Amiga,
Llegué
de Barcelona la semana pasada, con la piel quemada por el sol y un
calorcito en el alma que me sigue durando hasta hoy. Visité amigas
queridas y lugares que siempre que vuelvo a ver me reconcilian con la
vida. No creo que haya una ciudad donde se me junten tan de repente
los afectos más dulces con los sabores más ricos, el clima más parecido al mío
con el olor a mar más deseado. Ni siquiera Caracas, y eso es ya
bastante decir.
No es
que me sienta barcelonesa. Me siento extranjera en Barcelona tanto
como me siento ya extranjera en cualquier parte –Caracas incluida–.
Pero esa es una ciudad que te permite ser, que se te abre, que no te
impide el paso, que te deja soñar incluso en medio de las
multitudes. Y ese es un sentimiento que el extranjero agradece, no
sólo cuando va de turista, sino también cuando se instala –por
una semanita aunque sea– a vivir la ciudad como quien la habita.
Me
quedé en casa de mi amiga María Teresa, que me complació mis
antojos y me cuidó como si fuera parte de la familia. Hicimos largos
paseos a pie. Comimos rico y compartimos un par de días los avatares
sentimentales de mi sobrina que vino desde Madrid.
Anduve en metro,
en tren, en autobús ...y hasta en tranvía. Entré en farmacias,
bodegas y abastos. Acompañé a Santos José, el perro consentido de
la casa, a su paseo cotidiano. Escuché los alborotos que se armaban
en la plaza de Hospitalet, porque es verano y en verano el mundo hace
ruido y se alegra. Y fui a la playa, una playa tibia y amable, que
está tan cerca que parece mentira. Y conversé largo, largo, largo y
tendido.
Viví
lo mejor de dos mundos, estar de paso y convivir con quien ya se ha
instalado. Tal vez esa sea la mejor manera de viajar, a pesar de las
molestias que uno sabe que causa en las rutinas de la gente que nos
soporta porque nos quiere.
Con el
corazón tibio por la amistad compartida y el recuerdo tan reciente
de las calles y las plazas en las que cabe toda la alegría del
verano regresé a mi pueblito escocés. Llovía a cántaros cuando
llegué y sigue lloviendo todavía. Pero a veces amanece con un sol
espléndido y cuando el despertador suena, si un rayito de sol se
cuela por la ventana, entreabro los ojos y me imagino que sigo
todavía a orillas del Atlántico, sumergida en el aire tibio de
Barcelona.
Y me
acuerdo de ti, amiga, que siempre me pides que viaje en tu nombre.
Te
mando un apretado abrazo catalán,
r
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