viernes, 28 de mayo de 2010

El libro leve


Amiga,

Justo en esta semana en la que llega a Europa el iPad de Apple, yo decido comprarme un eReader de Sony. Puede ser puro espíritu de contradicción, pero creo que me he acostumbrado a la idea de ir dos pasos más atrás del último grito de la tecnología. Y no me molesta. He comenzado a construir el argumento de que no se trata de una carencia sino de una política.

Cuando todo el mundo había arrinconado su PC para pasarse a las laptops, yo seguía conservando en mi escritorio mi enorme perol antediluviano. Ahora que se cambiaron todos a las mini-computadoras y a los blackberries, yo sigo con mi PowerBook G4 que tiene ya seis años. Cuando todo el mundo andaba con un celular con cámara, yo seguía con mi viejo aparato que apenas servía para hacer llamadas y mandar textos, ni hablar de conectarse a internet on-the-go. Y ahora me decido por un eReader antes de que me tiente el diseño extraordinario de esa máquina de comprar que ya es el iPad.

Digo “el” iPad y me equivoco. Los españoles lo llaman la “tableta”, así que debería llamarla “la” iPad. Y la verdad es que es un diseño de lo más femenino. Tal vez por eso tiene tanto éxito y es tal vez el objeto del deseo más extendido en esta década que comienza. Y parte del éxito se debe, qué duda cabe, a la publicidad personalizada en la que son expertos los chicos buenos de Apple.

Hoy recibí el anuncio oficial del lanzamiento de la iPad, directo a mi cuenta de correo electrónico, diciendo que puedo ordenar mi tableta tan pronto como tenga las casi cuatroscientas libras esterlinas que cuesta el modelo más barato. Pero yo, por la mitad de eso, y justo esta misma semana, me he comprado un eReader. ¡Ja!

¿Para qué sirve? Pues para leer por horas en un perolito que apenas pesa. Para viajar con cientos de libros sin que ocupen espacio. Para pasar del papel a la pantalla de una buena vez. Para dar un paso adelante en el mundo digital, aunque sea casi un paso atrás, en vista del avance de las tabletas futuristas. Y para obligarme a gastar menos de lo que gastaría si cayera en la tentación de seguirle el ritmo a la Apple.

Me he puesto mentalmente una fecha, sin embargo. En cinco años, como todo el mundo, tendré mi tableta dentro del bolso y cargaré con ella a todas partes. Mientras tanto, me acostumbro a la nueva pantalla leyendo “El silencio de Galileo” de Luis López Nieves. Y reniego de los aparatos electrónicos cuando, al llegar a la página 47, el perol me dice que hay un error de lectura y que ya no puedo avanzar ni retroceder… Eso no me pasaría nunca con un libro de papel.

Tampoco tendría que haber gastado una madrugada y parte de una frustrante mañana tratando de dilucidar el modo de hacer que mi vieja laptop se comunicara con mi nuevo lector electrónico. Una vez superados los obstáculos técnicos, parecía que todo iba a ir sobre ruedas. Sólo tenía que comprar un par de libros y ver cómo funcionaba mi nuevo lector. Y resulta que los libros electrónicos son más caros que los libros de papel. Pero no me rindo. Aquí vamos, siglo XXI…

Te mando un abrazo futurista,

r

lunes, 24 de mayo de 2010

El ruido y la furia


Amiga,

Este fin de semana aprovechamos el clima extraordinario que está haciendo —sol y ¡calor!— y nos fuimos a la playa. Como te comenté el verano pasado, las playas aquí pueden ser mucho menos limpias de lo que se ven en las fotos. Así que hice primero una rigurosa investigación para asegurarme de que, esta vez, el agua estaría lo más limpia que se puede de este lado del mundo …y con esa garantía a mano, comenzamos nuestra aventura playera.

El objetivo era la playa de un pueblito que se llama Burntisland. El pueblo está del otro lado del estuario del río Forth, casi frente a Edimburgo. Pero para llegar allá desde nuestro pueblito hay que agarrar un autobús y dos trenes. En un día normal, sin contratiempos de ningún tipo, se puede estar del otro lado del río en un poco más de una hora. De ida tuvimos suerte y apenas pasadas las once ya estábamos frente al mar.

Lo primero que tuvimos que aprender fue a pronunciar la extraña palabra que da nombre al lugar a donde pretendíamos ir. Nos costaba tanto recordar el nombre que nos lo llevamos anotado en un papelito por si acaso. Y menos mal que tomamos esa simple precaución, porque cuando quisimos comprar el pasaje en el tren, la amable señora que esperaba nuestras instrucciones con la máquina de imprimir pasajes en la mano no entendía para dónde queríamos ir. Solución: mostrar el papelito.

Cuando escuchamos el modo como la vendedora de boletos pronunció el nombre, se nos iluminó la mente. “Burnt-island”. En nuestra memoria auditiva, habituada a los sonidos de un idioma menos complicado, no habíamos dado con la idea de que el nombre del pueblo estaba conformado en realidad por dos palabras: la palabra isla —island— y la palabra quemada —burnt. Íbamos pues a una isla quemada y ya no se nos iba a olvidar el nombre nunca más.

Al llegar a la playa entendimos la razón del nombre. Frente a la costa hay, en efecto, una isleta de roca oscura, que parece el pedazo chamuscado de un castillo o de un barco hundido. Pero el resto del pueblito no tiene nada que ver con la imagen que evoca el nombre. Es un lugar más bien alegre, orgulloso de su historia, con iglesias y castillos en los que se alojaron o firmaron documentos o pronunciaron discursos notables personajes cientos de años atrás. Y con la típica calle principal llena de tienditas coloridas, restaurantes y bares.

Pero como todos los mini-pueblos de los alrededores, parece más bien un satélite de la capital que cobra vida los fines de semana con sol, en los que todo el mundo se va a la playa y se alborota con el exceso de calor. No me voy a quejar. La pasamos bien. Lyo se dio un chapuzón de cinco segundos en el agua helada y yo me alegré de poder mirar lejos y mojarme los tobillos hasta que se me congelaron los pies y me dolieron los dedos.

Sin embargo, estar en una playa escocesa a casi treinta grados centígrados no es una experiencia agradable. Más que nada porque hay gente alrededor de ti, mucho más cerca de lo estrictamente necesario …y porque ¡gritan! Nos movimos de un sitio a otro, una y otra vez, tratando de escapar de madres gritonas, niñitos llorones, adolescentes escandalosos, padres regañones. Pero no hubo manera. A cualquier lado que nos movíamos nos seguían, como moscas, seres necesitados de establecer su lugar en el mundo a través de alguna forma de ruido.

Logramos un mínimo de paz en la tardecita cuando, después de una vuelta para almorzar y una siesta en el parque, volvimos a la orilla de la playa para despedirnos del mar ¡y nos encontramos con que el mar se había ido! La marea había bajado tanto que se podía ver el piso de arena hasta la famosa isla quemada. Y para allá nos fuimos a caminar, con los zapatos en la mano, hasta acercarnos al borde del agua, cientos de metros orilla adentro.

A mí me sigue fascinando el fenómeno de las mareas, por más predecible y científicamente explicable que sea. Eso de que el mar se retire de su lugar y se vaya lejísimo, dejando como desnudo el pedazo de tierra en el que estaba, las algas huérfanas, los caracoles a la intemperie, me parece simplemente un milagro. Una cosa como voluntaria, como si el mar estuviera vivo. Y aquí las mareas son abruptas y totales, lo que las hace aún más sorprendentes.

Después de caminar hasta el borde de la marea nos paramos a mirar lo cerca que se veía desde ahí la ciudad. Estar en ese borde en el que el mar se detiene a esperar que le toque su turno para volver a ocupar el territorio que le pertenece me resulta una experiencia angustiosa. Tal vez porque uno de mis sueños más viejos y más recurrentes tiene que ver con una ola inmensa que se levanta de pronto y me atrapa. El caso es que el sonido de esa especie de corriente submarina que está esperando ahí para avanzar me da un susto irracional. Así que me siento más cómoda viendo el fenómeno de lejos.

Ya en la orilla, nos dedicamos a ver cómo el agua volvía a su lugar y a las siete nos fuimos caminando con calmita hacia la estación. Nuestro tren debía salir para Edimburgo pasadas las siete y media, pero cuando llegamos a la estación los monitores anunciaban que había problemas con las señales en el sistema de trenes de la ciudad y que nuestro tren había sido cancelado. Tuvimos que esperar una hora al tren siguiente.

Ya en Edimburgo, muertos de hambre, esperamos otra hora el autobús que hay que agarrar para llegar hasta el pueblito en el que vivimos. Total, tres horas para hacer un trayecto que en carro no hubiera significado más de cincuenta minutos. Como siempre que pasamos por estos percances con el transporte público, juramos proponernos sacar nuestras licencias y comprar un carrito, aunque sea usado y pequeñito, pero que nos lleve y nos traiga sin tantos dramas.

A pesar del ruido y la furia —como diría el poeta— la pasamos bien y recargamos las pilas. No sabemos cuándo va a volver a hacer un tiempo tan espléndido como el de este fin de semana. Así que hay que guardarse dentro el azul hasta la próxima vez. Mientras tanto, puedes ver las fotos de la playa llena —arriba— y la playa vacía —aquí abajo. ¡Es un espectáculo!

Te mando un abrazo grande como una marea,

r

martes, 18 de mayo de 2010

Decisiones difíciles


Amiga,

A veces uno piensa que la impresión que tiene del modo como vive la gente aquí se basa en un prejuicio. (¿Es posible vivir sin prejuicios?) Pero cada tanto aparece ese dato que te confirma algunas viejas ideas. Como la idea, por ejemplo, de que los ciudadanos de este reino tienen muy pocas preocupaciones y por eso fuman hasta destruirse los pulmones, beben hasta morir de cirrosis hepática y comen hasta que la obesidad los hace padecer de diábetes hasta el fin de sus días, cuando no se lanzan por el borde de un puente sin más trámite.

Y una de esas noticias que confirman la idea de la falta total de preocupaciones de los súbditos de su majestad Isabel II apareció este domingo en el periódico The Independent. A propósito de las difíciles decisiones que tuvo que tomar el líder del partido liberal demócrata, para formar gobierno con su archirrival, el partido conservador, el periódico hizo una encuesta entre los peatones de una zona central de Londres. La pregunta: ¿cuál es la decisión más difícil que has tenido que tomar en la vida?

Las respuestas asombran. Aparte del joven de treinta años que respondió que había tenido que tomar la decisión de dejar un trabajo bien pagado para dedicarse a “seguir su sueño”, el resto se refirió a cosas tan intrascendentes que uno se queda sin palabras. Pero te traduzco algunas de las respuestas para que te des una idea.

Un joven de veintiseis años dijo que la decisión más difícil que había tenido que tomar en su vida fue devolver una billetera llena de plata que se había encontrado cuando era estudiante. Una joven de veintiuno dijo que la decisión más difícil había sido quedarse estudiando en la universidad aunque no lo disfrutaba. Un joven de veinticuatro dijo que lo más difícil había sido aceptar hacerse un tatuaje para cumplir con una apuesta que había perdido.

Se podría pensar que se trata de jóvenes y que no les ha tocado todavía decidir nada fundamental. Es cierto. Pero las tres personas adultas entrevistadas no respondieron precisamente como si hubieran tenido que enfrentar grandes problemas en su existencia. Un señor de cincuenta y seis años dijo que la decisión más difícil había sido dejar a su madre sola todas las noches cuando estuvo enferma. Una señora de cincuenta y dos dijo que había sido realmente difícil decidir por quién votar en las elecciones de mayo. Y el mayor de todos, de sesenta y tres, contó que la decisión más difícil que había tenido que tomar en la vida había sido elegir el colegio de su hija, ¡porque había demasiadas opciones!.

¿Qué te puedo decir? Estas respuestas son de una elocuencia pasmosa.

Sé que se pueden armar muchos argumentos en contra de que esta sea una muestra representativa de toda la gente que vive bajo el sol británico, pero me concederás que es difícil resistir la tentación de pensar que los ciudadanos de este primer mundo, con todo y su seria crisis económica, viven de lo más bien. A juzgar por las decisiones que les ha tocado tomar en la vida, se diría que han vivido en una perfecta burbuja de bienestar.

Ante esta evidencia no es fácil pasar por encima del prejuicio de que en el primer mundo las preocupaciones brillan por su ausencia. No es casual que todo el que quiera mejorar de vida, o salir de pobre —como dicen los mejicanos—, tenga la vista puesta en estos lados del mundo. Pero tal vez son esos mismos ciudadanos que han vivido sin problemas cruciales toda su existencia los que votaron por los conservadores y están ahora exigiendo leyes cada vez más duras contra los inmigrantes, sean legales o no. Y en estas respuestas se puede ver con claridad qué están defendiendo: una vida sin preocupaciones.

¿A costa de qué? Ésa es tal vez la pregunta que habría que hacerse, si estuviéramos poniéndonos cínicos. Pero no. Se está muy bien aquí, bajo el sol primaveral. Hay flores en los parques, los pajaritos cantan, el termómetro de afuera marca 25 grados. No es tiempo de cinismos.

Te mando un abrazo con tulipanes,
r

viernes, 14 de mayo de 2010

Primavera y política


Amiga,

Hace unos días me llevé la cámara al parque para tomar fotos de los árboles y las matas en flor. Quería mostrarte la llegada definitiva de la primavera. Como puedes ver en la foto, el tiempo de las flores ya está aquí en todo su esplendor, como se dice. Pero esa no es en realidad la noticia de estos días. La primavera llega todos los años y sólo le interesa a los pajaritos y a los jardineros.

De lo que todo el mundo está hablando, en realidad, es del nuevo gobierno de coalición que acaban de formar los conservadores con los liberales. Es algo que sólo se ha visto en este país una vez, a finales de la segunda guerra mundial. Así que los medios están en una especie de trance informativo con todo el asunto. No existen más noticias ni el la televisión ni en la prensa.

Las primeras imágenes de los líderes de los partidos que ahora están en el gobierno muestran un aire de optimismo un poco forzado. Y por supuesto los periodistas están desde ya buscándole las cinco patas al gato, porque aquí la duda metódica es sinónimo de aguda inteligencia. Pero la verdad es que a mí me da la impresión de que el asunto tiene su lado bueno.

Muestra un ambiente de tolerancia, aunque sea sólo de puertas para afuera. Y además no hay lugar para las decisiones arbitrarias, las conchupancias, las aplanadoras, a las que estamos tan acostumbrados en nuestros países. No es que la política sea aquí más limpia, es que tiene que ser medianamente transparente y producir, al menos, un efecto de democracia. Y eso, para mí, ya es bastante.

Pero no creo que sea eso lo que están pensando en estos días los que votaron por los liberales. Porque a ellos les ofrecieron un gobierno más progresista que el de laboristas y conservadores y ahora tienen que conformarse con una especie de arroz con mango, en el que no se sabe hasta qué punto van a tener cabida las reivindicaciones liberales.

De más está decir que “liberal” o “progresista” significa aquí algo muy distinto a lo que entendemos en nuestra atribulada tierruca. Aquí la agenda básica es la misma. Los matices se definen por una mayor o menor intervención del estado, por un gasto público más o menos controlado, y hasta ahí llegan las diferencias. El resto tiene que ver con políticas de inmigración —que sin duda se van a volver cada vez más restrictivas— y con la eterna duda frente al mercado común europeo.

En fin, esta es una forma de hacer política que no produce grandes cambios, modificaciones visibles y tangibles. Tal vez por eso es un terreno tan aburrido y pretenciosamente complicado sólo en apariencia. Y tal vez por eso valga más la pena salir al parque y contemplar la llegada de la primavera…

Te mando un abrazo floreado!
r

miércoles, 5 de mayo de 2010

De elecciones y medios


Amiga,

Hay elecciones en el reino y mañana los británicos deciden quién va a gobernarlos durante los próximos años. Por eso hemos estado en campaña electoral. Pero las diferencias entre las eternas campañas electorales nuestras y las de aquí son abismales. Para empezar, la guerra de eslogans dura sólo un mes y en lo que espabilas ya se está terminando, aunque durante ese mes haya que ver a los candidatos hasta en la sopa.

Luego, son tan civilizados que a veces uno piensa que están más bien jugando a ser candidatos. Imagínate que en uno de los debates televisados —que es aquí la gran novedad, porque es la primera vez que los hacen— el moderador tuvo que incitar a los candidatos a discutir, porque estaban dando sus discursos cada uno a su tiempo y con extrema cortesía. Así son las campañas electorales en este reino de la civilización.

Lo que no impide que se saquen los trapitos, por supuesto. Pero todo parece suceder como si nadie estuviera detrás de los escándalos, porque son más bien los medios los que se encargan de airear los errores de cada quien. Y la verdad es que los cometen de maneras espectaculares.

La semana pasada, el primer ministro —contra el que está aquí todo el mundo— tuvo la brillante idea de aceptar una conversación pública, supuestamente casual, con una de sus partidarias frente a las cámaras. Obviamente tanto la señora como él tenían micrófonos pegados a sus ropas, que se encargaron de grabar la conversación. La señora, aunque le dijo que ella había votado por su partido toda la vida y su familia también, le planteó al primer ministro sus dudas y le hizo preguntas sobre los temas más álgidos, como el de la deuda pública y la inmigración. Brown contestó de lo más sonriente a cada pregunta y luego se despidió con un comentario amable.

El primer ministro se subió luego en su flamante carro negro y … ¡se olvidó de apagar el micrófono! Por supuesto, lo que se grabó no correspondía precisamente a la cara sonriente y al gesto amable que el hombre había mostrado frente a las cámaras. El primer ministro se quejó amargamente de que lo hubieran puesto en la situación de hablar con una mujercita más bien bocona, que se atrevió a hacerle las preguntas más incómodas, aunque había sido cuidadosamente escogida por su misma gente. ¿A quién se le ocurrió semejante idea? —preguntó el primer ministro furioso, después de insultar a la doña con una de esas palabras que en inglés significan muchas cosas a la vez, ninguna positiva.

La grabación de esta conversación fue guardada con celo por unas horas y luego presentada ante el primer ministro en un programa de radio, mostrado en televisión. El país entero pudo ver la cara de Brown descomponiéndose a medida que escuchaba su propia voz dictando el sentencia de muerte más evidente de la historia de la política mediática. Un auto-suicidio, como diría uno de nuestros políticos más elocuentes.

Así que en esta última semana, después de ofrecer miles de disculpas, el primer ministro se ha dedicado a hacer como si no hubiera pasado nada. Los demás candidatos se han dedicado a lo suyo, perdonándole la vida. Los medios han puesto su mejor cara de yo-no-fui y en la campaña que está llegando hoy a su fin nadie ha hecho leña del árbol caído. Pero uno casi puede escuchar el crujir de dientes detrás de las cámaras, cuando los micrófonos se apagan.

No creo que el gobierno laborista se salve de ésta, porque aquí, al contrario de lo que sucede en nuestra engañada tierruca, el doble discurso es una afrenta gravísima. Aunque todo el mundo sepa que los políticos a fin de cuentas siempre ofrecen lo que no pueden cumplir, aunque nadie confíe en las caras risueñas y la falsa familiaridad, una cosa es saberlo y otra —bastante más humillante— es verlo en la tele, a todo color y en horario estelar.

En fin, amiga, mañana se sabrá por quién se decidieron los británicos. Parece que todavía se esperan sorpresas. Pero, para mí, la sorpresa más grande ha sido presenciar esta campaña electoral, tan civilizada ella, con sus zancadillas sutiles y sus espectaculares metidas de pata. Y, sobre todo, ver cómo los medios pueden destruir un liderazgo con la cara bien lavada y haciendo uso de un principio democrático poco efectivo entre nosotros: presentar sin remilgos la verdadera cara de la política.

Te mando un abrazo asombrado,

r