martes, 5 de enero de 2010

¡Se nos murió Sandro!



Amiga,

¡Se murió Sandro! Para la gente como yo que creció oyendo sus canciones, éste es un acontecimiento más importante que la muerte de John Lenon. Ya sé, ya sé lo que estarán pensando los exquisitos lectores de este blog nuestro: “¿cómo se le ocurre, comparar a Sandro con John Lenon?!”. Pero permítanme que les explique.

Yo nací en Guanare, un pueblito del llano donde el colmo de la sofisticación era el club ítalo-venezolano; donde bailar con Los Melódicos era lo máximo a lo que se podía aspirar porque la orquesta Billo´s Caracas Boys nos quedaba demasiado grande; donde la única vez que se presentó una estrella de carácter internacional fue cuando el Puma, José Luis Rodríguez, dio un concierto de una hora —en el club ítalo-venezolano— para pagarle una promesa a la virgen de Coromoto.

En ese pueblito llanero, que quería ser ciudad sólo porque era la capital del Estado, había sólo una emisora de radio —después hubo dos— y el único canal que se podía ver, en blanco y negro y apenas por unas cuatro horas al día, era el viejo canal del estado, Venezolana de Televisión, conocido por su nombre de pila de Canal Ocho. En ese pueblo escuchar a Sandro, a Piero, a Altemar Dutra era no sólo considerado válido, sino de rigor.

En mi casa estaban al menos la mitad de los cincuenta discos que grabó Sandro en su vida. Supongo que los habían comprado mis padres y sus hijas heredamos el gusto por las canciones románticas, sin preocuparnos por el estigma futuro ...y seguiríamos después escuchando a Raphael, a Julio Iglesias, Roberto Carlos, Armando Manzanero —y el largo etcétera. Hace unos años me hubiera dado una gran vergüenza admitirlo, pero ahora que me acerco al medio siglo y comprendo que lo que se hereda no es motivo de culpa, pues hasta me atrevo a contar aquí, en público, que para nosotros Sandro tenía más importancia que los cuatro beatles juntos.

Por la simple razón de que en mi pueblo, en los años sesenta, ninguna gente decente escuchaba a los beatles. Esas eran cosas de los peludos patoteros de Caracas. En la radio de mi pueblo y en las casas de la gente decente se escuchaba a Sandro. Y era todo el escándalo que la gente decente se podía permitir. Porque cada vez que el ídolo argentino aparecía en la pantalla, en estricto blanco y negro, era tal la explosión de emociones que las niñas presentes corríamos el riesgo de que nos mandaran directo a la cama en el primer momento en que apareciera una desmelenada lanzándole un sostén o una pantaleta al caderudo Sandro en pleno escenario.

Por eso yo me sabía —y me sé, para qué negarlo— todas las canciones de Sandro. Me las sabía suspiro por suspiro y pausa por pausa y además, para mi vergüenza actual, agarraba cualquier cosa que sirviera de micrófono —el palo de una escoba, por ejemplo— y doblaba las canciones haciendo todos los gestos y los movimientos correspondientes, con una seriedad digna de mejor causa. Hay que puntualizar aquí que estamos hablando de una niña de cinco o seis años.

Durante toda mi infancia hicimos actos culturales, con presentador, desfile de estrellas, premiaciones y demás. Era un juego del que nunca nos cansábamos y yo era la encargada de doblar a Sandro. Hasta hoy mis primos se burlan de mí porque yo cantaba “Rosa, Rosa” como un buen imitador en el más sofisticado escenario. Y hasta hoy yo dejo que se burlen porque, en el fondo, no me arrepiento de haber heredado esos gustos ajenos.

Después vendrían otros juegos, seríamos mises en pasarelas, exploradoras en el desierto africano, amas de casa y madres ejemplares, cuidadoras de un imaginario zoológico que estuvo años instalado en nuestro patio. Pero ninguno de esos juegos tuvo el glamour de las representaciones en las que brillaba Sandro con su voz quebrada y ronca.

La última vez que vi a Sandro en la tele viajábamos a Nicaragua, ¿te acuerdas?. Estábamos apiñadas en una habitación de un desvencijado hotel en San José de Costa Rica, en la mitad de nuestro viaje hacia Managua, y por puro ocio prendimos el pequeño televisor que había en el cuarto y ahí estaba, el mismísimo Sandro en persona, dando un concierto en México. Mi sorpresa mayor fue descubrir que todas ustedes, mis amigas caraqueñas de pura cepa, universitarias y en vías de convertirse en la mata de la sofisticación intelectual, se sabían -como yo- TODAS las canciones de Sandro. Cantamos a voz en cuello en medio de la noche costarricense, hasta que los otros huéspedes nos mandaron a callar con una discreta llamada telefónica.

Hace unos años compré dos discos de Sandro con sus mejores treinta canciones y hoy estuve un rato escuchándolas. La música es para mí un instantáneo viaje al pasado. Cualquier canción que haya escuchado lo suficiente como para aprenderme al menos un par de líneas me regresa al lugar, a la gente, al estado de ánimo en el que estaba cuando escuchaba aquella música. Así que hoy recordé la infancia, la adolescencia, el viaje a Nicaragua, y por primera vez sentí más nostalgia que vergüenza.

En medio de los recuerdos se me ocurrió pensar que tal vez todos los males que arrastramos las niñas que nos criamos escuchando las canciones de Sandro tienen que ver con los desgarradores dramas que repetíamos sin saber muy bien de qué se trataba todo. Cómo no tener complicadas historias sentimentales si el himno de nuestra infancia decía así:

Por ese palpitar
que tiene tu mirar
yo puedo presentir
que tú debes sufrir
igual que sufro yo
por esta situación
que nubla la razón
sin permitir pensar
en que ha de concluir
el drama singular
que existe entre los dos
tratando simular
tan solo una amistad
mientras en realidad
se agita la pasión
que muerde el corazón
y que obliga a callar.

Yo te amo. Yo te amo.

Tus labios de rubí,
de rojo carmesí,
parecen murmurar
mil cosas sin hablar
y yo que estoy aquí
sentado frente a ti
me siento desangrar
sin poder conversar
tratando de decir
tal vez será mejor
me marche yo de aquí
para no vernos más.
Total qué más me da,
ya sé que sufriré
pero al final tendré
tranquilo el corazón
y al fin podré gritar:
¡Yo te amo!

Yo te amo,
sobre todas las cosas del mundo...


Y así… todas las canciones de Sandro eran la puesta en escena de amores imposibles y vidas desencontradas. Supongo que la imagen que tenemos de la verdadera pasión se inscribió en nuestro mapa sentimental escuchando esas letras desgarradoras. La liviandad vendría después, cuando entendimos que la razón por la que todas las historias terminaban en desencuentros y rupturas se debía, precisamente, a que las pasiones siempre sonaban mejor en la voz de Sandro que en la vida real.

En este frío invierno que paraliza los termómetros, la voz de Sandro me devuelve a un lugar acogedor y tibio, donde todavía es posible cantar a coro y la pena no existe.

Te mando un abrazo nostálgico,

r

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