martes, 20 de julio de 2010

Berlín en volandas


Amiga,

El fin de semana estuve en Berlín, acompañando a Lyo que está allá en una conferencia de trabajo. Fueron menos de cuarenta horas, pero creo que resultaron suficientes para hacerme una idea del aire que se respira en esa ciudad tan disputada y controvertida.

No sé si me gustó. De hecho, no estoy segura de que Berlín sea una ciudad que le deba gustar a uno o que deba producir una reacción en términos de si a uno le gusta o no. Me parece más bien que es una ciudad que te pide que la mires sin prejuicios y que la entiendas. Que entiendas sus edificios futuristas tanto como sus monumentos, que entiendas sus lotes vacíos y sus ruinas rodeadas de diseños postmodernos. Pero sobre todo creo que es una ciudad que te pide que tomes en cuenta lo difícil que ha sido su historia.

En Berlín la historia te asalta y no lo puedes evitar. Es tal vez la ciudad que más me ha exigido comprender su pasado. Si no sabes lo que ha sucedido ahí no entiendes nada. Eso pasa con el muro, por ejemplo. Hasta que no ves un mapa donde se muestra el modo como encapsularon a Berlín occidental dentro de un cordón de concreto no entiendes por qué ves restos del muro en todas partes. Y lo mismo pasa con los cambios bruscos de la arquitectura y con los súbitos vacíos o los edificios abandonados en el medio de la ciudad.

Todo en Berlín es al mismo tiempo viejo y nuevo. Todo evoca una culpa y todo parece estar pidiendo un perdón eterno. Tanto los monumentos que recuerdan la guerra como los que se aferran a un pasado más glorioso tienen ese doble significado que parece estar en todas partes. Orgullo y vergüenza. Todo junto y revuelto.

No sé si me gusta esa mezcla. Lo que sí sé es que no podría vivir en una ciudad como esa, donde la culpa se respira por todas partes en las mismas cantidades que la necesidad de olvidar. Y, sin embargo, es posible disfrutar de sus plazas y sus parques, de sus rincones que parecen de pronto parisinos o que producen un aire como romano. Hay una cosa amable y abierta en algunas de sus calles, aunque no alcance a ser del todo acogedora.

En la esquina del hotel en el que Lyo se estaba quedando se instalaban todo el día y toda la noche unos cuatro o cinco jóvenes que en otros tiempos habríamos llamado punks. Bebían y gritaban a voz en cuello a todo el que pasaba. Esos gritos nos recibían en la mañana y nos despedían en la tarde. Esos son los gritos, entre agresivos y festivos, que se van a quedar por mucho rato en mi memoria como el ruido distintivo de Berlín.

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