martes, 17 de enero de 2012
Decrepitudes anunciadas
Amiga,
En este lado del mundo no hay manera de olvidarse de que uno se está poniendo viejo. No ha pasado una semana desde que cumplí medio siglo y ya han llegado por el correo tres claros indicios de que he entrado en una edad terminal. Es como si en algún panel de alguna oficina gubernamental se hubiera prendido de pronto una luz roja con mi nombre escrito en letras mayúsculas y ¡pum! a partir de este jueves yo hubiera caído en la larga lista de los que están a punto de ser desahuciados.
El primero fue un anuncio de seguros de vida. En este país, cuando cumples cincuenta, todas las compañías de seguros comienzan a bombardearte para que te acuerdes de que estás un paso más cerca de la tumba y que lo más sabio es comprar un seguro de vida, para no dejar a los tuyos desamparados, o un terreno en el cementerio o ir pagando de antemano y en cómodas cuotas tu propio funeral. La propaganda viene con una lista detallada de lo que cuestan aquí todos esos servicios y con distintos planes que se amoldan a lo que estés dispuesta a pagar.
El segundo indicio fue una carta recordándome que debo ir al optometrista a chequearme los ojos porque mi fórmula ya está vencida y a mi edad uno no puede descuidarse. Y la verdad es que cada vez veo peor. Ya no enfoco la vista ni de lejos ni de cerca y en la noche, cuando tengo los ojos cansados, no puedo leer ni una hora. Como te puedes imaginar eso es para mí catastrófico. Con mi insomnio crónico, si no puedo leer largo en la noche termino apagando la luz y esperando el sueño rumiando quejas, arrepintiéndome por lo que hice o no hice y un larguísimo etcétera que me hace tener terribles pesadillas en la noche.
Anoche, por ejemplo, soñé que me había vuelto a casar con mi primer marido y que su hija mayor me pedía permiso para hacer no sé qué celebración en el apartamento de San José de Los Altos. Era navidad otra vez y las celebraciones implicaban un desfile de gente desconocida. No recuerdo nada más, sino una horrible opresión en el pecho y unas ganas inmensas de salir corriendo y una pregunta que me resonaba en la mente como un eco hasta que logré despertarme: ¿por qué estoy volviendo a cometer los mismos errores otra vez?
Pero el signo más ostentoso de que entré ya en las estadísticas de los que están por enfermarse –y ¿qué duda cabe? morir– es un abultado sobre que llegó ayer junto con el resto del correo. Se trata de una notificación del sistema público de salud “conminándome” a realizarme un examen de heces que le permitirá a los médicos saber si estoy a punto de sufrir de cáncer del colon o si, de hecho, ya lo he contraído. Te ahorro los detalles escatológicos. Baste decir que he aceptado la sugerencia por miedo a entrar en otras estadísticas: las de los que, por no hacerse los exámenes, no tuvieron oportunidad de descubrir que, en efecto, tenían cáncer de colon y que hubieran podido ser curados si se les diagnosticaba a tiempo.
Así que aquí estoy, amiga, revolviendo con un palito mis propios excrementos para cumplir con la debida obediencia los preceptos del sistema de salud británico. Por suerte, todo se arregla por correo y de la manera más civilizada. En un par de meses me llegará el resultado y sabré si puedo descansar de la angustia por dos años más, cuando volverá a llegar el abultado sobre con las mismas instrucciones a recordarme que estoy inscrita sin remedio en alguna fatal estadística. En este país en el que tantas cosas funcionan mal, hay que reconocer que en lo que se refiere a hacerte sentir al borde de la tumba son de una eficiencia alemana.
Te mando un abrazo decrépito,
r
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