ir tanteando con el bastón para decidir dónde hay
menos agua. Hay que pisar sobre los mogotes más altos y tratar de no
meter el pie en ningún pozo invisible en el que uno pueda terminar hundido hasta la rodilla.
Cuando llegamos a la primera subida
realmente empinada seguimos el sendero que han usado miles de
caminantes desde hace más de un siglo, como si subiéramos por una
larga escalera de piedra. Me paré varias veces a descansar y a mirar
el inmenso panorama de montañas que se abría por los cuatro
costados del mundo. Me sentía como un personaje de El señor de
los anillos, aunque con un ánimo mucho menos heroico. A cada
paso que daba sólo pensaba en dos cosas: que tenía que administrar
las fuerzas si quería llegar a la cumbre sin desmayarme; y que todo
lo que estaba subiendo lo iba a tener que bajar otra vez.
Después de la primera subida viene una
especie de breve meseta casi plana y luego una subida tan empinada
como la anterior pero más corta. Luego hay otro plano y después
viene el tramo final que es ya el que sube a la cumbre. En estos dos
últimos tramos había largos parches de nieve. Subimos por uno y
evadimos el otro. Caminar sobre nieve es bastante cansón en lo
plano, así que te puedes imaginar lo difícil que es en subida. Lyo me iba animando, contándome la altura a la que íbamos y describiendo el camino que teníamos todavía por delante. En
el tramo final ya no había agua ni nieve, sólo un sendero de piedras
en zig zag y un viento helado que arreciaba a medida que subíamos.
Llegamos a la cumbre, que está a 1029
metros de altura, tres horas y media después de haber comenzado a
subir. Gritamos de alegría, saltamos y bailamos. Miramos largo y
lejos el espectáculo generoso de las highlands en pleno sol y
a cielo despejado. Lyo me fue señalando los nombres de las montañas más altas de la cual sólo recuerdo el Ben Nevis, porque es la más alta de toda la Gran Bretaña.
Seguimos el ritual de los montañistas: dar
gracias por haber hecho cumbre y poner una piedra en el punto más alto para sumarla a
las otras muchas piedras que han puesto ahí otros caminantes. Yo
agregué mi rito particular: recoger una piedra del pico y traérmela
de recuerdo. Tomamos fotos y filmamos videos. Pero, como hay dos
picos marcados porque parece que los caminantes no se han puesto de
acuerdo de cuál es exactamente el punto más alto, caminamos hasta el otro
cerro de piedras que está unos metros más allá y repetimos todo de nuevo. Después de ofrecer nuestros respetos a la montaña, comenzamos el descenso.
Llegamos a un punto en el que el viento
pegaba con menos fuerza y ahí nos sentamos a comer algo, tomarnos un
tecito con leche, orinar y recuperar el aliento. Como era de esperar,
el regreso se hizo mucho más fácil. No sólo porque la euforia de
haber llegado a lo más alto se te queda como pegada en el ánimo, sino
también porque uno va a una mejor velocidad y porque los músculos que
usas para bajar no son los mismos adoloridos músculos que estabas
usando para subir y que ya no te daban para más.
Avanzamos bien durante la primera hora. Yo iba
tratando siempre de pisar con cuidado para no tropezarme y
torcerme un tobillo. Bajamos sobre un tramo largo de nieve. Yo
iba siguiendo las huellas que dejaba Lyo, clavando los
talones primero como él me había enseñado, pero al mismo tiempo intentando que no me entrara la
nieve en los zapatos. En ese momento volví a envidiar las botas
montañeras y me prometí comprarme unas, como premio por mi hazaña
del día, si es que llegaba abajo sana y salva. Cuando el bosque de
pinos se veía ya cerca sentí el primer cansancio de la bajada. Las
piernas me temblaban si me paraba más de tres segundos. Pero había
que pararse al menos a tomar agua.
Me pareció increíble volver a cruzar
el puente sobre la quebrada y comenté que éramos otros ya los que
estábamos de regreso. Lo dije en serio. Nada te hace sentir tan
diferente como una larga caminata en la que te pruebas a ti misma que
puedes llegar a una meta. Sobre todo cuando la meta es el pico de una
montaña de más de mil metros de altura.
La última hora se me hizo larga.
Eterna. Las rodillas me dolían y empecé a sentir punzadas en
músculos que parecía que no había usado nunca. Mientras más
bajábamos más se me alborotaba el hambre. Eran ya pasadas las
cuatro y media de la tarde cuando llegamos a lo plano. Lyo me mostró
el pozo donde se había bañado la vez anterior, pero el sol ya
estaba bajito y además de hambre empezaba a hacer frío, así que
dejamos el chapuzón para una próxima vez, tal vez este verano.
Al llegar a la carretera ya no podíamos
pensar en otra cosa que en el almuerzo. Lyo había visto en el camino
un restaurant que le había parecido que tenía buena pinta. Para
allá nos fuimos. Pasamos de largo de ida y tuvimos que regresarnos
en el pueblito más cercano que se llama Aberfeldy. Pero valió la
pena. Tal vez fue el hambre o la euforia de haber subido mi primer
munro, el caso es que fue uno de los almuerzos más ricos que he
comido en años: un enorme sirloin steak con papas fritas!
No tengo ambiciones ni esperanzas de
subir todos los munros que hay. Pero, uno a la vez, tal vez llegue a
una cifra decente. Mi primera meta es hacer los diez más fáciles.
Tal vez lo logre antes de cumplir los sesenta.
Ya te iré contando.
Te mando un abrazo azul como una
montaña,
r
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