Amiga,
Hace ya varios días que regresé de Cape Town y he
estado dándole vueltas a las impresiones que me traje de allá para
tratar de contártelas. No me resulta fácil. Uno tiene tantas ideas
preconcebidas sobre África y se imagina que se va a encontrar con
algo al mismo tiempo exótico y conocido, porque a fin de cuentas
somos también del llamado tercer mundo y sabemos cómo funcionan las
cosas en nuestros pobres paisitos. Y aún así, es esa misma mezcla
de algo distinto pero parecido lo que más me ha impresionado y lo
que más me cuesta explicar.
El sol radiante, el cielo imponente, los colores
brillantes y los olores intensos, especialmente el olor del mar. Eso
es lo que más se parece a lo nuestro. También el deterioro de los
edificios abandonados o el descuido de los que funcionan a medias,
todo eso evoca nuestro precario paisaje urbano. Ni hablar de la
actitud de la gente: gritones, bullangueros y reilones entre ellos, o
profundamente serios, ariscos y suspicaces frente a los extraños. A
ratos me sentía en mi pueblo. Sentía que estaba en un lugar que
podía comprender perfectamente porque se parecía tanto a lo que
somos o solíamos ser.
Pero esa sensación de familiaridad que producen
las semejanzas se rompía de pronto. Cada tanto, varias veces al día,
se hacía evidente la realidad de un lugar totalmente distinto e
incomprensible. El primer disparador de la extrañeza es, por
supuesto, el asunto racial. La convivencia de los distintos grupos
étnicos no logra ocultar el hecho de que la separación entre ellos
ha sido profunda y lo sigue siendo. El contraste entre los
blancos-blancos y los negros-negros es una prueba de que no ha habido
mezcla. Nosotros somos casi todos marrones, café con leche, como
tanto se ha dicho. Porque tenemos cinco siglos mezclándonos. En
Sudáfrica los mestizos son una minoría extraña.
Y esa separación produce una especie de onda
expansiva que viaja a través de los cuerpos y las superficies
tocándolo todo y no dejando nada intacto. Afecta las miradas y los
gestos, las ropas y las casas, el andar por la calle y el entrar en
el agua. No sé muy bien cómo explicarlo, pero es algo que puedes
sentir en cada intercambio con la gente, en cada palabra dicha o
callada. Todo el mundo te mide y se mide con un rasero que es para
nosotros desconocido. Un código oculto pero palpable, que pasa por
el color de la piel y que tiene un peso denso, ominoso.
Después está la naturaleza. Y los animales. La
flora y la fauna, pues. Todo es rico, abundante, extremo, oloroso,
brillante. Las frutas en los abastos parecen pintadas de colores. Las
flores en los árboles son como destellos fosforescentes. El mar
tiene a veces un azul imposible. Los animales parecen amenazarte a
cada recodo del camino y al mismo tiempo convives con ellos casi sin saberlo.
Las señales en las carreteras te advierten que
puedes encontrarte con avestruces, baboons, pingüinos en la tierra,
y con enormes tiburones en el mar. Los vimos todos. A los baboons de
lejos, en una curva de la vía que va al Parque Nacional de Table
Mountain (Montaña de la Mesa le dicen en español, pero suena
horrible); a los avestruces los vimos a dos metros de distancia, caminando con su lento paso de camellos a
la orilla de una playa en el parque del Cabo de la Buena Esperanza; y
a los tiburones, por suerte, sólo los vimos pasar majestuosamente
frente a nosotros en los enormes tanques del acuario de la ciudad.
Pero lo que más nos gustó fue ver a los
pingüinos en su estado natural, parados de cara al sol en una playa
que tienen reservada para ellos solos. En la playa de al lado es
posible meterse en el agua con ellos. Pero sólo si ellos quieren.
Los dos días que fuimos los pingüinos prefirieron echarse en las
rocas a tomar el sol. No los culpo. ¡El agua estaba helada! Aún así
nos atrevimos a bañarnos varias veces en ese mar que está en el
límite entre los océanos Atlántico e Índico. Más que todo porque
eso nos permitía decir que ya nos habíamos bañado en los tres
océanos mayores y eso suena de lo más aventurero.
El acontecimiento se la semana fue, por supuesto,
la muerte de Mandela que anunciaron el mismo día que llegamos, el 5
de diciembre. Los periódicos del día siguiente amanecieron con la
noticia impresa en grandes titulares y durante el resto de la semana
leímos todos los preparativos del funeral y vimos en la
tele a la gente cantando y bailando frente a la casa de quien es para
ellos el padre de la patria. La cara de Mandela está en todos los
billetes de Sudáfrica. No parece haber ningún otro héroe digno de
semejante honor. Pero nos pareció que su muerte no causó la
impresión inmensa que se esperaba y que tanto anunciaban por la
tele. Tal vez porque ya todo el mundo estaba resignado a la idea de
que Mandela iba a morir pronto. Tal vez porque para los sudafricanos
la muerte no es una tragedia.
En todo caso, por más que los medios
internacionales trataron de resaltar el dolor y el duelo, lo que en
realidad se veía en las calles era otra cosa. Todo el mundo andaba
en lo suyo. Aparte de las banderas a media asta, no había ninguna
señal de trauma colectivo al estilo de lo que se vio en Venezuela
por la muerte de Chávez. De hecho, sólo una vez vi a una chica
escuchando en la radio lo que estaba pasando en Johanesburgo, que fue
donde se concentraron todos los actos mientras estábamos allá.
También vimos las mesas que habilitaron para que la gente firmara
libros de condolencia. En cada una había un grupito de gente, pero
no colas multitudinarias como creo que estaban esperando.
Sólo fuimos un día al centro de la ciudad. Nos
fuimos en el tren y por recomendación de un colega de Lyo compramos
pasaje de primera clase. Igual nos pareció un exceso y de ida
viajamos como todo el mundo en tercera. Vimos a la gente subir y
bajar de un tren más bien destartalado. Escuchamos a los locales
hablar a los gritos en distintos dialectos que tienen sonidos
guturales imposibles de reproducir si no los aprendiste en la
infancia. Y sufrimos el sermón largo de un predicador que en
perfecto inglés nos conminó a arrepentirnos de nuestros pecados por
casi cuarenta minutos. Por eso decidimos volver en primera clase, donde la única diferencia es que hay menos gente y no tienes que soportar ningún sermón.
Al llegar a la estación central sufrí la
desgracia de tener que usar en baño público, una experiencia que me
hizo añorar los peores baños de carretera de la tierruca. En el
centro de Cape Town, caminamos por una ciudad casi vacía, calcinada
por el sol, agobiante de calor, como si avanzáramos por el centro de
Porlamar en pleno mediodía. Largas avenidas, altos edificios de
vidrio y concreto, tráfico bullicioso. Pasamos la tarde refugiados
en las tienditas y los mercados del puerto, que ellos llaman
“waterfront”, escuchando a un grupo de jóvenes con la cara
pintada de puntos blancos y ropas de vivos colores, tocando tambores
como en cualquier noche de San Juan en Barlovento.
No nos quedaron ganas de volver a la ciudad.
Preferimos refugiarnos en Muizenberg, el suburbio a la orilla de la
playa en donde está el instituto en el que Lyo iba a dar clases. Y
desde ahí viajamos a lo largo de la costa por todos los vecindarios
que bordean el Parque Nacional, como si viajáramos a lo largo de la
costa central desde Catia la Mar hasta Naiguatá, pero a lo largo de
una bahía gigantesca en la que se mezclan dos océanos y hay
pingüinos y tiburones blancos y ballenas inmensas.
No sé muy bien cuál es el balance para mí de
esta visita relámpago. Me encantó la comida y el paisaje y la
calidez de la gente. Me angustió la sensación de estar siempre bajo
amenaza, al borde de presenciar un hecho violento. Me cansó el
larguísimo viaje, vía Amsterdam, a través de todo el continente
africano, y me fascinó ver nítidamente el desierto del Sahara desde
las ventanillas del avión. Al final tenía ganas de regresar a casa,
pero también me quedé con ánimo de volver. Ningún lugar se puede
conocer en cinco días. Tal vez por eso no puedo decirte cuál es en
definitiva mi impresión más fuerte.
Habrá que volver. Es todo lo que puedo decir en
este momento.
Te mando un abrazo sudafricano!
r
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