jueves, 29 de septiembre de 2011
Donar un libro
Amiga,
Creo que te había contado antes que aquí hacen una vez al año un intercambio de libros patrocinado por dos periódicos. No había participado antes, porque al final nunca estoy pendiente y el tiempo se me pasa. Pero este año decidí que quería probar suerte, no sólo regalando un libro, sino buscando entre los lugares a donde voy habitualmente a ver si encontraba un libro del que pudiera apropiarme. Pude con lo primero, pero con lo segundo no tuve suerte.
El intercambio se llama book swap y los periódicos que lo patrocinan son el Guardian y el Observer. Durante una semana la gente regala al menos uno de sus libros y cualquiera puede quedarse con un libro si lo encuentra en un sitio público debidamente marcado. La semana pasada, todo el que compraba alguno de esos dos periódicos recibía una calcomanía que le podía pegar a la contratapa de un libro que quisiera regalar. La calcomanía tiene dos partes, una que se pega dentro y que explica el procedimiento y tiene un recuadro en blanco donde el antiguo dueño puede hacer un comentario del libro que está donando; y otra, que se pega en una esquina, en la parte de afuera del libro, que dice: “ahora este libro te pertenece”.
Para incentivar el intercambio los dos periódicos dejaron en distintos espacios públicos quince mil libros de distintos géneros y diversas especialidades. Y parece que la gente respondió al llamado con entusiasmo (si entras en el mapa aquí, puedes ver todos los lugares donde la gente ha dejado libros). Es de verdad una idea genial y, sobre todo, simple. Pero si quieres participar, el primer paso es elegir uno de tus libros. Como seguramente te pasaría a ti también, desprenderme de uno de mis libros es un auténtico drama. Para empezar, tenía que ser un libro que ya hubiera leído, porque aunque sé que hay muchos que no voy a leer, no puedo siquiera imaginar en regalarlos si no le he echado por lo menos un vistazo a las primeras cincuenta páginas.
Así que, con mi calcomanía en la mano, mi primera tarea fue recorrer mi biblioteca a ver qué libro cumplía con los requisitos exigidos en la página web del Guardian. El libro debía estar en buenas condiciones y “limpio” (traduzco literalmente) y no debía tener ningún contenido inapropiado, en el caso de que fuera encontrado por un niño. Las recomendaciones no me ayudaban mucho, porque todos mis libros están en buen estado y, que yo sepa, ninguno contiene material “inapropiado”. Así que tuve que establecer mis propias reglas: debía ser un libro que ya hubiera leído; que no quisiera volver a leer; y que estuviera en inglés (más de la mitad de mi biblioteca está en español, por supuesto). Pero, además, pensé que debía ser un libro que de alguna manera hablara de América Latina, de su cultura o su historia.
Esta última regla me pareció imprescindible para que mi donación tuviera algún sentido. Pensé que el intercambio iba a ser ya suficientemente “monolingüe” y que un mínimo de multiculturalismo no le haría daño a nadie. Así que después de acumular unos tres o cuatro candidatos terminé seleccionando el libro de Julia Álvarez, Saving the World. Es un libro que me gustó mucho cuando lo leí, pero estaba segura de que ya no iba a volver a leerlo, y cumplía con mi misión multiculturalista de contar una historia no sólo latinoamericana sino también –y tal vez sobre todo– de integración de Europa y América.
Le pegué la calcomanía a la contratapa del libro y le escribí un comentario alentador. Me propuse acercarme a la ciudad durante la semana para elegir un lugar donde “soltarlo”. Como el clima estaba más bien horrible, consideré la posibilidad de dejarlo en alguno de los dos cafés que hay en el pueblito, o tal vez en el pub que queda enfrente. Pero me pareció que iba a hacer trampa, porque nunca jamás voy a esos lugares y me pareció que la donación tenía que realizarse en un espacio que fuera, al menos para mí, significativo. Entonces pensé en el parque, mi querido parque al que voy a caminar todos los días. Pero el clima estaba tan infame la semana pasada, que pensé que iba a ser un desperdicio dejar a mi pobre libro a la intemperie.
No me quedaba otra que montarme en el autobús y acercarme hasta la ciudad. Estaba lloviendo y no parecía que el clima iba a mejorar. Me puse un sueter y un impermeable y me fui con mi libro en el bolso. De vez en cuando le hacía un cariño escondido, como si tratara de explicarle que estaba haciendo aquel acto de desprendimiento por su propio bien. Vas a conocer a otra gente, le dije, vas a viajar y a ampliar tus horizontes; te van a querer mucho y te van a guardar en una biblioteca bien bonita, más bonita que la mía, donde vas a tener nuevos amigos para conversar sobre muchos temas que ahorita no conoces. Vas a ser feliz, le dije, dándole palmaditas en el lomo.
Mientras iba en camino, tratanto de acallar mi mala conciencia por abandonar a su suerte a uno de mis queridos libros, consideré los distintos lugares en los que podía dejarlo. Pensé en lugares amables que conocía bien, en cafés y en parques, en centros comerciales y en plazas públicas. Descarté las librerías porque una de las instrucciones expresas del periódico patrocinante era precisamente “evitar las bibliotecas o librerías”, por razones más bien obvias. Y dándole vuelta a los sitios que siempre visito en la ciudad, me di cuenta de que había un lugar al que había ido desde la primera vez que estuve en Edimburgo, hace doce o trece años: la Filmhouse, que nosotros llamamos “la cinemateca”.
Cuando llegué al centro estaba haciendo un sol espléndido y yo estaba, como se dice aquí, sobre-abrigada. Aún así, me armé de valor, me quité el impermeable y caminé decidida por Lothian Road camino a la cinemateca. Tenía días sin ir al centro y de pronto me sorprendió la cantidad de gente y en desorden que había en las calles, porque una vez más habían cerrado Princess Street para hacer no se qué reparaciones o conexiones relacionadas con el tram que se habían hecho mal la primera vez. Uno se desacostumbra al ritmo de la ciudad y a sus repentinos cambios cuando vive encerrado en un pueblito de dos calles en el que nunca pasa nada.
Llegué a la cinemateca casi a mediodía. Estaban pasando una película que había querido ver desde hacía tiempo, así que me compré una entrada y decidí que mi generoso acto de donación lo haría al salir. La película se llama Arrietty y cuenta la historia de unos seres diminutos que viven entre los humanos, pero están en peligro de extinción (puedes ver el trailer aquí). Me gustan las películas de dibujos animados y estoy muy lejos de creer que se trata de películas sólo para niños. De hecho, ese día que entré a ver Arrietty en la cinemateca había sólo dos niños acompañados por sus padres. El resto éramos adultos desocupados, casi todos solos, que por alguna razón teníamos dos horas libres en el medio del día para sentarnos a ver una película supuestamente infantil.
Salí con el ánimo ligero. Me acerqué al café que nos ha servido cantidad de veces de lugar de encuentro y donde me encanta comer un plato que sólo he comido aquí: curry de garbanzos. Había poca gente, porque el clima afuera seguía de lo más decente. Consideré en qué mesa mi libro sería más visible y elegí el lugar que puedes ver en la foto: una mesa alta con taburetes donde me he sentado más de una vez a esperar a Lyo o a tomarme un tecito. Me pareció que era un homenaje válido para ese lugar que me ha servido de refugio tantas veces.
Al salir hice un recorrido por algunos cafés y plazas a ver si me tocaba en suerte algún libro. Se suponía que la idea del intercambio era esa. Pero no tuve suerte. Nadie había dejado ningún libro en mi camino. Así que me resigné a entrar en la biblioteca nacional a pasar el resto de la tarde en compañía de otros libros, también públicos, pero que no puedo llevarme comigo a mi casa. No fue una mala tarde, la verdad. Estuve un par de horas leyendo a Saer y se me ocurrieron un par de ideas que tal vez pueda usar más adelante.
Una película que te levanta el ánimo, un libro donado, dos ideas útiles: no es un mal balance para un sólo día.
Te mando un abrazo explayado como un libro abierto,
r
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