Estoy leyendo la primera novela de Belén Gopegui, La escala de los mapas (1993) y estoy encantada. Cuando uno trata de retomar el ritmo de la escritura, después de meses ocupado en otra cosa, no hay nada como un libro que le demuestre a uno que escribir vale la pena porque con este oficio se pueden lograr cosas increíbles, que están más allá de la lógica cotidiana, de la simple supervivencia.
El libro empieza con una frase que ha sido muy celebrada por la crítica, por razones que entenderás de inmediato. La primera frase dice así: “Si un hombre pequeño nos besa la mano y acto seguido empieza a describirnos una manivela, ¿qué hacer?”
Los protagonistas de la novela de Gopegui son dos: el narrador, que se llama Sergio Prim, y la mujer que ama o que lo ama, que se llama Brezo Varela. Él la ha amado toda la vida sin que ella lo note. Ella de pronto lo acepta y se enamora. Lejos de ser los ingredientes de un final feliz, es más bien el inicio de una historia de obsesiones y desencuentros, de malentendidos y planes de fuga. Te dejo aquí dos botones de muestra para que veas por qué me tiene fascinada este libro.
No, no fueron celos, pero de pronto me sentí muy desvalido. Envidiaba la desenvoltura de aquel archivófilo para apoyar su mano. Sin duda, pertenecía a ese grupo de afortunados que, cuando se desplazan, basculan entre los cuerpos. Usan hombros o cinturas como asideros y de ese modo atenúan el desequilibrio congénito de nuestra especie. No así yo. A mí no me fue dado el don de esbozar un gesto de afecto detrás de otro, un gesto correctamente elegido, que no parezca inseguro ni tampoco forzado. Mi mano siempre divaga y se retira antes de haber conseguido alcanzar el codo del otro, su espalda o su cadera. Manos en retirada soy, cuerpo en retirada, separado en medio del tráfago de cuerpos, porque no me enseñaron a besar las mejillas ni a aferrar antebrazos ajenos. No sé abandonarme, ni siquiera en el deseo, ni siquiera desvaneciéndome en ti. Yo entro en el deseo y tal vez descanso, pero en seguida se enciende un cerco luminoso, un resplandor naranja e intermitente, que me incita a cruzar, a correr.
(...)
Mi primer movimiento sería una retirada en toda la regla, y diría así: «Óyeme, loca, muchacha que acaricias las tazas como si fueran gatos y a un hombre como si fuera una banda de música, óyeme: yo ya no tengo ímpetu. Han pasado los años y me he instalado en el retraimiento. Vivo como ese pequeño país autárquico que ponían de ejemplo en los colegios: soy Albania. Mi medio natural es sobrio, retazos de llanuras insalubres, mesetas desiguales y un complejo de montañas abruptas. En mi república se practica la autarquía de repliegue: producir para autoabastecerse y permanecer inmodificado, al abrigo de influencias extranjeras. Porque habitar con los otros es la guerra y me destruye, he preferido rodearme de una difusa constelación afectiva. Sus luces están lejos y aunque apenas iluminan, también me dañan poco. Vivo casi a oscuras. Vivo en mi casa breve de lecho breve y breves vistas al exterior. Y no puedo ilusionarme, porque soy un escéptico.»
(...)
Y a Brezo se le ocurría sugerirme una odisea de vagones y equipajes, camas desconocidas, desayunos inesperados. (...) Cientos de kilómetros y al final la arena de las playas, para qué si uno vuelve siempre, para qué, si es aquí donde uno debe habérselas con el tiempo que no descansa nunca, para qué dar rodeos. Brezo pasajera, yo soy de los que un día decidieron emplear sus vacaciones en aprender a quedarse.
Hasta aquí los fragmentos de La escala de los mapas, de Belén Gopegui.
Me gusta esa voz que tiene miedo y que quiere escaparse. Esa mirada que observa los gestos y los ubica en un mapa de afectos. Me gusta la mezcla de interés e indiferencia, la desalmada falta de fe en todos y en todo. Me gusta la eficiencia de esa voz masculina inventada por una mujer.
Espero que a ti también te guste y que allá en la tierruca se consigan los libros de Gopegui.
Un abrazo,
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