Amiga,
Esta semana estuve en una conferencia en Durham en la que escuché
–nada más y nada menos que– a Gayatri Chakravorty Spivak
disertar sobre educación, ética, desarrollo y democracia. Spivak es
una de mis heroínas culturales y cada vez me quedan menos en el
mundo académico. Así que cuando mi amiga Marcela me avisó que la
gran teórica de la subalternidad iba a dar una charla en su
universidad, armé mi maruto y para allá me fui en tren, con ánimo
de sabiduría y con una cierta nostalgia por mis tiempos de profesora
universitaria.
Disfruté el viaje y la larga conversa con Marcela, pero mientras
venía de regreso no pude evitar pensar que vivo en una especie de
doble exilio. Ya no estoy sólo fuera de mi país sino que estoy
también fuera de la profesión que por un tiempo pensé que era el
trabajo ideal y mi ocupación definitiva. Porque resulta que así
como la distancia de tu país de origen hace que lo veas de otra
manera, que comiences por sentirte extraña y termines por pensar que
ya no perteneces; así mismo, al salirte de una profesión te va
creciendo como una distancia adentro y terminas viendo a los miembros
de tu antigua tribu como extraños ejemplares de una especie con la
que ya no puedes identificarte.
Esa gente de frente arrugada y eternos lentes de pasta que parecían
ser mis congéneres existenciales, me resultan ahora seres
reconcentrados en sí mismos, incapaces de empatía con el prójimo
y, sobre todo, pomposos habladores de pendejadas, para decirlo en
criollo. No es que yo me haya identificado del todo con la especie
mientras formaba parte de ella. Por suerte, mientras ejercía de
académica podía recordar con claridad una época anterior, cuando
yo era una periodista novata que veía de lejos a los académicos
como habladores de pendejadas y esa distancia nunca dejó de estar
ahí. Sin embargo, ahora los veo más bien como mis antiguos
compañeros de celda; como esos que se quedaron a vivir adentro
cuando a mí me dieron la libertad condicional.
Ahora no me explico cómo es que llegué a conocerlos tan bien, a
compartir sus preocupaciones gremiales, sus tics sociales y sus
manías culturales. Ya no puedo tolerar con tanta facilidad el modo
como se miden unos a otros a partir de una rápida ojeada a los
marcos de los lentes y el material de los bolsos descuidadamente
colgados al hombro y siempre cargados de libros. Ahora me cuesta
bastante más aceptar sus frases impactantes, casi siempre irónicas,
sus juicios lapidarios, su vocación excluyente, su inexplicable fe
en un saber que casi siempre es miope, más autista que abstracto y
decididamente autorreferencial (ups!).
Tal vez por eso me cuesta creer en la efectividad de una prédica
como la de Spivak, a quien escuché ayer durante dos horas exponer
sus ideas sobre la importancia de la educación humanística como un
contrapeso “lento” a la prisa sin alma de la mentalidad
corporativa que se ha adueñado del mundo, incluyendo las
universidades. Es una imagen atractiva esa del lento aprender (a
leer, a escribir, a pensar, a ver el mundo) frente a la rapidez
exigida por una economía para la que son los resultados los que
cuentan. Los resultados que se pueden medir preferiblemente en
millones contantes y sonantes. Pero las metáforas hermosas no sirven
para cambiar el mundo, ni siquiera para “reorientar el deseo”
como pide Spivak. Y menos si los agentes de ese cambio pretenden
convencer al resto de sus congéneres manteniéndose encerrados con
empecinamiento en sus cárceles de palabras.
No me refiero a Spivak, por supuesto. Su activismo es más bien una
fuente de inspiración para todo el que esté buscando un ejemplo de
cómo salir de las torres de marfil. Me refiero más bien a la
sospecha que me asalta cuando asisto a una conferencia como esa en la
que la audiencia, habiendo digerido y masticado un discurso que es
básicamente una exigencia de toma de conciencia en contra de una
universidad cómplice y acomodaticia, produce a continuación un
debate en el que lo que se pondera es el alcance de las tensiones que
el discurso genera. Me explico (¿cómo dejar de sonar pedante?): el
lento aprender sólo le sirve a la erudita audiencia para deconstruir
el discurso de militantes como Spivak y quedarse tan frescos.
Es una sospecha que me hace pensar que no son precisamente los más
sabios ni los mejor entrenados en el lento arte de pensar los que van
a encontrar una alternativa, si la hay, al rápido despeñadero por
el que según parece nos enrumbamos. Si de algún lado va a venir la
alternativa al pensamiento corporativo, a la expansión del consumo
conspicuo como única razón de vida, va a ser de parte de los que a
fuerza de frustraciones están ya más allá de la lógica del
enriquecimiento como un fin en sí mismo. Y están también más allá
de los discursos que nombran los infinitos males del presente. Porque
se están forjando día a día un lugar al margen de la competencia
despiadada en la carrera por alcanzar fama o dinero o prestigio o
renombre y convertir la aspiración a tener más en el único valor
posible.
Por eso no será la academia, amiga, la que dé el ejemplo en la
búsqueda de un mundo más humano y en el camino hacia la
“reorientación del deseo” que pide Spivak. Al menos no en el
primer mundo donde el deseo de pasar por encima de todos y de todo
parece ya impreso en la piel de quienes sólo aspiran a mantenerse
donde están en caso de que no puedan seguir escalando. Y tal vez no
pueda ser tampoco un ejemplo en ninguno de los mundos que la misma
academia se ha encargado de dividir, catalogar y definir. Porque para
encontrar un camino hacia una forma superior de humanidad (sea lo que
sea que eso signifique) hay que empezar por reconocer al prójimo
como un igual. Y no hay un bicho más egoísta y absorto en su propia
parcelita de saber/poder que un académico.
Si hay esperanza, está allá afuera. Donde el vivir lento y al
margen de los afanes de la competencia es una forma de resistencia
mucho más poderosa y tangible que cualquier programa filosófico.
Al menos eso es lo que pensé esta mañana mientras regresaba de mi
incursión por el mundo académico al que una vez pertenecí y del
que hoy estoy –también– exiliada.
Te mando un abrazo abierto como las ruinas de una cárcel,
r
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