Amiga,
Desde hace ya más de un mes, cuando abro los ojos en la mañana lo
primero que hago es bajar un periódico de la tierruca para ver los
titulares. Desayuno escuchando el noticiero en la radio de allá.
Cuando me siento en mi escritorio con la idea de trabajar, lo que en
realidad hago es entrar a las redes sociales a ver qué noticias
están circulando. Me digo a mí misma que sólo voy a leer los
comentarios y las noticias por un rato, pero termino enganchada en
las distintas polémicas y saltando de un texto a otro y, de pronto,
sin darme cuenta, se me ha hecho mediodía y no he avanzado una línea
en la traducción que tengo pendiente. Menos que menos he podido
escribir más de un par de páginas de una novela que sucede en
Venezuela y que tal vez ya no sea capaz de terminar.
Porque ¿cómo voy a escribir de manera convincente sobre un país
que he dejado de comprender? Esa pregunta me ha estado dando vueltas
durante todo este mes de parálisis y expectativas crecientes. Pero
se disparó a extremos angustiantes cuando leí un texto de Rodrigo Blanco Calderón donde contaba algunas de las conversaciones que ha
tenido con los jóvenes guarimberos de Altamira. En ese texto se me
hizo evidente la distancia que me separa de mi país. No se trata
sólo de una distancia física, del océano inmenso, de latitudes y
longitudes. Se trata más que todo de un abismo de percepción. Los
jóvenes que hoy protestan en Venezuela viven en un universo que me resulta francamente ajeno.
Esos jóvenes crecieron viendo a su alrededor un modo de
hacer política que no responde a la dinámica democrática en
ninguna de sus formas. Para ellos el debate de ideas no existe. No
existen los partidos políticos ni los planes a mediano o a largo
plazo. Las instituciones que deberían garantizar los derechos
ciudadanos no forman parte de su realidad. Lo que cuenta es lo que ven –o no ven– en
los medios y lo que ellos son capaces de hacer directamente en su
entorno más inmediato. Por eso, la política que son capaces de concebir se reduce a impulsos
voluntaristas e individuales. Se trata de un imaginario muy parecido
a la famosa serie de HBO, Juego de Tronos: a rey muerto rey puesto; y
el rey que queda en pie es el que se atreve primero a alargar la mano
y tomar el poder. Los medios que se utilicen para alcanzar el poder o
conservarlo no son relevantes.
Esa es la razón por la que, en las pocas oportunidades en las que he
escuchado directamente hablar a los estudiantes y a los jóvenes que
están participando en las protestas, las preguntas se me han
multiplicado. Comparto plenamente sus reivindicaciones inmediatas:
que liberen a los jóvenes presos, que se castigue a los responsables
de los asesinatos, las torturas y los malos tratos. Pero a partir de
allí la enumeración se me atasca en el alma, se me engatilla en el
pecho. No he escuchado a uno sólo de los jóvenes líderes poner
entre las prioridades de la cada vez más larga lista de peticiones
la renovación de las instituciones encargadas de impartir justicia,
de contar los votos, de aprobar y hacer cumplir las leyes o
representar a las minorías, sean quienes sean.
Es verdad que estas demandas están en la lista. Pero están perdidas
en la tramoya de otras tantas demandas inmediatistas y no parecen ser
prioridad para nadie. Y cada vez que oigo a uno de estos jóvenes
insistir en que quieren libertad, vivir en un país mejor, andar de
noche por la calle sin miedo a ser asaltados, no tener que hacer cola
para comprar pan o papel sanitario, me pregunto en voz alta ¿y el
Consejo Nacional Electoral? ¿y la Corte Suprema de Justicia? ¿y
PDVSA? ¿y el Banco Central de Venezuela? ¿y como sea que se llame
ahora el organismo encargado de nuestros papeles de identificación?
Y la lista se me agranda junto con la angustia por el futuro. Porque en el discurso
de los líderes de las protestas la palabra democracia no aparece con
el énfasis y la frecuencia que debería.
No es casualidad que en Juego de Tronos el poder esté representado
por una silla hecha con las armas con las que se han enfrentado los
aspirantes al trono. Es una imagen poderosa: la representación más
elocuente de una manera de hacer política basada en la violencia. Es
también una imagen que evoca la guerra como telón de fondo, que es
la forma más inmediatista de resolver las diferencias, es decir, de
hacer política. Tampoco es casualidad que en ese trono sólo se
sienten hombres. El imaginario bélico está siempre construido desde
la perspectiva del macho que se imagina solo sobre la faz de la
tierra, victorioso, sentado sobre los cadáveres de sus enemigos.
En estos días me ha dado por pensar que un trono como ese podría
construirse con los restos de las barricadas, con los escombros que
se han utilizado para cerrar avenidas y trancar calles. El líder que
pretenda sentarse eventualmente en ese trono, cuando este motín
multitudinario se termine, tendrá allí el símbolo del país que le
va a tocar gobernar. Un país hecho de ruinas, de restos dispersos y discontinuos de lo que
antes fue.
Ojalá que ese futuro gobernante sepa usar ese símbolo para evitar
caer en el mismo error que sus adversarios y no para perpetuar la
destrucción y la violencia en un infinito juego de tronos.
Te mando un abrazo aterrado,
r
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