Amiga,
Ha nevado un par de veces entre ayer y hoy. El clima frío es perfecto como excusa para quedarse en casa. Me
siento desde la mañana en mi mesa y escribo hasta que me duele la mano derecha. He
descubierto que si escribo a mano me concentro más. Después paso
todo en limpio en mi laptop y doy por terminado el día. Pero es
justo en esa hora incierta de la tarde en la que ya no puedo pensar
en nada más que se me ocurre imaginarme cómo sería mi vida si fuera
una pesona normal, con un trabajo de horario y sueldo fijo. Entonces
me da por imaginarme oficios.
Uno de los oficios que me vienen a la mente con más frecuencia es el
de cajera de supermercado. Siempre he creído que si uno trabaja en
algo totalmente mecánico, como pasar alimentos por un lector que va
sumando por su cuenta el precio de cada producto, a uno le sobraría
el tiempo para imaginar un mundo otro. Y a veces he dicho que ese es
un oficio que yo podría ejercer sin ningún problema. Mi imaginación
estaría trabajando a toda máquina mientras sonrío de manera
ausente, saludo, doy las gracias, deseo buenos días o buenas noches.
Y así, el día entero bajo el bip-bip que hace la máquina que lee
el código de cada cosa y al final vomita un resultado.
En un país como este se puede vivir de un oficio así. Al menos esa
es la conclusión que he sacado al ver a las señoras y a las
jovencitas que trabajan en los grandes supermercados y que andan de
punta en blanco, maquilladas y peinadas, y debajo del uniforme lucen
ropas a la moda con zapatos altos. Siempre las observo tratando de
imaginar cómo me comportaría yo si estuviera en su lugar. Miro sus
manos, estudio el modo como se sientan en esas sillas bajitas o se
mantienen paradas para poder moverse con más soltura. Algunas
parecen instaladas para siempre allí. Otras están claramente de
paso. Yo me imagino que si estuviera en su lugar también pensaría
que estoy de paso.
En esas andaba en estos días cuando me encontré una columna en TheGuardian en la que una cajera, supuesta lectora del
periódico, contaba cómo veía a los clientes que le pasaban por
delante todos los días. Por puro amor a las coincidencias traduzco,
o más bien versiono, el texto completo:
Por supuesto que te juzgo por lo que compras. Es la única
diversión que tengo. Mi trabajo no me demanda mucho en términos
intelectuales –la máquina saca todas las cuentas– y llega un
momento en que se vuelve mecánico. Tener la misma conversación una
y otra vez te desgasta muy rápido.
Llega un momento en que comienzas a clasificar a los clientes en
distintos tipos. La madre apurada que alimenta a los niños mientras
hace la compra y después me da los paquetes vacíos para que los
pase por el escaner. La dulce pareja de ancianos que cuidadosamente
empaca la comida para el gato y los pastelitos de higos. La mujer en
traje de oficina que compra una botella de vodka barata y luego la
esconde en el bolso.
A veces le doy rienda suelta al Sherlock Holmes que llevo adentro.
¿Ojeras, pañales y aspirinas? Bebé recién nacido. ¿Galletas de
arroz y espinacas? La dieta estricta comienza mañana. A veces te
sientes apenado porque estás comprando laxantes o pañales para
adultos incontinentes. Pero a mí eso no me asombra ni me molesta.
Las señoras mayores son de lo más amables y conversadoras, pero
a veces me ponen los pelos de punta si veo crecer la cola mientras
ellas cuentan los centavos uno por uno. La mayoría de las veces
respiro hondo y las trato como trataría a mi propia abuela. No me
molesta que la gente siga hablando por el celular mientras yo proceso
lo que están comprando, pero me parece de muy mala educación. Y
nada me hace sentir más deprimida que ver a un cliente enarbolando
una docena de cupones de descuento.
La gente cree que somos idiotas. Pero el hecho es que estudio
historia en la universidad, aunque eso es irrelevante. Ni mis colegas
ni yo somos estúpidos. Y no merecemos que nos miren con desprecio.
Hasta aquí el texto de la cajera del supermercado. Las últimas dos
líneas se me antojan como una contribución de última hora de parte
de algún bien intencionado editor, de esos que tienen mala
conciencia porque hablan por teléfono mientras hacen la compra. Todo
lo demás me suena más o menos auténtico. Al menos así es como me
imagino que vería yo a los hipotéticos clientes que me pasaran por
delante si yo trabajara como cajera de supermercado. Con una
diferencia: me importaría bien poco si alguien me mirara como si yo
fuera menos. La gracia estaría precisamente ahí. En sobrevivir
entre las grietas. En mirar hacia afuera desde un agujero casi
invisible.
Pero esto no es para mí más que un oficio imaginario. La realidad
es seguramente otra cosa.
Te mando un abrazo hipotético,
r
1 comentario:
Amiga, me permito copiar aquí el comentario que me hiciste por email, porque creo que vale la pena compartirlo con nuestros lectores:
"Esto de los oficios me trae a la memoria un poema de A. Barrera Tyszka, Los gansos y los poetas:I. Rosa Luxemburgo confesó que la historia está llena de equivocaciones, que ella hubiera sido feliz cuidando gansos. Simple: cuidando gansos. II. Sin duda alguna, Rosa Luxemburgo jamás cuidó gansos. "
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