martes, 21 de diciembre de 2010
¡Feliz Solsticio de Invierno!
Amiga,
Con esta foto tomada hoy en el parque, te envío mis mejores deseos en el día más corto del año.
¡Feliz Solsticio de Invierno!
r
miércoles, 15 de diciembre de 2010
Recordar las casas 5
Amiga,
Estaba esperando que consiguieras dónde vivir y que la memoria de estar damnificada se te borrara un poco, para seguir con mi cuento de las casas. No me voy a extender mucho más, de todos modos. Quiero cerrar la memoria de las primeras casas en las que viví con estas tres casas en las que todavía formaba parte de una familia —la casa de la California Norte, el apartamento de Terrazas del Club Hípico y la segunda casa de Barquisimeto. Las demás, las casas en las que estuve sola o acompañada, buscando algo que no sé si encontré, las dejo para más adelante. Cuando encuentre el modo de contarte un tiempo que tú ya conoces.
Supongo que sería a mediados de 1975 cuando nos mudamos a Caracas. Durante unos dos años vivimos en una casa en la California Norte que era de José Agustín Catalá. Eran los tiempos de las vacas gordas del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez y a mi papá le dieron un cargo alto en el Ministerio de Agricultura y Cría. Creo que esa fue la época en la que se encargó de los módulos de Apure. Viajaba mucho y tal vez por eso la vigilancia sobre nosotras se aflojó un poco y al mismo tiempo se volvió obsesiva cuando comenzamos a ser más díscolas de lo que se esperaba de nosotras. Habíamos entrado de lleno en la adolescencia.
Aunque había algunos pecados veniales, como fumar o beber, en realidad había un sólo pecado capital: tener novio. Fumar y beber era algo que hacíamos por contrariar a los mayores o por parecernos a ellos, y era sin duda considerado una afrenta, pero tener novio en la adolescencia era mucho más que un pecado o una afrenta: era una terrible desgracia. Por ese pecado capital nos persiguieron y acosaron durante años. Tal vez por eso para mí esos años están marcados por una sensación de encierro en la casa y libertad en la calle.
Fue el tiempo en el que descubrí que me estaba convirtiendo en una gente grande y ya no quería que nadie me diera órdenes. El típico momento en el que juras que no vas a parecerte nunca a tus padres y que vas a ser ante todo una persona íntegra y que vas a actuar toda la vida de acuerdo a dos o tres principios simples. Era ese tiempo en el que los matices de grises resultan inconcebibles. El tiempo del todo-o-nada, de cuando-sea-grande-van-a-ver.
La casa estaba en la avenida Berlín. Tenía un jardincito enfrente y la cerca baja de lajas de piedra, característica de las casas construidas en esa zona entre los años cincuenta y sesenta. Era de dos pisos y bastante grande. Después de la casa del cerro, creo que es la casa más grande en la que vivió la familia completa. En la planta baja, al entrar, había una especie de recibidor desde el que se veía la sala y el comedor. En ese lugar de entrada montábamos el arbolito y el nacimiento en diciembre, pero el resto del tiempo era un espacio más bien inútil. A la derecha había una pared curva forrada en madera contraenchapada que daba a la puerta del escritorio de mi papá.
Ése debe haber sido el escritorio más grande y mejor iluminado que tuvimos. Aunque era formalmente la oficina de mi papá, recuerdo haberlo usado muchas veces para hacer tareas y para leer. En la casa de mis padres no hubo nunca muchos libros, pero había una colección de los típicos tomos empastados que todo adeco que se respetara debía tener al alcance de la mano: ¡las obras completas de Andrés Eloy Blanco y de Rómulo Gallegos! Desde esa magra herencia cultural había comenzado yo a interesarme en la lectura y ya empezaba a acumular mis propios libros. Pero mis lecturas favoritas habían sido, años atrás, los suplementos de comiquitas. Había leído Sussy, secretos del corazón, con tanto entusiasmo como había leído los suplementos de todos los superhéroes habidos y por haber, además de Archie y las increíbles historias del monje loco, que tenía unos dibujos en sepia que paraban los pelos.
Pero lo más interesante que pasó en esa oficina no tenía nada que ver con la lectura. A los catorce años tuve un noviecito que me visitaba en las noches, cuando todo el mundo estaba durmiendo. Y a través de las rejas de esa inmensa ventana nos dábamos unos largos besos que, por supuesto, nunca pasaron de ahí. Una de esas noches llegó mi papá a estacionarse con el inmenso carro que le habían dado en el ministerio y al vernos siguió de largo. Al día siguiente se armó el drama del siglo. Yo no había cumplido ni quince años y se suponía que no estaba en edad de tener novio. Me castigaron, me encerraron, me amenazaron, y aún así las visitas por la ventana del estudio de mi papá se mantuvieron por mucho más tiempo de lo que todos en la casa imaginaban.
Al lado del escritorio había un bañito pequeño que sólo usaban las visitas. Más allá estaba el comedor haciendo una forma de ele con la sala y en el ángulo entre la sala y el comedor estaba la cocina. La sala daba a una puerta de vidrio que comunicaba con un patio de cemento. Al final del patio había un jardincito que tendría apenas un metro de ancho y ocupaba todo el fondo de pared a pared. De ese jardín sólo recuerdo una frondosa mata de amapolas que se enredaba en una especie de pérgola. En ese jardín enterré un lorito que se me murió de hambre.
Es una de las tantas culpas que cargo en la vida. He tratado de disculparme a mí misma pensando que no había podido salvarlo, pero la verdad es que el pobre loro se murió por simple y llano descuido mío. Los pájaros pequeños tienen un estómago tan minúsculo que, para que no se mueran de hambre, tienen que ser alimentados todo el tiempo, como los bebés. Yo cumplí con mi tarea los primeros días, pero en algún momento se dio una de esas salidas multitudinarias en las que nos íbamos en cambote al cine o a pasear por el Centro Comercial El Marqués, que quedaba a unas cuadras de la casa, y me olvidé del loro. Cuando regresé estaba muerto. Se había muerto de hambre. Lo enterré en el patio y lloré de culpa como si hubiera asesinado a un niño.
El patio se comunicaba por detrás con la cocina. No recuerdo con detalle cómo era la cocina, pero tenía una forma cuadrada y había espacio para un pantry donde desayunábamos y merendábamos. Recuerdo ese pantry como el lugar en el que se dieron las noticias más duras y se compartieron los momentos más íntimos de una época que aparece en mi memoria como una batalla campal, confusa y llena de gente. Porque en esa casa vivieron con nosotros por un tiempo mis tíos Miguelín y Mayuya con sus dos hijas, Jaqueline y Carolina. Y antes, o después, ya no me acuerdo, vivió con nosotros la hermana menor de mi mamá, Cynthia, que en realidad se llama Cristina y que nunca quiso que le dijéramos tía.
Detrás del comedor había una puerta que daba al garage. En ese espacio, que alguna vez estuvo abierto, pero que fue cerrado por alguno de los inquilinos anteriores, mi mamá montó una guardería. Ella estaba empeñada en usar ese espacio vacío para montar un negocio propio. Pintamos las paredes con motivos infantiles y pusimos algunos muebles que ahora no recuerdo. Esa guardería nunca funcionó en realidad, porque sólo cuidamos a un pobre niñito que dejaban en la mañana y regresaban a buscar en la tarde, a veces en la noche. Me acuerdo cómo nos turnábamos para atenderlo y que en algún momento mi mamá se sintió culpable o algo así, porque se dio cuenta de que a ese niño lo estábamos criando nosotras y no la gente que debía ser la responsable de cuidarlo. Así que le entregó el niño a sus padres y hasta ahí llegó la guardería.
Después ese lugar, que era y no era el garaje, se dedicó a otras cosas, pero eso ya no me acuerdo bien. Me parece que en algún momento se volvió un taller donde mi mamá se dedicó a la pintura y en otra época hubo ahí peroles de hacer cerámica y hasta un horno, pesadísimo, para cocer las tazas y platos que mi mamá hacía. Pero es posible que esté mezclando recuerdos de otras casas, porque todos parecen caber en ese lugar vacío que era el garaje.
Entre la sala y el comedor había un espacio, al pie de la escalera, donde pusimos un aparato de sonido. No recuerdo si venía de la casa anterior, pero me parece que no. Creo que era un aparato nuevo. Porque me acuerdo de la novedad de las cornetas estereo y, sobre todo, me acuerdo de unos audífonos, pesadotes y enormes, que uno se ponía para escuchar la música y se transportaba a otro mundo. Ese lugar de la casa me viene a la memoria así: yo estoy acostada sobre un cuero de vaca, blanco y negro, que servía de alfombra; tengo los audífionos puestos; estoy oyendo la banda sonora de la película Juan Salvador Gaviota y el perro que teníamos en esa casa, que se llamaba Nevado, está acostado en la alfombra conmigo y tiene su cabeza sobre mi barriga. Es uno de los recuerdos más perfectos que tengo.
La parte de arriba de la casa tenía un estar amplio donde veíamos la tele y dos cuartos a la derecha, donde dormíamos nosotras y dos cuartos a la izquierda, al final de un pasillo, donde estaba el cuarto de mis padres y el cuarto de huéspedes. Creo que en ese pasillo había un baño y había otro del lado de los cuartos de nosotras. Nuestros dos cuartos se comunicaban a través de una abertura en la pared que no llegaba a ser una puerta, sino que era más bien un umbral. Así que esa parte de la casa era un ir y venir, un entrar y salir, que no paraba. En esos dos cuartos aprendimos a afeitarnos las piernas, a hacernos peinados, a pintarnos las uñas, a maquillarnos, perfumarnos y emperifollarnos.
Teníamos también una puerta que se abría al balcón que daba al frente de la casa. Creo que desde ese tiempo me quedó el gusto por los balcones que conservo hasta hoy. ¡Me encantan los balcones! Pero no los balcones cerrados que son un remedo de balcón, sino los balcones abiertos a los elementos, los balcones en los que uno puede sentir que está afuera, donde te mojas si llueve o te achicharras si hace sol. Los balcones en los que puedes escuchar el ruido de la calle, en los que se pueden venir a refugiar los pájaros, en los que puedes tener matas, tender ropa, asomarte al mundo y fumarte un cigarro.
En el balcón de esa casa fumábamos y conversábamos. Sobre todo cuando vivieron con nosotras mis primas, Jackeline y Carolina. Desde ese balcón hablábamos con los amigos de la cuadra para ponernos de acuerdo para ir al cine, a pesar de que a mi mamá siempre le pareció de muy mal gusto eso de andarse gritando desde el balcón a la calle o viceversa. Aún así, ese era para nosotras el lugar en el que no estábamos ni en la calle ni en la casa. Una frontera porosa y amable, permisiva y hasta alcahueta. Recuerdo haberme sentado muchas veces en ese balcón, sola, con un cigarro y un cuaderno, a escribir un diario que nunca le mostré a nadie y que terminé botando a la basura unos años después.
Y eran sin duda tiempos de escribir diarios. La casa de la California es para mí el lugar en el que aprendí a tomar decisiones, a ensayar a ser una adulta aunque supiera que todavía no lo era. Es la casa en la que las hijas declaramos una guerra sin cuartel a unos padres que apenas podían entender lo que estaba pasando, porque sus niñas habían crecido demasiado pronto. Esa casa es para mí el lugar de una batalla eterna y el sitio en el que tomé las decisiones que me parecían las más importantes de la vida. Ahí cumplí quince años, dejé de peinarme, decidí que no quería tener hijos, que ya no creía en Dios y que el matrimonio era una convención inútil, que sólo servía para complacer a los demás.
Cuando llegamos a Caracas yo tenía trece años y me tocaba empezar tercer año de bachillerato. A todas nos inscribieron en un colegio de monjas que estaba en los Dos Caminos. Creo que se llamaba María Inmaculada. Cuando pasé a cuarto año, tenía que decidir si estudiaba Ciencias o Humanidades. Elegí Humanidades y me tuvieron que cambiar de colegio. Me inscribieron en el Cristo Rey de Altamira y ahí terminé mi bachillerato. Ese cambio implicó que perdiera el beneficio de que mi mamá me hiciera transporte puerta a puerta al entrar y salir del colegio. Como una especie de castigo por ser la disidente de la familia, me inscribieron en el transporte del colegio, un horroroso autobús amarillo que venía a buscarme a la puerta de la casa a las cinco de la mañana.
Durante dos años me levanté a las cuatro y media. Era la única persona que estaba levantada en la casa a esa hora y, aunque a veces podía parecer un castigo horroroso, en realidad en esas madrugadas me gustaba sentirme dueña de aquella casa dormida. Mientras me arreglaba y desayunaba sin hacer ruido, el mundo parecía haber aceptado que yo tenía un lugar en el mundo, una especie de responsabilidad que sólo a mí me tocaba. Y eso parecía ser suficiente.
Respeté el horario del transporte al pie de la letra durante el primer año. Pero cuando empecé a cursar quinto año me atreví a agarrar un autobús normal y corriente, en la Avenida Francisco de Miranda, que me dejaba frente al Unicentro El Marqués. De ahí caminaba hasta la casa sintiendo que me adueñaba por primera vez de la ciudad, de sus calles, de su ritmo. En esos paseos clandestinos, porque no se suponía que debía regresar sola a la casa, aprendí a tomar poco a poco las riendas de mi propia vida.
Cerca de la casa había una biblioteca pública, la Biblioteca Paul Harris, en la que pasé horas con mi amiga de entonces, Efigenia Sideris, o con los funcionarios que trabajaban en la biblioteca que estaban siempre con ánimo de conversar, supongo que por puro y simple aburrimiento. Entre los empleados de la biblioteca estaba Eduardo Liendo, que en ese tiempo no era ni remotamente el escritor famoso que es ahora, y sólo había publicado una novelita que nadie había leído: El mago de la cara de vidrio. Pero el que se convirtió en mi amigo por muchos años fue Gerardo Becerra. Era uno de esos tipos barbudos, miembro orgulloso de lo que —supe después— llamaban la izquierda erótica, porque su deporte favorito era andar detrás de las carajitas. Muchos años más tarde, cuando decidí dejar definitivamente de depender de mis padres, Gerardo me alquilaría una habitación en el apartamento que él compartía con su pareja de entonces, una chilena que se llamaba Marta.
Pero estoy ya muy lejos de la casa de la California Norte. Y la razón es que ya para ese tiempo me interesaba mucho más la calle que la casa y mis recuerdos de esa época me sacan una y otra vez a la calle. Todavía hoy puedo recordar de memoria cada casa y cada negocio que había en el trayecto de la casa al CC El Marqués. Me acuerdo cómo eran todos los pasillos del Centro Comercial, las salas de cine y mi tienda favorita, una rosticería donde comprábamos las empanadas argentinas —¿o eran chilenas?— más ricas que he comido en la vida.
También recuerdo el camino del colegio, que estaba en la sexta transversal de Altamira, a la Avenida Francisco de Miranda. Un camino que he hecho a pie muchísimas veces después y que siempre he recorrido con una sensación de libertad y desafío, en homenaje al tiempo en el que empecé a definir mi futuro y tenía una fe inquebrantable en mí misma.
A la distancia, esa niña que fui entre los trece y los quince años me parece hoy ingenua. De una ingenuidad conmovedora, eso sí. Pero no puedo evitar sentir una pizca de simpatía por esa persona esperanzada y emprendedora que fui. Estuve siempre muy orgullosa de las opciones que tomé en la vida, y hasta hace poco hubiera contado con gusto las aventuras y los riesgos que corrí. Ahora ya no estoy tan segura, amiga. Ahora todo se me desdibuja y más bien me parece que no era necesario tanto afán ni tanta furia, para llegar al final a esto. A este destierro helado.
Así que mejor dejo este cuento hasta aquí antes de que me arrepienta siquiera de haber querido contártelo y borre de un golpe de tecla todo lo que llevo escrito.
Te mando un abrazo nostálgico,
r
Estaba esperando que consiguieras dónde vivir y que la memoria de estar damnificada se te borrara un poco, para seguir con mi cuento de las casas. No me voy a extender mucho más, de todos modos. Quiero cerrar la memoria de las primeras casas en las que viví con estas tres casas en las que todavía formaba parte de una familia —la casa de la California Norte, el apartamento de Terrazas del Club Hípico y la segunda casa de Barquisimeto. Las demás, las casas en las que estuve sola o acompañada, buscando algo que no sé si encontré, las dejo para más adelante. Cuando encuentre el modo de contarte un tiempo que tú ya conoces.
Supongo que sería a mediados de 1975 cuando nos mudamos a Caracas. Durante unos dos años vivimos en una casa en la California Norte que era de José Agustín Catalá. Eran los tiempos de las vacas gordas del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez y a mi papá le dieron un cargo alto en el Ministerio de Agricultura y Cría. Creo que esa fue la época en la que se encargó de los módulos de Apure. Viajaba mucho y tal vez por eso la vigilancia sobre nosotras se aflojó un poco y al mismo tiempo se volvió obsesiva cuando comenzamos a ser más díscolas de lo que se esperaba de nosotras. Habíamos entrado de lleno en la adolescencia.
Aunque había algunos pecados veniales, como fumar o beber, en realidad había un sólo pecado capital: tener novio. Fumar y beber era algo que hacíamos por contrariar a los mayores o por parecernos a ellos, y era sin duda considerado una afrenta, pero tener novio en la adolescencia era mucho más que un pecado o una afrenta: era una terrible desgracia. Por ese pecado capital nos persiguieron y acosaron durante años. Tal vez por eso para mí esos años están marcados por una sensación de encierro en la casa y libertad en la calle.
Fue el tiempo en el que descubrí que me estaba convirtiendo en una gente grande y ya no quería que nadie me diera órdenes. El típico momento en el que juras que no vas a parecerte nunca a tus padres y que vas a ser ante todo una persona íntegra y que vas a actuar toda la vida de acuerdo a dos o tres principios simples. Era ese tiempo en el que los matices de grises resultan inconcebibles. El tiempo del todo-o-nada, de cuando-sea-grande-van-a-ver.
La casa estaba en la avenida Berlín. Tenía un jardincito enfrente y la cerca baja de lajas de piedra, característica de las casas construidas en esa zona entre los años cincuenta y sesenta. Era de dos pisos y bastante grande. Después de la casa del cerro, creo que es la casa más grande en la que vivió la familia completa. En la planta baja, al entrar, había una especie de recibidor desde el que se veía la sala y el comedor. En ese lugar de entrada montábamos el arbolito y el nacimiento en diciembre, pero el resto del tiempo era un espacio más bien inútil. A la derecha había una pared curva forrada en madera contraenchapada que daba a la puerta del escritorio de mi papá.
Ése debe haber sido el escritorio más grande y mejor iluminado que tuvimos. Aunque era formalmente la oficina de mi papá, recuerdo haberlo usado muchas veces para hacer tareas y para leer. En la casa de mis padres no hubo nunca muchos libros, pero había una colección de los típicos tomos empastados que todo adeco que se respetara debía tener al alcance de la mano: ¡las obras completas de Andrés Eloy Blanco y de Rómulo Gallegos! Desde esa magra herencia cultural había comenzado yo a interesarme en la lectura y ya empezaba a acumular mis propios libros. Pero mis lecturas favoritas habían sido, años atrás, los suplementos de comiquitas. Había leído Sussy, secretos del corazón, con tanto entusiasmo como había leído los suplementos de todos los superhéroes habidos y por haber, además de Archie y las increíbles historias del monje loco, que tenía unos dibujos en sepia que paraban los pelos.
Pero lo más interesante que pasó en esa oficina no tenía nada que ver con la lectura. A los catorce años tuve un noviecito que me visitaba en las noches, cuando todo el mundo estaba durmiendo. Y a través de las rejas de esa inmensa ventana nos dábamos unos largos besos que, por supuesto, nunca pasaron de ahí. Una de esas noches llegó mi papá a estacionarse con el inmenso carro que le habían dado en el ministerio y al vernos siguió de largo. Al día siguiente se armó el drama del siglo. Yo no había cumplido ni quince años y se suponía que no estaba en edad de tener novio. Me castigaron, me encerraron, me amenazaron, y aún así las visitas por la ventana del estudio de mi papá se mantuvieron por mucho más tiempo de lo que todos en la casa imaginaban.
Al lado del escritorio había un bañito pequeño que sólo usaban las visitas. Más allá estaba el comedor haciendo una forma de ele con la sala y en el ángulo entre la sala y el comedor estaba la cocina. La sala daba a una puerta de vidrio que comunicaba con un patio de cemento. Al final del patio había un jardincito que tendría apenas un metro de ancho y ocupaba todo el fondo de pared a pared. De ese jardín sólo recuerdo una frondosa mata de amapolas que se enredaba en una especie de pérgola. En ese jardín enterré un lorito que se me murió de hambre.
Es una de las tantas culpas que cargo en la vida. He tratado de disculparme a mí misma pensando que no había podido salvarlo, pero la verdad es que el pobre loro se murió por simple y llano descuido mío. Los pájaros pequeños tienen un estómago tan minúsculo que, para que no se mueran de hambre, tienen que ser alimentados todo el tiempo, como los bebés. Yo cumplí con mi tarea los primeros días, pero en algún momento se dio una de esas salidas multitudinarias en las que nos íbamos en cambote al cine o a pasear por el Centro Comercial El Marqués, que quedaba a unas cuadras de la casa, y me olvidé del loro. Cuando regresé estaba muerto. Se había muerto de hambre. Lo enterré en el patio y lloré de culpa como si hubiera asesinado a un niño.
El patio se comunicaba por detrás con la cocina. No recuerdo con detalle cómo era la cocina, pero tenía una forma cuadrada y había espacio para un pantry donde desayunábamos y merendábamos. Recuerdo ese pantry como el lugar en el que se dieron las noticias más duras y se compartieron los momentos más íntimos de una época que aparece en mi memoria como una batalla campal, confusa y llena de gente. Porque en esa casa vivieron con nosotros por un tiempo mis tíos Miguelín y Mayuya con sus dos hijas, Jaqueline y Carolina. Y antes, o después, ya no me acuerdo, vivió con nosotros la hermana menor de mi mamá, Cynthia, que en realidad se llama Cristina y que nunca quiso que le dijéramos tía.
Detrás del comedor había una puerta que daba al garage. En ese espacio, que alguna vez estuvo abierto, pero que fue cerrado por alguno de los inquilinos anteriores, mi mamá montó una guardería. Ella estaba empeñada en usar ese espacio vacío para montar un negocio propio. Pintamos las paredes con motivos infantiles y pusimos algunos muebles que ahora no recuerdo. Esa guardería nunca funcionó en realidad, porque sólo cuidamos a un pobre niñito que dejaban en la mañana y regresaban a buscar en la tarde, a veces en la noche. Me acuerdo cómo nos turnábamos para atenderlo y que en algún momento mi mamá se sintió culpable o algo así, porque se dio cuenta de que a ese niño lo estábamos criando nosotras y no la gente que debía ser la responsable de cuidarlo. Así que le entregó el niño a sus padres y hasta ahí llegó la guardería.
Después ese lugar, que era y no era el garaje, se dedicó a otras cosas, pero eso ya no me acuerdo bien. Me parece que en algún momento se volvió un taller donde mi mamá se dedicó a la pintura y en otra época hubo ahí peroles de hacer cerámica y hasta un horno, pesadísimo, para cocer las tazas y platos que mi mamá hacía. Pero es posible que esté mezclando recuerdos de otras casas, porque todos parecen caber en ese lugar vacío que era el garaje.
Entre la sala y el comedor había un espacio, al pie de la escalera, donde pusimos un aparato de sonido. No recuerdo si venía de la casa anterior, pero me parece que no. Creo que era un aparato nuevo. Porque me acuerdo de la novedad de las cornetas estereo y, sobre todo, me acuerdo de unos audífonos, pesadotes y enormes, que uno se ponía para escuchar la música y se transportaba a otro mundo. Ese lugar de la casa me viene a la memoria así: yo estoy acostada sobre un cuero de vaca, blanco y negro, que servía de alfombra; tengo los audífionos puestos; estoy oyendo la banda sonora de la película Juan Salvador Gaviota y el perro que teníamos en esa casa, que se llamaba Nevado, está acostado en la alfombra conmigo y tiene su cabeza sobre mi barriga. Es uno de los recuerdos más perfectos que tengo.
La parte de arriba de la casa tenía un estar amplio donde veíamos la tele y dos cuartos a la derecha, donde dormíamos nosotras y dos cuartos a la izquierda, al final de un pasillo, donde estaba el cuarto de mis padres y el cuarto de huéspedes. Creo que en ese pasillo había un baño y había otro del lado de los cuartos de nosotras. Nuestros dos cuartos se comunicaban a través de una abertura en la pared que no llegaba a ser una puerta, sino que era más bien un umbral. Así que esa parte de la casa era un ir y venir, un entrar y salir, que no paraba. En esos dos cuartos aprendimos a afeitarnos las piernas, a hacernos peinados, a pintarnos las uñas, a maquillarnos, perfumarnos y emperifollarnos.
Teníamos también una puerta que se abría al balcón que daba al frente de la casa. Creo que desde ese tiempo me quedó el gusto por los balcones que conservo hasta hoy. ¡Me encantan los balcones! Pero no los balcones cerrados que son un remedo de balcón, sino los balcones abiertos a los elementos, los balcones en los que uno puede sentir que está afuera, donde te mojas si llueve o te achicharras si hace sol. Los balcones en los que puedes escuchar el ruido de la calle, en los que se pueden venir a refugiar los pájaros, en los que puedes tener matas, tender ropa, asomarte al mundo y fumarte un cigarro.
En el balcón de esa casa fumábamos y conversábamos. Sobre todo cuando vivieron con nosotras mis primas, Jackeline y Carolina. Desde ese balcón hablábamos con los amigos de la cuadra para ponernos de acuerdo para ir al cine, a pesar de que a mi mamá siempre le pareció de muy mal gusto eso de andarse gritando desde el balcón a la calle o viceversa. Aún así, ese era para nosotras el lugar en el que no estábamos ni en la calle ni en la casa. Una frontera porosa y amable, permisiva y hasta alcahueta. Recuerdo haberme sentado muchas veces en ese balcón, sola, con un cigarro y un cuaderno, a escribir un diario que nunca le mostré a nadie y que terminé botando a la basura unos años después.
Y eran sin duda tiempos de escribir diarios. La casa de la California es para mí el lugar en el que aprendí a tomar decisiones, a ensayar a ser una adulta aunque supiera que todavía no lo era. Es la casa en la que las hijas declaramos una guerra sin cuartel a unos padres que apenas podían entender lo que estaba pasando, porque sus niñas habían crecido demasiado pronto. Esa casa es para mí el lugar de una batalla eterna y el sitio en el que tomé las decisiones que me parecían las más importantes de la vida. Ahí cumplí quince años, dejé de peinarme, decidí que no quería tener hijos, que ya no creía en Dios y que el matrimonio era una convención inútil, que sólo servía para complacer a los demás.
Cuando llegamos a Caracas yo tenía trece años y me tocaba empezar tercer año de bachillerato. A todas nos inscribieron en un colegio de monjas que estaba en los Dos Caminos. Creo que se llamaba María Inmaculada. Cuando pasé a cuarto año, tenía que decidir si estudiaba Ciencias o Humanidades. Elegí Humanidades y me tuvieron que cambiar de colegio. Me inscribieron en el Cristo Rey de Altamira y ahí terminé mi bachillerato. Ese cambio implicó que perdiera el beneficio de que mi mamá me hiciera transporte puerta a puerta al entrar y salir del colegio. Como una especie de castigo por ser la disidente de la familia, me inscribieron en el transporte del colegio, un horroroso autobús amarillo que venía a buscarme a la puerta de la casa a las cinco de la mañana.
Durante dos años me levanté a las cuatro y media. Era la única persona que estaba levantada en la casa a esa hora y, aunque a veces podía parecer un castigo horroroso, en realidad en esas madrugadas me gustaba sentirme dueña de aquella casa dormida. Mientras me arreglaba y desayunaba sin hacer ruido, el mundo parecía haber aceptado que yo tenía un lugar en el mundo, una especie de responsabilidad que sólo a mí me tocaba. Y eso parecía ser suficiente.
Respeté el horario del transporte al pie de la letra durante el primer año. Pero cuando empecé a cursar quinto año me atreví a agarrar un autobús normal y corriente, en la Avenida Francisco de Miranda, que me dejaba frente al Unicentro El Marqués. De ahí caminaba hasta la casa sintiendo que me adueñaba por primera vez de la ciudad, de sus calles, de su ritmo. En esos paseos clandestinos, porque no se suponía que debía regresar sola a la casa, aprendí a tomar poco a poco las riendas de mi propia vida.
Cerca de la casa había una biblioteca pública, la Biblioteca Paul Harris, en la que pasé horas con mi amiga de entonces, Efigenia Sideris, o con los funcionarios que trabajaban en la biblioteca que estaban siempre con ánimo de conversar, supongo que por puro y simple aburrimiento. Entre los empleados de la biblioteca estaba Eduardo Liendo, que en ese tiempo no era ni remotamente el escritor famoso que es ahora, y sólo había publicado una novelita que nadie había leído: El mago de la cara de vidrio. Pero el que se convirtió en mi amigo por muchos años fue Gerardo Becerra. Era uno de esos tipos barbudos, miembro orgulloso de lo que —supe después— llamaban la izquierda erótica, porque su deporte favorito era andar detrás de las carajitas. Muchos años más tarde, cuando decidí dejar definitivamente de depender de mis padres, Gerardo me alquilaría una habitación en el apartamento que él compartía con su pareja de entonces, una chilena que se llamaba Marta.
Pero estoy ya muy lejos de la casa de la California Norte. Y la razón es que ya para ese tiempo me interesaba mucho más la calle que la casa y mis recuerdos de esa época me sacan una y otra vez a la calle. Todavía hoy puedo recordar de memoria cada casa y cada negocio que había en el trayecto de la casa al CC El Marqués. Me acuerdo cómo eran todos los pasillos del Centro Comercial, las salas de cine y mi tienda favorita, una rosticería donde comprábamos las empanadas argentinas —¿o eran chilenas?— más ricas que he comido en la vida.
También recuerdo el camino del colegio, que estaba en la sexta transversal de Altamira, a la Avenida Francisco de Miranda. Un camino que he hecho a pie muchísimas veces después y que siempre he recorrido con una sensación de libertad y desafío, en homenaje al tiempo en el que empecé a definir mi futuro y tenía una fe inquebrantable en mí misma.
A la distancia, esa niña que fui entre los trece y los quince años me parece hoy ingenua. De una ingenuidad conmovedora, eso sí. Pero no puedo evitar sentir una pizca de simpatía por esa persona esperanzada y emprendedora que fui. Estuve siempre muy orgullosa de las opciones que tomé en la vida, y hasta hace poco hubiera contado con gusto las aventuras y los riesgos que corrí. Ahora ya no estoy tan segura, amiga. Ahora todo se me desdibuja y más bien me parece que no era necesario tanto afán ni tanta furia, para llegar al final a esto. A este destierro helado.
Así que mejor dejo este cuento hasta aquí antes de que me arrepienta siquiera de haber querido contártelo y borre de un golpe de tecla todo lo que llevo escrito.
Te mando un abrazo nostálgico,
r
lunes, 6 de diciembre de 2010
Tiranías de hielo
Amiga,
Seguimos sepultados bajo nieve. Hoy cayó una nevada menuda, indecisa entre agua y nieve, que dejó sin embargo un par de centímetros más de copos blancos sobre lo que ya se había acumulado. Como no tengo nada más que hacer en estos días aparte de leer y mirar por la ventana, he estado observando el comportamiento de los vecinos ante el avance de la nieve.
Parece haber una especie de código implícito relacionado con el asunto de apalear la nieve de los frentes de las casas. En principio lo lógico sería que cada quien apaleara la nieve que le corresponde, es decir, la que se acumula enfrente de su casa, porque es un espacio claramente delimitado. Visto así es de lo más simple. Pero todo se complica cuando comienzan a aparecer las excepciones.
Si tienes una vecina casi inválida, o demasiado viejita, te toca quitarle la nieve de enfrente, por puro sentido común y solidaridad elemental. La mayoría de los vecinos lo hace sin esperar nada a cambio y creo que ese es el lado loable del asunto. Los vecinos se ayudan entre sí y todo el mundo siente que está contribuyendo con su granito de arena, hoy por ti mañana por mí, etc.
Pero ese código de ayuda a los desvalidos se complica cuando aparecen los vecinos que trabajan más de la cuenta, los que van más allá de lo que razonablemente se espera de ellos, y se convierten en una especie de guardianes del bien público. Esos son los vecinos que esperan con la pala en la mano a que deje de nevar y de inmediato salen a la acera y se dedican a limpiar no sólo su frente sino el frente de la vecina que está demasiado gorda para fajarse con una pala, el frente de la vecina que tiene ya más de ochenta años, el frente de la otra vecina que trabaja en el día y no tiene tiempo para eso. Pero cuando llega al frente de mi vecino de la izquierda, se para y se devuelve, dejando una especie de frontera en la nieve que no es más que una forma de exclusión.
El punto es que Peter, mi vecino del lado izquierdo, no usa mucho su entrada del frente, porque él y su familia tienen un par de carros estacionados atrás y entran y salen por el patio. Así que muy rara vez se enteran de que la nieve está alta del lado de acá y la verdad es que no creo que les importe mucho. Por lo tanto, no la limpian. Y creo que están en su derecho, porque la casa del vecino está en el vértice de un ángulo de la plaza, lo que implica que sólo ellos tendrían en principio que pasar por su frente. Ellos y el cartero, si es que llega en medio de la nieve.
Al lado de Peter vivimos nosotros y si queremos salir sólo tenemos que usar la acera que bordea la plaza por la derecha en vez de la de la izquierda y asunto resuelto. Es por eso que Lyo ha estado limpiando nuestro frente y el de la vecina de la derecha, Susan, que apenas se puede mover dentro de su casa. Y del mismo modo que el vecino exagerado que limpia todo un lado de la plaza, Lyo también ha estado poniendo en evidencia, sin querer, la dejadez del vecino que le importa un pepino que su frente se llene de nieve.
Pero el tema del despeje de la nieve no termina ahí. Esta tarde, cuando terminó de nevar, vi venir desde el fondo de la plaza a un vecino que no había visto antes. Venía limpiando con una pala nueva, luminosa y escarlata. Hacía alarde del ímpetu típico de la gente que ha estado mucho tiempo encerrada y necesita estirar las piernas y mover los brazos. Yo lo oía venir con su pala, haciendo el sonido típico que hacen las palas al mover la nieve, como si levantaran arena: squashh, squashh…
Me asomé en la ventana para ver, una vez más, cómo el vecino se detenía en el límite imaginario que todos habíamos construido entre la eficiencia y la desidia. En algún momento el vecino levantó la cabeza y me vio. Yo no me moví. A fin de cuentas estoy en mi casa, mirando por mi ventana. No creo que eso tenga nada de malo. Lo vi dudar. Lo vi hacer una pausa. Y, para mi sorpresa, lo vi seguir acercándose, squashh, squashh, squashh, squashh, hasta que llegó a la puerta de Peter.
Ahí me empezó a dar vergüenza y me quité de la ventana pensando que, ahora que Lyo no está, me iba a tocar a mí pedirle la pala a la vecina para hacer mi parte: nobleza obliga. Pero seguí oyendo la pala sonar contra la nieve, pasar frente a mi casa y seguir por todo el resto de la acera hasta el final de la plaza. No podía creer que el vecino se hubiera tomado la molestia de apalear el frente de todas y cada una de las casas del vecindario. Abrí la puerta y me asomé para estar segura de que lo que estaba oyendo era cierto. En efecto, casi al borde ya de la calle el vecino al que le debemos las aceras limpias de hoy venía de regreso con puñados se sal a terminar su obra. Se le veía sonriente, orgulloso y decidido.
Y aquí es donde viene el punto retorcido de la historia. Hacer un favor simple, que implica apenas un esfuerzo mínimo, no requiere ningún otro reconocimiento más allá de unas bien sentidas gracias. Pero ¿qué tipo de reconocimiento espera el que ayuda de más, el que hace un despliegue de esfuerzo que va más allá de toda convención? No puedo evitar suponer que lo que espera va más allá de lo habitual.
En todo caso, tengo el presentimiento de que el vecino que hoy limpió todas las aceras que bordean la plaza se siente poderoso y digno. Y por descarte siente que sus vecinos están en deuda con él. Una deuda que no podrán pagar con ninguna forma de agradecimiento, sino tal vez sólo con un esfuerzo igual. Así que me temo que en los próximos días veremos a distintos vecinos tratando de devolver el favor. Porque esa será la única manera de que todos los demás saldemos una deuda que preferimos no tener sobre nuestras conciencias.
La nieve produce tiranías sutiles, amiga.
Cariños,
r
domingo, 28 de noviembre de 2010
¡Nevados!
Amiga,
Desde el viernes estamos bajo nieve en el reino. Y como siempre que se acumulan tres o cuatro centímetros de nieve, todo es un caos. Los noticieros pasan horas mostrando imágenes de gente varada en las carreteras y los pronósticos del tiempo por venir están todos llenos de “warnings”, signos de admiración y anuncios de la catástrofe que está por venir. Sin embargo, aquí en el pueblito en el que vivo la gente se toma la nevada con mucha más gracia y cierta dignidad.
Los niñitos sacan a relucir todos los peroles que sirven para deslizarse en la nieve y desde el viernes no han parado de lanzarse por una mínima pendiente que hay en el parque que está atrás de la casa. Uno de nuestros vecinos, un señor retirado, alto y fuerte como un soldado antiguo, parece esperar el instante mismo en que deja de nevar para salir con su pala a quitar la nieve de la acera que bordea la plaza de enfrente. Hoy reclutó a dos niñas, que supongo que son sus nietas, y estrenaron una pala nueva, roja y reluciente, que en un santiamén dejó libre el paso para los potenciales peatones del vecindario.
Ayer fuimos a caminar al parque y aunque había caído ya algo de nieve —no tanto como hoy— la gente estaba como siempre paseando sus perros, caminando a la orilla del río y disfrutando del paisaje. Los árboles se veían hermosos, totalmente blancos, y había una luz entre dorada y azul que parecía de cuento de hadas. Lamenté no haberme llevado la cámara para registrar el acontecimiento. Cuando regresamos a la casa nuestro termómetro había bajado de cero y un par de horas después estábamos a menos cinco.
Habíamos planeado ir hoy al cine, pero Lyo me mandó un mensajito desde la ciudad para decirme que mejor no me moviera de la casa, porque Edimburgo es un caos total. Sé que en la tierruca todo el mundo está en alerta por las lluvias y ha habido muertos y cantidad de gente ha perdido su casa, ¡incluyéndote! Por eso no tengo derecho a quejarme de estar simplemente encerrada, a salvo en casita y con la calefacción prendida. Pero no es que no me den ganas de quejarme, es sólo que me da más bien pena. Así que me trago la queja y lo dejo hasta aquí…
Te mando un abrazo helado!
r
jueves, 18 de noviembre de 2010
Miércoles de susto
Amiga,
Aunque estés pasando por tantas angustias y me dé hasta pena contarte mis pequeñas tribulaciones de exiliada, me animo a escribirte pensando que todo el mundo necesita distraerse de sus propios dramas con los dramas ajenos, por triviales que sean. Así que aquí va mi cuento del día de ayer, que quiero dejar registrado en nuestro blog porque parece que lo hubiera inventado.
Todo empezó con un ventarrón. Hacía tanto viento ayer que pensé que era mejor no salir. Pero era miércoles y tenía varios libros esperándome en la biblioteca y varias semanas ya faltando a mi rutina de los miércoles, que me había ayudado tanto a centrarme. Como sabes, los miércoles me paso la tarde en la biblioteca nacional —NLS, en sus siglas en inglés. Es una rutina que me ayuda a dividir en dos la semana, a respirar cada tanto un aire distinto al de mi estudio, a destrabarme las ideas dormidas de tanto encierro.
Así que a mediodía, cuando salió un rayito de sol apenas en el horizonte, me enfundé en mi abrigo de invierno y me decidí a enfrentar el ventarrón y la lluvia, el frío y la oscuridad. La primera señal de que algo podía no salir tan bien fue que al llegar a la esquina y mirar a cielo abierto me di cuenta de que había dejado mis lentes. Aunque veo bien todo lo que está a menos de tres metros delante de mí, de ahí para allá el mundo se me borra.
Miré mi reloj y decidí que iba a ser mucho más grave que el autobús me dejara. Como te he contado otras veces, aquí los autobuses tienen un horario y lo cumplen como pueden. Casi siempre llegan después de la hora, pero cuando les da por ponerse puntuales utilizan la ley más antigua de la puntualidad británica: llegar antes. Así que si mi medio de transporte se adelantaba un par de minutos, me quedaría varada y sin miércoles de biblioteca. Porque no hay nada que odie más que perder un autobús. Cuando eso pasa, prefiero devolverme a la casa y dejar todo de ese tamaño.
Mientras esperaba el autobús, resignada a pasar el día mirando sólo las brumas en el horizonte, llegó la segunda señal. Estaba escuchando en mi iPod una canción que hablaba de andar por la vida sin defensas, sin excusas, sin ayuda, cuando se me acercó una señora de lo más amable, de esas con las que me cruzo en el parque cuando camino, para preguntarme algo que sólo entendí cuando me extendió la mano para mostrarme ¡mi llave de la casa! Se me había caído en la acera mientras venía hacia la parada dudando si debía regresar o no a buscar mis lentes.
Traté de no sumar dos más dos y de seguir el consejo de la canción: helpless, defenceless, me dije. Ese es el modo. Dejar que todo venga sin oponer resistencia. Doblarse sin partirse, como el bambú. Pura filosofía zen, pues. En realidad consideré lo de la llave un buen signo, una señal de que todo iba a salir bien por el resto del día, porque una buena vecina se había apiadado de mí y me había devuelto la buena suerte que tal vez me hubiera abandonado por las siguientes ocho o diez horas si no.
No me parece necesario aclararte, a estas alturas, que soy de esa gente que cree a medias en esos signos inciertos que se supone que sirven para advertirnos de los peligros que están por venir. Pero tal vez a los demás lectores de este blog les parezca un dato válido. Aunque haya aprendido, una y otra vez, por dolorosa experiencia, que nada nunca te avisa cuando viene lo peor, lo realmente terrible.
En fin, que me monté en mi autobús confiadísima. Había incluso uno que otro rayito de sol, escueto y triste, pero sol al fin, cuando llegamos a las afueras de la ciudad. Pero ya cerca de la parada en la que me bajo, al final de Princess Street, el ventarrón había arreciado y la lluvia caía menuda, de esa manera horizontal en la que se desplaza aquí la lluvia, burlando los paraguas y los impermeables, por muy buenos que sean.
Bajo esa lluvia helada caminé hasta la biblioteca. Fui por todo el camino pensando que no tenía dinero en efectivo y que si quería tomarme un tecito y comerme algo en el café de la NLS tenía que pasar por un cajero. Pero después me distraje y, empeñada en llegar rápido para evitar congelarme, pasé de largo por dos cajeros y me enfilé en volandas al lugar donde estaría a salvo del tiempo inclemente.
Cuando ya había abierto el locker para guardar mi abrigo, mis guantes, mi gorro, mi bufanda y mi cartera, me acordé del cajero. Volví a ponerme encima todos los implementos que me protegen del invierno y salí de nuevo a la calle a desandar, casi trotando, la media cuadra que me separaba del cajero más cercano. Era eso o quedarme sin almuerzo. Lo hice sin pensar. Tampoco quise ver en este revés ninguna señal adversa.
El tecito caliente me recompensó de todas las inclemencias y al subir a la sala y sentarme frente a mis libros, el universo todo volvió a estar en su sitio. Ya lo sabes, para mí las bibliotecas son los lugares en los que el mundo se ordena, todo cobra sentido, y me siento en paz. Como si estuviera en un templo que ha olvidado sus dioses pero mantiene viva una especie de reverberación, un fulgor que alimenta el alma.
Leí por horas, concentrada y feliz. Tomé notas, se me ocurrieron un par de buenas ideas. Cada tanto miraba por las claraboyas a ver qué tan oscuro se iba poniendo el cielo. Esa es una de las cosas que me gustan de la biblioteca nacional de Escocia, que en el piso de arriba hay cuatro o cinco inmensas claraboyas que te permiten, si no mirar el cielo directamente, al menos presentir su claridad o darte cuenta de que el sol está por ocultarse. En estos días de otoño, a las cinco de la tarde ya es noche cerrada.
Decidí salir apenas pasadas las cinco, porque si seguía lloviendo afuera me iba a congelar un poco menos mientras más temprano regresara. Por el camino hacia la parada se me ocurrió que podía ser una buena idea acercarme a un abasto que está cerca de Princess Street, para comprar algo para cenar. Llegué al abasto después de un largo rodeo, porque nunca me acuerdo en qué esquina está y porque, estando sin lentes, tenía que acercarme a tres metros de los letreros para saber exactamente qué tienda era cuál.
Después de hacer las compras me sentí de lo más satisfecha de mi decisión. Sólo me había tomado media hora y en apenas un rato estaría en mi casa, preparándome una cenita caliente y rica. Regresé a la parada con esta idea estimulante en mi estómago y mi bolsa de la compra un poco más pesada que de costumbre. Había aprovechado para comprarle a Lyo unos quesos, un humus de pimentones y un paté de salmón. Al cruzar la calle vi un autobús 28 llegando justo al mismo tiempo que yo. Pensé que aquella coincidencia era una materialización de mi buena suerte, la maravillosa suerte que me había acompañado durante todo el día.
Subí al autobús contentísima. Afuera quedaba la lluvia, el viento helado, la oscuridad. Elegí un asiento a la derecha, puse la bolsa en el piso y abrí el libro que cargo en la cartera en estos días: Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Me instalé a leer con una sensación de misión cumplida, de día bien aprovechado, de merecer recompensa por mantener el esfuerzo de vivir como se debe. Me dejé atrapar por la historia que Cercas sabe contar tan bien. Se me ocurrieron un par de buenas ideas, tomé notas en las páginas blancas que hay detrás del libro. De vez en cuando miraba hacia afuera. Oscuridad, luces borrosas. Y seguía leyendo.
Es verdad que a veces pierdo el sentido del tiempo. Sobre todo cuando leo. Pero me he aprendido el camino a casa por los giros y cruces que hace el autobús y casi puedo saber por dónde voy, sin mirar hacia afuera, en cada momento del trayecto. Como era el autobús 28, es decir, el que da la vuelta más larga para llegar al pueblito en el que vivo, sabía que iba a tardar más que la habitual media hora del trayecto que hago cuando uso el autobús 27, que es el que pasa directo frente a mi casa, sin desviarse por ninguna parte. Pero de pronto miré el reloj y me di cuenta de que llevaba más de cuarenta minutos en aquel camino sin llegar a ninguna parte.
Miré por la ventana y no reconocí nada de lo que vi. Traté de leer los letreros que aparecían cada tanto al borde de la carretera. Imposible. Sin lentes no leo ningún letrero a menos que esté pegado a mi nariz. Cegata y todo, sabía que no estaba en un lugar conocido y entré en pánico. Me levanté en una parada, después de una inmensa redoma, y le pregunté al conductor con un hilo de voz si ese autobús no pasaba por East Calder. Me dijo que no. Le insistí. Le dije que si ese no era el 28. Me dijo que no, que ese era el 20. ¡Me había montado en el bus que no era!
Respiré hondo. El chofer se apiadó de mí al ver mi cara de angustia y consultó un cuadro que tenía enfrente, una especie de tabla de rutas y horarios, y me dijo que si me bajaba y cruzaba la calle podía agarrar el 28 del otro lado y regresar a mis predios. Corrí a mi asiento, agarré la inmensa bolsa con los ingredientes de mi preciosa cena, que parecía ahora tan remota, y salí del autobús agradecida y atolondrada.
Al cruzar la calle y llegar a la parada de enfrente traté de entender dónde estaba. Pero no había mucho en qué apoyarse. Era una de esas paradas olvidadas de todo y de todos, sin cartelera con las rutas de autobuses, sin nombre y sin anuncios. Una parada parecida a las del más remoto rincón del tercer mundo, si en los rincones remotos del tercer mundo hubiera paradas. Y para colmo había un señor fumando que me miró de una manera sospechosísima y me hizo imaginar que lo peor estaba por venir.
Lo lógico era que confiara en la información que me había dado el chofer del otro autobús y que esperara, pacientemente, a que llegara el 28. Pero yo estaba ya al borde de un ataque de nervios. Me entró la angustia de estar en el medio de la nada, sin referencias de ningún tipo, sin control sobre lo que sucedía a mi alrededor y al lado de un personaje que parecía salido de una película de terror. Mi primera reacción fue escribirle un mensajito de texto a Lyo, que a todas éstas estaba en una cena protocolar con las autoridades universitarias.
Por supuesto, nunca respondió. Esperé tres minutos que parecieron tres horas. El viento sonaba con vocación de huracán. La bolsa con la compra me pesaba en una mano que se me congelaba rápidamente a pesar del abrigo de los guantes. Me imaginé que pasaban horas y no llegaba ningún autobús. Me imaginé que Lyo salía de su cena a media noche y sólo entonces miraba el mensaje en el celular y cuando me respondía mi teléfono ya no tenía pilas, o respondía la contestadora, porque el hombre que fumaba en la parada ya había hecho conmigo lo que tenía que hacer.
Todo el pánico del mundo cabe en tres minutos, amiga. Así que para espantar el miedo o al menos para sentir que estaba haciendo algo, que podía controlar de algún modo la situación, caminé hasta la inmensa redoma que estaba a media cuadra de la parada. Las redomas aquí tienen letreros y si me ponía enfrente de uno podía saber dónde diablos estaba. El letrero no me dijo mucho, aunque supe que estaba cerca de Bathgate, un pueblo que queda a media hora de mi pueblito. Crucé la calle otra vez y caminé hacia un edificio bajo que estaba enfrente.
Era una estación de bomberos. Desde ahí llamé a un taxi. En este país, a menos que estés en el centro mismo de una ciudad muy transitada, no puedes sacar el dedo y parar un taxi. Tienes que llamar para reservar uno, incluso si estás en el medio de la calle. Expliqué dónde estaba, con mucha dificultad porque el viento se colaba en la conversación y yo no oía ni me oían. Finalmente, cuando logramos entendernos, la operadora me dijo que el taxi tardaría entre treinta y cuarenta minutos. ¡Casi me desmayo!
Media hora, sin embargo, era preferible que esperar hasta el infinito. Comparado con el tiempo eterno que se extendía delante de mí, media hora no era nada, así que le dije a la mujer que esperaría. Me quedé parada frente a la estación de bomberos, que estaba cerrada a cal y canto y con apenas un par de luces encendidas afuera. Miré pasar los carros por la inmensa redoma que estaba, para mí, en el medio de la nada. Sentí un intenso pánico. Como cuando estás a punto de ahogarte, como cuando estás al borde de una revelación devastadora, como cuando alguien que amas te dice: tenemos que hablar. Se me revolvió el estómago y sentí llegar un desvanecimiento que tuve que auyentar con todas mis fuerzas.
Y en ese momento vi un autobús saliendo de la parada en la que había estado agonizando por tres minutos eternos. ¡Era un 27! Mi autobús más querido. Me devolví casi corriendo. El autobús se fue sin mí, por supuesto, pero ya sabía que estaba en la ruta correcta y no me importó qué tanto más tendría que esperar. Respiré profundo. Ya no iba a desmayarme. Saqué de la bolsa un yogurt de durazno que había comprado y me lo comí con calma. No habían pasado ni diez minutos cuando apareció un 28, perfecto y flamante, vacío y entusiasta.
Subí. Pagué el doble de lo que hubiera costado el pasaje, porque no tenía sencillo. Me senté en un asiento mullido y tibio. Llamé para cancelar el taxi que había pedido y después me dejé llorar en silencio absoluto por un rato, como una niña perdida o abandonada o encontrada mucho tiempo después de haberse perdido. Me puse en las orejas mis audífonos y en todo el trayecto de regreso, mientras esperaba ver entre las brumas algún edificio o calle que me resultara familiar, estuve escuchando una canción que hablaba de la necesidad regresar a casa y de la angustia de no conocer el camino de regreso a casa.
Cuando llegué al centro comercial, supe que estaba a salvo y que sólo faltaban quince minutos para llegar a mi pueblito. Entonces me di cuenta de que todo ese tiempo en que estuve perdida sin estarlo lo único que quería era encontrar algo que me resultara familiar. Sentirme en el sitio en el que sé dónde está cada cosa y qué hay en cada cuadra. Lo que quería era volver a mi espacio. Y así me sentí cuando me bajé del autobús, cuando caminé las tres cuadras que van de la parada del 28 a mi casa, helada pero contenta.
Pasadas las ocho de la noche, cuando finalmente abrí la puerta con la llave que una buena vecina había tenido la amabilidad de devolverme, entendí que lo importante ya no era que me había perdido sino que acababa de reconocer mi pertenencia. Después de tantos años de sentirme fuera de lugar, de mirar alrededor sin aceptar como mías las calles o las casas, había descubierto que mi lugar era éste. No sólo esta casa, sino este pueblito perdido de nombre extraño, con su calle principal y sus dos semáforos, su abasto y su farmacia, su oficina postal y su pub, su cementerio antiguo y sus dos iglesias de piedra. Ya no me sentía una extranjera perdida en un lugar ajeno. Estaba, por fin, en casa.
Espero que hayas tenido la paciencia de acompañarme hasta aquí en el recuento tortuoso de este miércoles de susto. Y que mi historia te haya distraído un rato de tus preocupaciones. Tal vez es verdad que lo único que necesitamos es distancia para descubrir lo que realmente cuenta. Tal vez sólo es necesario perderse, en el medio de una noche helada, para que todo vuelva a tener sentido.
Te acompaño,
r
miércoles, 10 de noviembre de 2010
Mudanzas y desarraigos
Amiga,
Supe que estás buscando casa. Qué cosa horrible es buscar donde vivir o, mejor dicho, quedarse sin un lugar donde vivir. Comparto contigo la angustia y la sensación de orfandad que se le viene a uno encima cuando hay que pasar por ese cambio abrupto que implica deshacerse de hábitos que nos ha costado construir, abandonar la tibieza de lo cotidiano, destruir el equilibrio precario del día a día. Te acompaño en la angustia y en la espera.
Comparto también, por otro lado, la sensación de aventura y de riesgo, la apertura hacia el qué vendrá, hacia lo inesperado y lo posible. Porque esas dos cosas entran juntas y revueltas en el desarraigo. Y toda mudanza es un desarraigo, un pequeño exilio. Cada vez que metemos en cajas y en maletas nuestros bártulos y levantamos vuelo y desbaratamos el nido estamos de algún modo desterrándonos.
Y cada destierro nos quita de encima una piel vieja y nos obliga a construirnos una nueva piel. Tal vez por eso, nosotras, que nos hemos desarraigado tantas veces, vivimos a la intemperie. Porque no nos hemos dado tiempo de crear corazas. Porque con cada nuevo despojo y con cada nueva piel aprendemos lo que vale ser vulnerable: ser capaz de empezar siempre otra vez, sabiendo cómo será todo.
Primero: la tristeza. Dejar el lugar del hábito da susto, da furia, pero sobre todo da un dolor hondo. Pero después va llegando, poco a poco, una vez que se encuentra el nuevo espacio, la aventura de reconocer los objetos viejos en los nuevos espacios, experimentar con los lugares en los que caben o no las cosas, cocinar la primera comida con la incomodidad de no saber dónde está nada. Reconstruir las rutinas cotidianas, aprenderse de memoria las calles nuevas, asimilar los olores sorpresivos, los ruidos que al principio parecen ajenos y después se van a volver sonidos de fondo…
Porque después del destierro nos espera siempre un nuevo arraigo. Y en ese nuevo espacio que vamos armando habrá un lugar para lo que hemos sido al lado del lugar en el que va a entrar la vida que está por venir. Y habrá un tiempo de desajustes y de sentirse como fuera de lugar. Sobre todo en las mañanas, cuando despertamos sin saber dónde estamos. Y en las tardecitas, cuando al mirar por la ventana no reconocemos el árbol que asoma detrás de un techo. Pero en medio de esos dos sustos el día a día va a reconocer su cauce.
Y así, de tristeza en tristeza, de susto en susto, de incomodidad en incomodidad, iremos domesticando el nuevo espacio hasta hacerlo nuestro. O hasta que el espacio nuevo nos acoja y podamos volver sentirnos en casa. Porque llega el día —siempre llega el día— en que al prepararnos una taza de café descubrimos que ya podemos alargar la mano para agarrar el azúcar y el azúcar siempre está ahí, como están la silla y la mesa y los libros y la ropa en el closet. Llega el día en el que, al mirar por la ventana, sentimos que el vecindario nos pertenece y que todo ha cobrado ya un aire familiar y hasta monótono.
Espero, amiga, que la búsqueda te sea leve. Y que mientras buscas no te desesperes. Porque hay un futuro en ese lugar nuevo que te espera del otro lado de la angustia. Y esperar por el futuro es tal vez la única forma de fe que todavía nos queda.
Te mando un abrazo grande como una casa,
r
viernes, 5 de noviembre de 2010
La no existencia
Amiga,
He estado sin nada que reportar en estos días. Es como si el tiempo se hubiera detenido en las mismas veinticuatro horas que pasan y vuelven a pasar sin que nada nuevo suceda. Me levanto, desayuno, trabajo un rato frente a la compu después de mirar las noticias en algunos periódicos online, almuerzo, vuelvo a la compu, salgo a caminar al parque si el tiempo lo permite, vuelvo a la compu, ceno frente al televisor, veo la tele hasta que me fastidio, me baño, me acuesto a leer y, a eso de la una, apago la luz y me duermo. Y así todos los días lo mismo. Sin que nada cambie.
Por eso no hay nada que contar. Y al mismo tiempo tendría tantas cosas que contarte si tuviera ganas, si pensara que vale la pena, que hace alguna diferencia. Pero en estos días me he sentido como olvidada del mundo. Es como si hubiera dejado de existir y la disolución de la propia existencia no es algo fácil de explicar o narrar. Y, sin embargo, podría decir —junto con el personaje de Dublinesca de Vila-Matas— que es tan cómodo no ser, no estar, que ahora lo que me da pánico es que suceda algo que me saque de esta rutina en la que me he instalado a no existir.
En un rato me voy a levantar para ir a caminar al parque, si no llueve. Tal vez vayamos al cine esta tarde o mañana, si no hace mucho frío. Tal vez en un par de horas encuentre el modo de traducir de manera correcta una frase de un cuento de Ali Smith, que suena muy bien en inglés pero que en español trastabillea. Es posible que en unos días encuentre un buen tema para el cuento de este mes o que me decida por fin a reescribir un manuscrito que no me convence y que me está esperando desde hace semanas sobre el escritorio.
Nada más, amiga. La no existencia de quien no tiene fe. Sólo eso.
Te mando un abrazo hueco,
r
jueves, 21 de octubre de 2010
Sobre la espera
Amiga,
En estos días de soles mezquinos, en los que me cuesta parir la mitad de una idea y apenas me siento a escribir las ganas se me van, me dedico más bien a leer como si una cosa pudiera sustituir la otra. Y a veces parece como si así fuera.
Estoy leyendo varias cosas a la vez, como siempre. Me quedan un poco más de cien páginas de Sumario, la novela de Federico Vegas que me trajo de Caracas Marcela. Y estoy tratando ahora de no avanzar muy rápido, para que me dure al menos por esta semana esa sensación de cercanía con la tierruca que me produce la sabrosa manera de narrar de Vegas.
Ayer terminé de leer Perder teorías, de Enrique Vila-Matas, uno de los libros más perfectos que he leído. Tiene sólo 64 páginas y una foto. Cuenta una historia mínima, que en realidad no es más que una excusa para un ensayo en el que al mismo tiempo se establecen y se desmoronan los caminos que deberá recorrer la novela del siglo veintiuno. Pensar sobre sí misma, parece decir Vila-Matas, es lo que le queda a la novela. Y también una trama mínima construida sobre la errancia y la espera.
Me gusta el tema de la espera, que me he encontrado varias veces en distintos textos en estos días. Como en la novela Basura, de Héctor Abad Faciolince, que me llegó en el mismo paquete en el que recibí el libro de Vila-Matas, junto con En otro orden de cosas, de Fogwill, y Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Gracias a mi amiga María Teresa, que vive en Barcelona cerca de una librería —¿se puede vivir en Barcelona lejos de una librería?— tengo estos libros frescos delante de mí y trato de leerlos todos al mismo tiempo, mezclando las tramas y los autores.
Pero te hablaba del tema de la espera. En el texto de Vila-Matas se elabora una teoría de la espera, o más bien, una contemplación o consideración de la espera como motivo de la existencia del escritor. Dice Vila-Matas:
…sentí que había comenzado a convertirme en un esperador. ¿No era lo que en realidad había sido siempre? / Si lo pensaba bien, mi vida podía ser descrita como una sucesión de expectativas. En realidad, siempre había sido un esperador. Y nunca había perdido de vista que Kafka nos descubrió que la espera es la condición esencial del ser humano. (…) “La alegría no es la conformidad alborozada con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir”, ha escrito Fernando Savater. Lo mismo puede decirse de la espera, que no está conforme con nada salvo con el hecho de aguardar. La alegría, al igual que la espera, hay que entenderla como afirmación del presente, sin nostalgia del pasado ni temor al futuro.
Una variante de la espera es el deambular, el vagar sin rumbo. Esa idea aparece en Sumario, como una revelación repentina. Dice el narrador de la novela de Federico Vegas:
Ese continuo deambular nos va convirtiendo en coleccionistas de sensaciones inexplicables, semejantes a los sueños y sus insólitas ilaciones, y así nuestra escritura se aprovecha de lo rezagado y lo inmundo, de lo inconfesable y lo incongruente. Los fracasos y las vagancias me habían preparado para esta tarea; sólo me hacía falta (…) dar tumbos por veinticinco años más, hasta aceptar cuál era el tema que la vida me tenía asignado.
Esa idea de celebrar el presente de la espera y la validez del deambular sin propósito aparente me ha acompañado en estos días. Leo y espero. Espero que las ideas que tengo se dignen a convertirse en frases que se puedan leer. Hago garabatos en papeles sueltos, dibujo proyecciones con flechas que suben y bajan, elaboro tramas que se me disuelven antes de cuajar. Escucho las voces de los vecinos que conversan en la plaza de enfrente. Leo, tomo notas. Miro el extraño cielo lleno de nubes que hay afuera y los cinco grados que marca el termómetro que está del lado de allá de la ventana. Y espero.
Hay un libro esperándome del otro lado de esta vagancia sin rumbo. Lo escribo como una afirmación, pero en mi cabeza resuena como una pregunta. ¿Hay un libro…? No me queda más que esperar que así sea.
Mientras tanto, sigo leyendo. Imaginando una forma de felicidad que se parezca a la del epígrafe de Basura, la novela de Abad Faciolince. Es una cita de Elias Canetti:
Cómo se imagina él la felicidad: una vida entera leyendo tranquilamente y escribiendo sin enseñarle nunca a nadie una palabra de lo escrito, sin publicar una palabra. Dejar a lápiz todo lo que ha anotado; no cambiar nada, como si lo que ha escrito no tuviera destino alguno, como el curso natural de una vida que no sirve a ningún fin que haga más angosto el mundo, pero una vida que es totalmente ella misma y que se va anotando como quien anda o respira.
Te mando un abrazo escrito como quien respira,
r
lunes, 18 de octubre de 2010
De casas y árboles
Amiga,
Es lunes y después de limpiar la casa me quedo sin ánimo de hacer otra cosa que contemplar la obra. Miro las pelusas minúsculas que quedan todavía en el piso y las levanto con minuciosa saña. Persigo al gato recogiendo las motas de pelo que se empeña en dejar en la alfombra pulcra. Me preparo un té y me lo tomo despacio, viendo como el cielo se aclara poco a poco después de un día de lluvia empecinada. Y me obligo a sentarme en la compu a copiarte un poema de nuestra amiga Gina, que me dio permiso hace ya varios días de publicarlo aquí. Para acompañar las casas de las que hemos estado hablando. La foto es también de Gina...
Las casas mueren/Gina Saraceni
Las casas mueren cuando se vuelven árboles,
cuando una mancha vegetal las recubre
y las convierte en jardines verticales.
Brotan raíces de sus ventanas
venas que aferran el cielo hasta
sentir cómo se expande y se desangra
La casa muere con el verano en la garganta.
Hubo luz, un tiempo, en esa casa.
Hubo vidrios limpios que acogían una
mano temerosa que el viento los quebrara.
Hubo niños oliendo a pinos y a olivares
y una puerta grande donde entraba
todo el pasado y su memoria.
Los muertos regresan a la casa rosada.
Entran por sus grietas y quedan atascados
por tanta soledad que los atrapa.
Puede que la casa hable un lenguaje
incomprensible y cada noche
cuente el relato de su vida.
Puede que aquí el tiempo se detenga
y sea posible creer en el regreso del verano.
Tiembla la casa al son de las campanas.
Todo se mueve en su cuerpo de piedra,
hasta la hoja más pequeña que brota
del costado y espera otra madrugada.
No hay dónde agarrarse para
seguir de pie ante la casa;
para no caer delante de sus ruinas
y volverse una planta más que la recorre.
No se puede mirar tanto pasado
sin sentir que la lengua se hace agua
y gotea en el hueco vertical de sus abismos.
No se puede mirar en ese abismo
sin pensar que alguna vez
alguien fue feliz en esta casa
alguien aferrado al canto de los grillos.
Hasta aquí el poema de este lunes de casa limpia y largas miradas por la ventana...
Va con un abrazo nublado,
r
jueves, 14 de octubre de 2010
Los 33 encandilados
Amiga,
¿Cómo no conmoverse con el rescate de los mineros chilenos de Copiapó? Hasta la flemática BBC, en su programación de cable, estuvo encadenada por las más de veinte horas que duró el rescate. No sólo la BBC, sino también otras emisoras de noticias, mantuvieron en el lugar una cámara en vivo, y a un pobre reportero que a ratos ya no sabía ni qué decir, durante las lentísimas horas en las que salieron los mineros uno a uno. Y a pesar de ese abuso mediático yo no pude evitar conmoverme.
No por la presencia del presidente chileno, haciendo proselitismo político, ni por el protocolo agobiante al que fueron sometidos todos y cada uno de los rescatados al entrar y salir de la cápsula famosa, sino por la entereza de esos hombres tratando de dominar los nervios, adaptarse al encandilamiento, navegar sobre la confusión y la abrumadora avalancha de órdenes, abrazos e instrucciones que recibían al salir.
Pero uno tampoco puede pasar por encima de todas las preguntas que este caso deja abiertas. Más allá del heroismo de todos los involucrados en el rescate y del aguante sobrehumano de los mineros mismos, que ya de por sí son razones para aparecer en la prensa ¿cuál es la razón de esta desmedida atención mediática? ¿Será que el mundo en general, y los chilenos en particular, necesitan desesperadamente de buenas noticias?
Después del terremoto y del sunami de hace apenas unos meses, para los chilenos éste es sin duda uno de esos eventos reunificadores y esperanzadores, que devuelve la fe en el ser humano y en el futuro. Pero no deja de resultar desproporcionado el despliegue de los medios internacionales. ¿Qué necesidad tenía la BBC, o las cadenas alemanas, japonesas o de cualquier otro extremo del mundo de encadenarse por dos días a transmitir minuto a minuto la suerte de los mineros chilenos?
No tengo respuesta, amiga. Los resortes que mueven el espectáculo de las noticias internacionales me deja cada vez más pasmada. Sobre todo porque cada vez que busco noticias de la tierruca en la prensa o en cualquier otro medio local me encuentro con un vacío absoluto. El mundo no existe para los medios británicos a menos que haya una guerra o una lamentable catástrofe. Ni qué hablar de América Latina, un territorio que sólo aparece de manera esporádica en documentales ambientalistas o en momentos de tragedias inimaginables.
Pero para compensar esa ausencia, digo yo, hemos pasado dos días viendo a treinta y tres hombres, confundidos y encandilados, salir de las entrañas de la tierra en una remota mina en el medio del desierto de Atacama. Ojalá la atención global se mantenga igual de solícita cuando esos mismos mineros demanden compensación a la empresa que —de manera irresponsable— mantuvo abierta una mina que sabían insegura y a punto de colapsar. O cuando el gobierno chileno tenga que responder por no haber fiscalizado como es debido no sólo ésta sino todas las empresas mineras del país.
Ya lo dijo el último minero en salir: esto no debe repetirse. Ojalá el circo mediático sirva al menos para que ese deseo genuino se cumpla. Mientras tanto, yo me permito conmoverme mirando las fotos, leyendo las declaraciones, viendo en la tele la alegría de la gente en las calles. Sólo por hoy. Sólo porque la alegría, como los bostezos, es contagiosa…
Te mando un abrazo hondo y ancho como el de un minero chileno,
r
lunes, 11 de octubre de 2010
De cómo NO conocí a dos premios Nobel
Amiga,
He estado leyendo en la prensa todas las reseñas de la vida de Vargas Llosa, en estos días en que la celebridad máxima acaba de alcanzarlo. Dicen los periódicos que ahora sí está a la par con García Márquez, después de años de sonadas rivalidades. Y yo, que no soy precisamente amiga de la gente que anda por ahí haciendo gala de las celebridades que conoce y llamándolas por su nombre de pila, no puedo evitar recordar que he visto con mis propios ojos, delante de mí, en carne y hueso, a estos dos premiadísimos autores.
A García Márquez lo vi en La Habana. Era el año 1994. Lo sé porque acabo de consultar mi CV y ahí aparece que ese año estuve en un Congreso en Casa de las Américas, presentando una ponencia sobre Cristina Peri Rossi. El congreso, que había sido interesante por muchas cosas que no tenían que ver con las ponencias que leímos y escuchamos, se había terminado y en la noche final se iban a anunciar los ganadores del premio que Casa de las Américas otorga todos los años a escritores, poetas, ensayistas y demás.
Desde temprano se rumoraba que el Gabo, como se supone que le debe decir todo el mundo, iba a estar en el público, o más bien departiendo con el público. Se llegó incluso a afirmar que el mismísimo Fidel aparecería sin ser anunciado de antemano. Así que teníamos que emperifollarnos para la noche de los anuncios y mantener los ojos bien abiertos para no perdernos a ninguna celebridad. Conmigo estaban María Julia y Eleonora, con quienes viajé a unos cuantos congresos por esa época.
Al llegar al auditorio donde se realizaría el evento nos encontramos de frente, casi en la puerta, con el primer premio Nobel que habíamos visto en la vida. El Gabo conversaba de lo más animado con un sujeto que sería seguramente sureño, por los gestos exagerados y la falta de respeto absoluta por el espacio personal que desplegaba. Parecía querer evitar que el Gabo desviara por un segundo la atención de lo que le estaba diciendo. El escritor llevaba una chaqueta que recuerdo marrón sobre una camisa tal vez blanca. Usaba unos pantalones azules, probablemente jeans, y unos mocasines de cuero que habían tenido mejores días. Recuerdo que me sorprendió su cabeza totalmente blanca, de una forma casi exacta a la cabeza grande y roma de mi papá.
Nosotras nos quedamos paralizadas. Parecíamos adolescentes frente a una estrella de rock. Salúdalo tú, yo no tú, no tú… En fin, que mientras dudábamos y nos moríamos de la pena, el Gabo dio media vuelta y se instaló a conversar con unas señoras sonrientes que vinieron a rescatarlo del sureño egoísta. Tengo la impresión de que, por el rabillo del ojo, el Gabo nos había estado observando y se divirtió al presenciar, una vez más, la conmoción que producía su sola presencia.
Durante mucho tiempo después de ese encuentro frustrado yo ensayé una y otra vez el diálogo que hubiera querido tener con el autor de El otoño del patriarca, uno de mis libros favoritos. Ya no me acuerdo del diálogo imaginario completo, pero sí recuerdo que entre otras cosas le hubiera dicho que yo era venezolana y que en Venezuela todos lo considerábamos nuestro escritor, nuestro premio Nóbel.
Ninguno de esos impulsos adolescentes me nubló el entendimiento cuando vi a Vargas Llosa por primera y única vez. Sería el año 1999 o, tal vez, 1998. Yo estaba haciendo mi tesis doctoral y todos los días caminaba desde mi casa hasta la British Library. Era mi lugar de trabajo, mi espacio para pensar y para aprender. Era el lugar en el que podía ver, en primeras ediciones, casi todas las novelas de los años cuarenta con las que estaba trabajando. Después de años pasando gran parte de la semana en ese templo del saber, ya me sentía como en mi casa.
En esa época había una rutina que todos los usuarios debían seguir sin falta. Al llegar, había que bajar al nivel donde estaban los acomodadores y dejar ahí abrigos, bolsos y cualquier cosa prohibida. A cambio le daban a uno una fichita con un número y una bolsa plástica transparente por si necesitaba guardar algo. Al salir se repetía el mismo proceso a la inversa. Uno entregaba su número y le devolvían sus pertenencias. Te puedes imaginar que en las horas pico se hacían unas colas gigantescas y mientras uno daba vueltas en círculos hasta que le tocara su turno no quedaba otra que distraerse mirando a los demás. Ese sistema lo cambiaron y ahora uno guarda directamente sus peroles en lockers, sin tanto protocolo.
Pero el nuevo sistema disolvió un ritual social que era de lo más entretenido. En esos minutos de ordenada cola se igualaba todo el mundo. No había privilegios y tal vez por eso a mí me parecía un lugar de lo más democrático. Sobre todo en los fríos meses de invierno, porque al despojarnos de abrigos, guantes, gorros y bufandas, todos parecíamos más vulnerables. Y fue en esa cola que me encontré al hoy flamante premio Nobel. Le había visto desde atrás la cabeza entrecana y el perfil aguileño —como se dice. Era un tipo alto, con el apenas disimulado aire arrogante de los que conocen su lugar en el mundo. Me parecía conocido pero no lograba ubicarlo.
Cuando entregó sus pertenencias con un gesto —digamos— adusto, me pareció notar que estaba muy lejos de mostrar la misma vulnerabilidad del resto de los mortales, que nos sentíamos desprotegidos al entregar nuestras pertenencias a totales extraños. Entonces me imaginé que sería un professor, es decir, uno de esos seres casi míticos que existen en las universidades británicas para escarnio del resto de los mortales. Pinta no le faltaba al hombre.
Pero, después de recibir su ficha y su bolsita plástica, me pareció que se tardaba más de la cuenta en la escalera que subía a las salas. Cuando había dado tres o cuatro pasos hacia arriba se detuvo como dudando y miró a su alrededor con aire majestuoso. Fue en ese momento que supe quién era. Sólo un latinoamericano famoso, sorprendido de la falta de reconocimiento que otorga a todos por igual la inhóspita ciudad de Londres, hubiera hecho aquel gesto. Sólo un ego bien alimentado se podía atrever a exigir reconocimiento en medio de una manada imparable de estudiantes e investigadores que sólo querían refugiarse lo más pronto posible en sus mullidos asientos en las salas de lectura con calefacción.
Tal vez el escritor estaba genuinamente esperando a alguien o tratando de ubicarse en el laberinto de pasillos y escaleras y yo le atribuí una arrogancia de la que no era en absoluto culpable. Como sea, esta vez no tuve el menor impulso de saludar al autor que tendría, diez o más años después, una celebridad a la altura de sus ambiciones. Al contrario, le pasé por al lado y no me digné a otorgarle ni siquiera una rápida mirada de incredulidad. Sin embargo, por pura curiosidad antropológica, busqué en los ficheros de la British Library, para ver cuántos de sus libros estaban en la magna casa de estudios. Estaban, por supuesto, todos. En primeras y sucesivas ediciones y en varios idiomas. Algo que, con seguridad, ya había averiguado con satisfacción el futuro premio Nobel.
¿Cuánto valdrían hoy dos libros firmados por esas dos figuras o un par de simples autógrafos en papel de servilleta? No creo que sea necesario hacerse esa pregunta. Hay que tener un talante novelero, del que yo carezco, para andar por la vida coleccionando celebridades. Pero no pude evitar echarte aquí mi cuento después de leer varios textos esta semana sobre los excelsos galardonados. El cuento de cómo no conocí —pero estuve en presencia de— los dos únicos premios nóbeles latinoamericanos de literatura vivos.
No creo que vaya a releer a Varguitas. No soy precisamente admiradora de su prosa totalizante, de sus universos abarcadores ni de sus personajes acartonados, aunque haya disfrutado La tía Julia y el escribidor, tal vez el único de sus libros realmente entretenido. Pero he estado leyendo algunos de sus ensayos y sus textos periodísticos, con los que me siento menos incómoda. Tal vez por ahí me reconcilie con esa imagen arrogante que me tropecé una vez en Londres. No que sea necesario, de todos modos. Bastantes lectores le sobran ya al encumbrado autor.
Espero que la suerte te libre de los relectores del susodicho.
Un abrazo,
r
lunes, 4 de octubre de 2010
Seis años
Amiga,
Hoy he iniciado el día con un ritual que he repetido todos los 4 de octubre desde hace seis años. Encendí una vela delante del retrato de mi hermana y traté de recordarla de la mejor manera posible.
En años anteriores este ritual terminaba siempre con una tristeza terca y dura que me era difícil soportar. Pero esta mañana me di cuenta de que la tristeza, más tarde o más temprano, termina retrocediendo, para dar paso a una especie de paz.
Así que hoy, en vez de sentarme a llorar frente a la imagen de mi hermana, decidí recuperar algunos recuerdos que me permitieran mantenerla viva en mi memoria y, en lugar de lamentar su muerte, decidí celebrar su vida.
Me acordé de las veces que viajamos juntas. Sobre todo de aquella vez que fuimos a Apure a quedarnos en carpa en el medio de la sabana. Antes de agarrar rumbo a lo desconocido teníamos que dormir en San Fernando y no se nos ocurrió mejor idea que aceptar la sugerencia de mi papá —apureño por los cuatro costados— de quedarnos en un hotel del que nos dió todas las señas. Nunca encontramos el famoso hotel, que debió desaparecer años atrás. Y después de horas de deambular, cuando ya se había hecho de noche, decidimos quedarnos en el primer hotel que encontramos.
Mientras nuestros respectivos maridos resolvían lo de las habitaciones, Rebeca se asomó a la camioneta donde yo los esperaba, acompañando a Patricia, que tenía apenas unos dos años y estaba dormida. Rebeca venía doblada de la risa. Yo no entendía de qué se reía y cuando ella trataba de hablar y reirse al mismo tiempo era imposible entender nada. Al final logré descifrar que se reía del nombre del hotel. Por más que intento no me puedo acordar del nombre, pero sí me acuerdo que Rebeca estuvo años contando el cuento de aquel lugar, que parecía más bien un burdel de ínfima categoría. Se llamaba algo así como “El Matadero”.
También me acordé de cuando fuimos al matrimonio de Yndhibeth, una prima nuestra que se casaba en el templo votivo de la virgen de Coromoto. No sé si has estado ahí, pero eso es mucho más que una iglesia, es un lugar gigantesco, hecho para albergar multitudes. Veníamos tarde, porque salir con Rebeca era un ejercicio de paciencia, a última hora siempre se tenía que devolver a buscar algo que se le había quedado y siempre miraba el reloj con toda calma y anunciaba que todavía teníamos tiempo, aunque lleváramos media hora de atraso. Cuando llegamos, vimos que la boda había empezado y entramos apuradas a la iglesia.
Yo andaba con una cámara y quería tomar fotos antes de que la ceremonia se terminara, así que me adelanté, con mi cámara en la mano, y un par de veces intenté enfocar a los novios. Pero estábamos lejísimo y no era posible, así que seguí caminando casi hasta llegar al altar. Cuando pudimos ver con claridad a los novios nos dimos cuenta de que no eran ellos. Rebeca no se pudo contener y lanzó una carcajada inmensa que retumbó en la bóveda del templo con un eco casi siniestro. La carcajada nos dio todavía más risa y tuvimos que salir por una de las puertas laterales casi corriendo, para no interrumpir más la boda ajena. Pero los familiares de los novios desconocidos con seguridad estuvieron escuchando nuestras carcajadas por un buen rato hasta que logramos calmarnos.
Con esos recuerdos de mi hermana riéndose he pasado este día, sorprendida de sentir que de verdad, con el tiempo, el dolor se cura. Aunque queden en pie la nostalgia y una aguda sensación de vacío, que tal vez no se acabe.
Te mando un abrazo menos triste que antes,
r
miércoles, 29 de septiembre de 2010
Recordar las casas 4
Amiga,
Sigo con mi cuento de las casas. Antes de contarte de la primera casa en la que vivimos en Barquisimeto, tal vez debería escribir una entrada sobre las muchas casas que en Guanare eran como nuestras, por el tiempo que pasábamos ahí y porque me acuerdo de sus detalles como si hubiera vivido en ellas. Las casas de mi madrina Alcira, de José Gómez, de doña Reina Martínez, de la señora Beatriz y el señor Marcos Rodríguez, la de mi tía Nereida… y hasta la residencia del gobernador, donde entrábamos como Pedro por su casa. Pero creo que ese cuento es muy largo y lo voy a dejar para más adelante.
La primera casa en la que vivimos en Barquisimeto quedaba en la urbanización Los Leones. Creo que nos mudamos a esa zona de la ciudad porque ahí vivía una de las hijas de mi madrina Alcira con su esposo y ellos ayudaron a mis padres a encontrar esa casa. Yo no recuerdo haber ido a Barquisimeto nunca antes y cuando llegué, con el escaso equipaje de mi año en el internado en Boconó, me sentí rarísima en aquella casa asoleada y amplia. Tal vez en ese momento dejé de pertenecer a mi familia.
Sin embargo, creo recordar la casa bastante bien. Era de dos pisos. Tenía un pequeño jardín adelante con grama y sin cercas de ningún tipo. En ese tiempo la gente no se encerraba tanto como ahora. La puerta de entrada tenía al lado una jardinera llena de matas. Al entrar, directamente frente a la puerta, estaba un pequeño despacho donde mi papá instaló su escritorio, sus trofeos y sus libros. Al lado había un pequeño bañito para las visitas. A la derecha estaba la sala amplia, con ventanales del piso al techo que daban al patio de atrás. Para esa sala se compraron los dos sofás marrones, modernos y mullidos que sobrevivieron durante años a todas nuestras mudanzas.
Del otro lado estaba el comedor, en un espacio idéntico al de la sala. También tenía unas ventanas del piso al techo y una puerta de vidrio que daba al patio. Los muebles del comedor también eran nuevos, livianos y prácticos. Creo que por primera vez tuvimos una mesa de comedor de vidrio, que parecía como sostenida en el aire por una pata de metal apenas visible. El comedor tenía seis sillas de metal cromado con asientos de esterilla. A mí me parecía todo muy moderno.
La cocina estaba justo detrás del estudio. No recuerdo los detalles de los muebles de la cocina, pero recuerdo que era empotrada y tal vez marrón o beige. Aunque no era totalmente nueva, como la que teníamos en la casa del cerro, creo que tenía el mismo estilo del resto de la casa. Más allá de la cocina había un cuarto de servicio y un pasillito que daba tanto al patio de atrás como al de adelante. Había una especie de entrada de servicio cerrada con una reja que recuerdo azul. Ahí estaban los potes de basura y se guardaban cosas de limpieza y herramientas.
El comedor y la sala estaban divididos por una escalera de base de hierro y escalones de madera. A mí me parecía una escalera muy elegante. Y me acuerdo que al llegar a la casa fue una de las cosas que más me impresionó, además de los muebles nuevos. Durante el tiempo que vivimos ahí recuerdo haberme sentado en esos escalones más de una vez. A veces para escaparme del ruido que hacían las visitas, a veces para escuchar discretamente lo que se hablaba abajo sin ser vista. Era el lugar perfecto para espiar.
Arriba había una sala de estar que daba a un balcón. No sé por qué la puerta del balcón se abría poco. Supongo que porque el calor de Barquisimeto no permite que uno ande afuera mucho tiempo. O tal vez porque había que estar pendiente de no dejar la puerta abierta. No sé. El caso es que no recuerdo que usáramos mucho ese balcón. Pero me acuerdo de sus baldosas pálidas y del residuo blanco que le quedaba a uno en las manos, los brazos o la ropa si uno se recostaba del pretil para mirar hacia afuera.
En la salita de estar se amontonaban las sillas reclinables que habían estado en la terraza de la casa del cerro. Las sillas eran demasiado grandes para el espacio de esa pequeña sala, pero ahí estaban, frente a un televisor que, por primera vez, recuerdo que se convirtió en el centro de convivencia de la familia. Cuando vivíamos en Guanare teníamos un televisor en blanco y negro, pero sólo se veían el canal ocho y —creo— el cinco. Aparte de las comiquitas que pasaban en la tarde nada nos parecía interesante. Aunque si podíamos ver la lucha libre, tarde en la noche, era como un día de fiesta. Pero eso solamente pasaba cuando mis padres estaban afuera y las muchachas que nos cuidaban aceptaban romper las reglas sólo por esa vez.
En esta casa de Barquisimeto se veían más canales y adoptamos la costumbre de ver series de televisión y telenovelas. No me acuerdo cuáles, pero me acuerdo de haber pasado horas en ese lugar, viendo distintas series americanas. Tal vez en esa época veíamos Hawaii 5-0, Columbo, Koyak y alguna otra película de guerra o del lejano oeste, que eran las preferidas de mi papá. Supongo que veíamos también Sábado Sensacional, con Amador Bendayán, y los infaltables concursos de Miss Venezuela.
Alrededor de la salita de arriba se distribuían los cuartos, dos a cada lado. Creo que había un baño a la izquierda y que dentro del cuarto principal había un tercer baño. Pero no estoy segura de eso. Lo que sí recuerdo es que mantuvimos la distribución de los cuartos y seguimos durmiendo como antes, mi hermana mayor con mi hermana menor y las dos del medio juntas. El cuarto que sobraba era usado como cuarto de huéspedes y por un tiempo durmieron ahí mis primos Pedro e Indalecia, porque Pedro estaba haciendo una pasantía, o algo así, en Barquisimeto y se acababa de casar con su mujer. Hasta que por una razón que no recuerdo se pelearon con mi papá o con mi mamá y se fueron furiosos.
En el patio de atrás tuvimos un perro, Happy, que nos trajimos cachorrito de Guanare. Nos lo había regalado la señora Gladis de Parra y era hijo de un casar de mucuchíes que ella había tenido por años. Mi mamá, por supuesto, no quería más perros. Pero todo el mundo en la casa quería uno y había un patio tan grande que al final terminamos convenciéndola de que el perro no molestaría para nada. Yo me sentía responsable del perro y lo cuidaba lo mejor que podía cuidar a un animal una niña de doce o trece años. Era mi consentido y me acuerdo que me sentía el centro de la atención cuando salía a pasearlo, porque era inmenso, parecía un oso polar, y yo era todavía una flacuchenta desgarbada.
Aquel inmenso animal parecía que podía salir corriendo en cualquier momento, levantándome del suelo como una barajita, si quisiera. Pero me hacía caso y conmigo se portaba bien. Con el resto de la gente era una fiera. Más de una vez se escapó del patio y le dió sustos mortales a los carteros, heladeros y demás vendedores ambulantes. Cuando había visitas, teníamos que encerrarlo o amarrarlo porque ladraba sin parar durante horas. Por suerte, el patio de atrás estaba dividido en dos partes, una que estaba cubierta de ladrillos y quedaba a nivel de la planta baja de la casa, y otra que quedaba un metro más abajo, cubierta de grama y rodeada de una cerca con enredaderas muy tupidas. En ese patio de abajo Happy pasaba el día. Yo lo acompañaba todo lo que podía, pero la verdad es que a veces el pobre perro se quedaba solito por días y se distraía ladrándole a todo el que pasaba por detrás de la casa.
Tuvimos también un pato que se llamaba Charlie. No me acordaba del pato, pero mi hermana Renée me lo recordó en estos días, cuando supo que estaba escribiendo sobre la casa de Los Leones. El pato fue un regalo para ella y desde el principio se pensó que era macho. Pero en algún momento puso un huevo y se supo que el tal pato era en realidad una pata. Me acuerdo del patico caminando detrás de nosotras, en fila india, como hubiera hecho en su estado natural. Me acuerdo que olía a pan con leche y que se dejaba hacer cariño largo rato.
Aparte de las mascotas, una de las cosas que más recuerdo de esa casa es la libertad con la que seguíamos entrando y saliendo, como en Guanare. A Ruth y a mí nos habían regalado en diciembre unas bicicletas, de esas con manubrio alto, asiento alargado y frenos en los pedales, y nos dedicábamos a pasear por la urbanización Los Leones durante todo el tiempo que nos quedaba libre. De una de esas bicicletas se cayó Renée, mientras trataba de aprender a andar sin rueditas, y se fracturó un brazo. Yo siempre me sentí culpable de ese accidente, porque se suponía que yo debía sostenerla por detrás. Pero, por suerte, ella no se acuerda ya de mi responsabilidad en el asunto.
Cerca de la casa había unas canchas de tenis y ahí nos íbamos en bici a ver jugar a los muchachos. Supongo que fue ahí que mi hermana Rebeca conoció a Luis y fue alrededor de esas canchas que se enamoraron y comenzaron una relación que mis padres aceptaron sólo a regañadientes muchos años después. Era la primera vez —y tal vez la única— que mi hermana mayor hacía algo que no estaba de acuerdo con lo que mis padres querían.
Rebeca era una niña ejemplar. La mejor estudiante, la que jamás se portaba mal. No lloraba, no se quejaba, no se enfermaba nunca. Apenas le dió hepatitis una vez y, en lugar de sentirse mal por estar enferma, creo que mi hermana se sentía mal por poner a todo el mundo a correr con su enfermedad. Ella era el ejemplo a seguir. Y cuando las boletas con nuestras notas llegaban a la casa, todo eran elogios para mi hermana mayor y para el resto, quejas y reclamos del tipo, “¿por qué no puedes estudiar y sacar buenas notas como tu hermana?”.
Tal vez por eso los amores con un joven que, a los ojos de mis padres, sólo jugaba tenis y andaba de vago por la vida, era lo más imperdonable que mi hermana podía hacer con su existencia. Pero su única rebeldía en la vida sería la definitiva. Por eso la casa de Los Leones es el lugar en el que para mí comenzó la adolescencia. Porque ahí mi hermana mayor, dechado de virtudes, comenzó a tomar las riendas de su vida, es decir, a desobedecer a sus mayores. Y creo que nosotras seguimos después, portándonos cada una peor que la anterior. Hasta el punto de que mi hermana menor ya no tuvo que portarse mal, porque no había ya ninguna barrera que romper cuando le llegó su turno.
En esa casa, después de mucha resistencia y conciliábulos y altas y bajas, mis padres aceptaron que Rebeca recibiera a su novio. Porque a pesar de que sabía que estaba haciendo algo que sus papás no querían que hiciera, ella quería hacerlo, de todos modos, siguiendo las reglas. Esas visitas yo las recuerdo todavía como una de las cosas que más vergüenza ajena me han producido en la vida.
La visita debía durar un tiempo exacto, medido por reloj. Los novios debían sentarse en la sala y alguien debía estar, si no presente ahí en la sala con ellos, al menos en el comedor o en la cocina y asomar cada tanto la cabeza con el pretexto de ofrecer café o agua o jugo o algún postre. No eran ofrecimientos amables. Era más bien una manera de anunciar la permanente vigilancia y no me extrañaría que más de una vez, aunque el invitado hubiera dicho que sí, que quería un cafecito, la bebida no llegara nunca. Cuando el tiempo de la visita se cumplía mi mamá hacía un ruido ostentoso desde la cocina o el comedor y los novios sabían que tenían que empezar a despedirse. Si la despedida duraba mucho mi mamá salía furiosa señalando el reloj y apurándolos sin misericordia.
¡Cuánto esfuerzo se invirtió en esos años en frustrar algo que resultaría a fin de cuentas inevitable! Mi hermana terminó casándose con su único novio de la adolescencia y yo aprendí una lección definitiva. Jamás le diría a mis padres que tenía novio y nunca aceptaría que reglamentaran mis visitas, mis relaciones con otra gente, mis elecciones de vida. Yo tenía trece años y ya había decidido que dejaría de vivir con mis padres en la primera oportunidad que tuviera. Tres casas después lo cumpliría.
De resto, no recuerdo mucho más de esa casa. Para mí ese año en Barquisimeto resultó de una nulidad absoluta. En mi vida no parecía suceder nada, porque yo ya no me sentía una niña pero estaba lejos de ser una adulta, así que estaba en un limbo horroroso. Todo le pasaba a los demás, no a mí. Tal vez por eso no me acuerdo demasiado de la tristeza de irnos, aunque mi mamá hubiera decidido regalar nuestras mascotas a los vecinos de al lado. La tristeza por haber perdido a mi perro parecía compensarse con la promesa de la capital, donde la vida —finalmente— comenzaría.
En Caracas viví con mis padres en una casa en la California Norte y en un apartamento en Terrazas del Club Hípico. Después ellos se mudaron de nuevo a Barquisimeto y yo me quedé en Caracas, estudiando en la universidad. Estamos ya cerca del tiempo en que nosotras nos conocimos. Pero faltan dos casas, por las que te voy a pasear otro día.
Un abrazo,
r
Sigo con mi cuento de las casas. Antes de contarte de la primera casa en la que vivimos en Barquisimeto, tal vez debería escribir una entrada sobre las muchas casas que en Guanare eran como nuestras, por el tiempo que pasábamos ahí y porque me acuerdo de sus detalles como si hubiera vivido en ellas. Las casas de mi madrina Alcira, de José Gómez, de doña Reina Martínez, de la señora Beatriz y el señor Marcos Rodríguez, la de mi tía Nereida… y hasta la residencia del gobernador, donde entrábamos como Pedro por su casa. Pero creo que ese cuento es muy largo y lo voy a dejar para más adelante.
La primera casa en la que vivimos en Barquisimeto quedaba en la urbanización Los Leones. Creo que nos mudamos a esa zona de la ciudad porque ahí vivía una de las hijas de mi madrina Alcira con su esposo y ellos ayudaron a mis padres a encontrar esa casa. Yo no recuerdo haber ido a Barquisimeto nunca antes y cuando llegué, con el escaso equipaje de mi año en el internado en Boconó, me sentí rarísima en aquella casa asoleada y amplia. Tal vez en ese momento dejé de pertenecer a mi familia.
Sin embargo, creo recordar la casa bastante bien. Era de dos pisos. Tenía un pequeño jardín adelante con grama y sin cercas de ningún tipo. En ese tiempo la gente no se encerraba tanto como ahora. La puerta de entrada tenía al lado una jardinera llena de matas. Al entrar, directamente frente a la puerta, estaba un pequeño despacho donde mi papá instaló su escritorio, sus trofeos y sus libros. Al lado había un pequeño bañito para las visitas. A la derecha estaba la sala amplia, con ventanales del piso al techo que daban al patio de atrás. Para esa sala se compraron los dos sofás marrones, modernos y mullidos que sobrevivieron durante años a todas nuestras mudanzas.
Del otro lado estaba el comedor, en un espacio idéntico al de la sala. También tenía unas ventanas del piso al techo y una puerta de vidrio que daba al patio. Los muebles del comedor también eran nuevos, livianos y prácticos. Creo que por primera vez tuvimos una mesa de comedor de vidrio, que parecía como sostenida en el aire por una pata de metal apenas visible. El comedor tenía seis sillas de metal cromado con asientos de esterilla. A mí me parecía todo muy moderno.
La cocina estaba justo detrás del estudio. No recuerdo los detalles de los muebles de la cocina, pero recuerdo que era empotrada y tal vez marrón o beige. Aunque no era totalmente nueva, como la que teníamos en la casa del cerro, creo que tenía el mismo estilo del resto de la casa. Más allá de la cocina había un cuarto de servicio y un pasillito que daba tanto al patio de atrás como al de adelante. Había una especie de entrada de servicio cerrada con una reja que recuerdo azul. Ahí estaban los potes de basura y se guardaban cosas de limpieza y herramientas.
El comedor y la sala estaban divididos por una escalera de base de hierro y escalones de madera. A mí me parecía una escalera muy elegante. Y me acuerdo que al llegar a la casa fue una de las cosas que más me impresionó, además de los muebles nuevos. Durante el tiempo que vivimos ahí recuerdo haberme sentado en esos escalones más de una vez. A veces para escaparme del ruido que hacían las visitas, a veces para escuchar discretamente lo que se hablaba abajo sin ser vista. Era el lugar perfecto para espiar.
Arriba había una sala de estar que daba a un balcón. No sé por qué la puerta del balcón se abría poco. Supongo que porque el calor de Barquisimeto no permite que uno ande afuera mucho tiempo. O tal vez porque había que estar pendiente de no dejar la puerta abierta. No sé. El caso es que no recuerdo que usáramos mucho ese balcón. Pero me acuerdo de sus baldosas pálidas y del residuo blanco que le quedaba a uno en las manos, los brazos o la ropa si uno se recostaba del pretil para mirar hacia afuera.
En la salita de estar se amontonaban las sillas reclinables que habían estado en la terraza de la casa del cerro. Las sillas eran demasiado grandes para el espacio de esa pequeña sala, pero ahí estaban, frente a un televisor que, por primera vez, recuerdo que se convirtió en el centro de convivencia de la familia. Cuando vivíamos en Guanare teníamos un televisor en blanco y negro, pero sólo se veían el canal ocho y —creo— el cinco. Aparte de las comiquitas que pasaban en la tarde nada nos parecía interesante. Aunque si podíamos ver la lucha libre, tarde en la noche, era como un día de fiesta. Pero eso solamente pasaba cuando mis padres estaban afuera y las muchachas que nos cuidaban aceptaban romper las reglas sólo por esa vez.
En esta casa de Barquisimeto se veían más canales y adoptamos la costumbre de ver series de televisión y telenovelas. No me acuerdo cuáles, pero me acuerdo de haber pasado horas en ese lugar, viendo distintas series americanas. Tal vez en esa época veíamos Hawaii 5-0, Columbo, Koyak y alguna otra película de guerra o del lejano oeste, que eran las preferidas de mi papá. Supongo que veíamos también Sábado Sensacional, con Amador Bendayán, y los infaltables concursos de Miss Venezuela.
Alrededor de la salita de arriba se distribuían los cuartos, dos a cada lado. Creo que había un baño a la izquierda y que dentro del cuarto principal había un tercer baño. Pero no estoy segura de eso. Lo que sí recuerdo es que mantuvimos la distribución de los cuartos y seguimos durmiendo como antes, mi hermana mayor con mi hermana menor y las dos del medio juntas. El cuarto que sobraba era usado como cuarto de huéspedes y por un tiempo durmieron ahí mis primos Pedro e Indalecia, porque Pedro estaba haciendo una pasantía, o algo así, en Barquisimeto y se acababa de casar con su mujer. Hasta que por una razón que no recuerdo se pelearon con mi papá o con mi mamá y se fueron furiosos.
En el patio de atrás tuvimos un perro, Happy, que nos trajimos cachorrito de Guanare. Nos lo había regalado la señora Gladis de Parra y era hijo de un casar de mucuchíes que ella había tenido por años. Mi mamá, por supuesto, no quería más perros. Pero todo el mundo en la casa quería uno y había un patio tan grande que al final terminamos convenciéndola de que el perro no molestaría para nada. Yo me sentía responsable del perro y lo cuidaba lo mejor que podía cuidar a un animal una niña de doce o trece años. Era mi consentido y me acuerdo que me sentía el centro de la atención cuando salía a pasearlo, porque era inmenso, parecía un oso polar, y yo era todavía una flacuchenta desgarbada.
Aquel inmenso animal parecía que podía salir corriendo en cualquier momento, levantándome del suelo como una barajita, si quisiera. Pero me hacía caso y conmigo se portaba bien. Con el resto de la gente era una fiera. Más de una vez se escapó del patio y le dió sustos mortales a los carteros, heladeros y demás vendedores ambulantes. Cuando había visitas, teníamos que encerrarlo o amarrarlo porque ladraba sin parar durante horas. Por suerte, el patio de atrás estaba dividido en dos partes, una que estaba cubierta de ladrillos y quedaba a nivel de la planta baja de la casa, y otra que quedaba un metro más abajo, cubierta de grama y rodeada de una cerca con enredaderas muy tupidas. En ese patio de abajo Happy pasaba el día. Yo lo acompañaba todo lo que podía, pero la verdad es que a veces el pobre perro se quedaba solito por días y se distraía ladrándole a todo el que pasaba por detrás de la casa.
Tuvimos también un pato que se llamaba Charlie. No me acordaba del pato, pero mi hermana Renée me lo recordó en estos días, cuando supo que estaba escribiendo sobre la casa de Los Leones. El pato fue un regalo para ella y desde el principio se pensó que era macho. Pero en algún momento puso un huevo y se supo que el tal pato era en realidad una pata. Me acuerdo del patico caminando detrás de nosotras, en fila india, como hubiera hecho en su estado natural. Me acuerdo que olía a pan con leche y que se dejaba hacer cariño largo rato.
Aparte de las mascotas, una de las cosas que más recuerdo de esa casa es la libertad con la que seguíamos entrando y saliendo, como en Guanare. A Ruth y a mí nos habían regalado en diciembre unas bicicletas, de esas con manubrio alto, asiento alargado y frenos en los pedales, y nos dedicábamos a pasear por la urbanización Los Leones durante todo el tiempo que nos quedaba libre. De una de esas bicicletas se cayó Renée, mientras trataba de aprender a andar sin rueditas, y se fracturó un brazo. Yo siempre me sentí culpable de ese accidente, porque se suponía que yo debía sostenerla por detrás. Pero, por suerte, ella no se acuerda ya de mi responsabilidad en el asunto.
Cerca de la casa había unas canchas de tenis y ahí nos íbamos en bici a ver jugar a los muchachos. Supongo que fue ahí que mi hermana Rebeca conoció a Luis y fue alrededor de esas canchas que se enamoraron y comenzaron una relación que mis padres aceptaron sólo a regañadientes muchos años después. Era la primera vez —y tal vez la única— que mi hermana mayor hacía algo que no estaba de acuerdo con lo que mis padres querían.
Rebeca era una niña ejemplar. La mejor estudiante, la que jamás se portaba mal. No lloraba, no se quejaba, no se enfermaba nunca. Apenas le dió hepatitis una vez y, en lugar de sentirse mal por estar enferma, creo que mi hermana se sentía mal por poner a todo el mundo a correr con su enfermedad. Ella era el ejemplo a seguir. Y cuando las boletas con nuestras notas llegaban a la casa, todo eran elogios para mi hermana mayor y para el resto, quejas y reclamos del tipo, “¿por qué no puedes estudiar y sacar buenas notas como tu hermana?”.
Tal vez por eso los amores con un joven que, a los ojos de mis padres, sólo jugaba tenis y andaba de vago por la vida, era lo más imperdonable que mi hermana podía hacer con su existencia. Pero su única rebeldía en la vida sería la definitiva. Por eso la casa de Los Leones es el lugar en el que para mí comenzó la adolescencia. Porque ahí mi hermana mayor, dechado de virtudes, comenzó a tomar las riendas de su vida, es decir, a desobedecer a sus mayores. Y creo que nosotras seguimos después, portándonos cada una peor que la anterior. Hasta el punto de que mi hermana menor ya no tuvo que portarse mal, porque no había ya ninguna barrera que romper cuando le llegó su turno.
En esa casa, después de mucha resistencia y conciliábulos y altas y bajas, mis padres aceptaron que Rebeca recibiera a su novio. Porque a pesar de que sabía que estaba haciendo algo que sus papás no querían que hiciera, ella quería hacerlo, de todos modos, siguiendo las reglas. Esas visitas yo las recuerdo todavía como una de las cosas que más vergüenza ajena me han producido en la vida.
La visita debía durar un tiempo exacto, medido por reloj. Los novios debían sentarse en la sala y alguien debía estar, si no presente ahí en la sala con ellos, al menos en el comedor o en la cocina y asomar cada tanto la cabeza con el pretexto de ofrecer café o agua o jugo o algún postre. No eran ofrecimientos amables. Era más bien una manera de anunciar la permanente vigilancia y no me extrañaría que más de una vez, aunque el invitado hubiera dicho que sí, que quería un cafecito, la bebida no llegara nunca. Cuando el tiempo de la visita se cumplía mi mamá hacía un ruido ostentoso desde la cocina o el comedor y los novios sabían que tenían que empezar a despedirse. Si la despedida duraba mucho mi mamá salía furiosa señalando el reloj y apurándolos sin misericordia.
¡Cuánto esfuerzo se invirtió en esos años en frustrar algo que resultaría a fin de cuentas inevitable! Mi hermana terminó casándose con su único novio de la adolescencia y yo aprendí una lección definitiva. Jamás le diría a mis padres que tenía novio y nunca aceptaría que reglamentaran mis visitas, mis relaciones con otra gente, mis elecciones de vida. Yo tenía trece años y ya había decidido que dejaría de vivir con mis padres en la primera oportunidad que tuviera. Tres casas después lo cumpliría.
De resto, no recuerdo mucho más de esa casa. Para mí ese año en Barquisimeto resultó de una nulidad absoluta. En mi vida no parecía suceder nada, porque yo ya no me sentía una niña pero estaba lejos de ser una adulta, así que estaba en un limbo horroroso. Todo le pasaba a los demás, no a mí. Tal vez por eso no me acuerdo demasiado de la tristeza de irnos, aunque mi mamá hubiera decidido regalar nuestras mascotas a los vecinos de al lado. La tristeza por haber perdido a mi perro parecía compensarse con la promesa de la capital, donde la vida —finalmente— comenzaría.
En Caracas viví con mis padres en una casa en la California Norte y en un apartamento en Terrazas del Club Hípico. Después ellos se mudaron de nuevo a Barquisimeto y yo me quedé en Caracas, estudiando en la universidad. Estamos ya cerca del tiempo en que nosotras nos conocimos. Pero faltan dos casas, por las que te voy a pasear otro día.
Un abrazo,
r
lunes, 27 de septiembre de 2010
¡Somos mayoría!
Amiga,
Desde ayer he estado pegada a la computadora, escuchando la radio y leyendo la prensa de la tierruca para conocer el resultado de las elecciones parlamentarias. Cuando te escribo esto, a las seis y media de la tarde —hora de aquí— todavía faltan cifras. Pero hay algo que ya está clarísimo: oficialmente, la oposición a Chávez, si se cuentan los votos uno por uno, es mayoría.
Una mayoría escatimada y disimulada, que ningún funcionario del gobierno que quiera seguir estando en las buenas con el jefe puede aceptar. Pero mayoría al fin. Y eso es lo que cuenta. Que uno a uno los venezolanos le están diciendo a Chávez que el tiempo de cambiar se acerca y quien va a tener que salir en volandas ahora es él.
El sábado pasado mi hermana Rebeca, si estuviera viva, hubiera cumplido cincuenta años. He estado dándole vueltas a algo que pudiera decirte que no haya dicho ya en este blog. Y hoy lo encontré. Si mi hermana estuviera viva estaría en este momento, con su dedo manchado de tinta, encantada de los resultados de estas elecciones. Yo la hubiera llamado para preguntarle qué le parece todo y ella me hubiera echado los cuentos de cómo votó, de qué pasó en Barquisimeto, de las cuentas que no dan porque el gobierno cambió las leyes electorales para que los porcentajes jugaran a su favor.
Creo que esa es la mejor manera de recordar hoy a mi hermana. Imaginármela feliz!
Ya vendrán días en los que nos quejaremos de los políticos. Pero hoy se me antoja más bien celebrar.
Te mando un abrazo entusiasmado,
r
jueves, 23 de septiembre de 2010
Equinoccio de otoño
Amiga,
Lyo me recordó esta mañana que hoy es el equinoccio de otoño. A partir de ahora los días van a ser más cortos y las noches más largas. En los campos alrededor del pueblito en el que vivimos ya se recogieron las cosechas y se están preparando los campos para la siembra que debe retoñar la próxima primavera. El polo norte se prepara, pues, para los duros meses de invierno.
Los días amanecen grises y no provoca salir de la cama, ni asomar la nariz más allá de la puerta, aunque el termómetro todavía oscila entre los quince y los veinte grados. Tal vez por eso el otoño es el tiempo de las indecisiones y de las dudas. Un tiempo en el que los errores de cálculo se perdonan.
Nunca sabes si vale la pena aventurarte al mundo exterior y si lo haces no sabes jamás qué ponerte. No es necesario prender la calefacción todavía, pero hay tardes en las que no entiendes por qué estás muerta de frío y cuando te levantas a prepartarte un tecito para calentarte los huesos te das cuenta de que las ventanas han estado abiertas todo el día, como si siguiera siendo verano.
Abres el closet y decides que ya es hora de guardar las franelas blancas que usaste en el verano, los vestiditos sin mangas, los pantalones a media pierna, los suéteres delgaditos que no abrigan. Sacas las ropas gruesas de la maleta donde guardas lo que no usas todo el año. Lavas las bufandas y emprendes la cacería de los pares de guantes que están guardados en los sitios más inesperados de la casa.
Es el otoño, pues. El entretiempo en el que se te permite descuidarte por unas semanas, para que no te agarre del todo desprevenida la llegada inclemente del invierno. Pero sabes que ya no te queda mucho tiempo más para airear los abrigos y habilitar el edredón más grueso.
Allá en la tierruca, sin embargo, la única diferencia debe ser que ahora el sol cae realmente a plomo. Vertical sobre todas las cabezas. Y es posible decir que es mediodía -cuando es mediodía- con sólo ver la sombra neta que proyectan las cosas sobre el suelo.
Pero imaginar ese sol no compensa cuando te escribo frente a una ventana que recorta un cielo gris donde no cabe otra nube.
Y aún así te escribo sin ton ni son para contarte del inicio del otoño. Y para mandarte otra vez un abrazo... equinoccial!
r
miércoles, 22 de septiembre de 2010
Mapa de nunca
Amiga,
Esta mañana amanecí con ganas de saber de la tierruca y escuché la radio. Escuché las noticias, las entrevistas, los preparativos para las elecciones del domingo. Y volví a sentir la tierruca como un territorio ajeno, un “mapa de nunca” como diría Cortázar, hecho de papel y de voces que vienen de lejos, pero todavía convocando una nostalgia. Como una foto vieja.
La semana pasada recibí un libro de Cortázar que estaba esperando desde hacía días. Son los Papeles inesperados que publicó Alfaguara en el 2009, con algunos de sus muchos textos póstumos. Hace tiempo que no leía a Cortázar y leerlo de nuevo me recordó a ese ser que fui cuando lo leía: un bicho pedante y ambicioso, exigente y autista, distraído de todo lo que no me afectaba a mí en particular. Como todos los jóvenes, supongo.
Esos dos sentimientos se me juntaron hoy y me obligué a sentarme a escribirte esta nota, a pesar de la lluvia y de la falta de sol, a cuatro manos con Cortázar, de quien te copio un poema que habla de la lejanía en la que el exilio nos instala:
La patria / Julio Cortázar
Patria de lejos, mapa,
mapa de nunca.
Porque el ayer es nunca
y el mañana mañana.
Guardo un olor de trébol,
una calle con árboles,
un recuento de manos,
una luz sobre el río.
Patria, cartas que llegan
y otras que vuelven,
pájaros de papel
sobre el mapa volando.
Porque el ayer es nunca
y el mañana mañana.
Hasta aquí el poema de Cortázar. Es uno de esos textos que te hace pensar en el exilio como un limbo en el que los recuerdos se sostienen sobre una memoria cada vez más frágil y el futuro se desdibuja hasta desaparecer.
Tal vez es el otoño que llega.
Te dejo aquí un abrazo,
r
martes, 14 de septiembre de 2010
Con todos los recuerdos
Amiga,
El tema de las casas parece perseguirme en estos días. No sólo porque la gente que ha leído mis memorias de la casa de la abuela me escribe contándome de sus propias memorias, sino porque me encuentro aquí y allá textos sobre casas que se me vienen encima como recordándome que he tocado un nervio clave en la memoria de todos.
Uno de esos textos sobre casas es este poema de Carlos Drummond de Andrade, que leí en Letralia, en traducción de Wilfredo Carrizales. Me pareció tan a propósito que no puedo evitar copiarlo aquí.
Liquidación
por Carlos Drummond de Andrade
La casa fue vendida con todos los recuerdos
todos los muebles todas las pesadillas
todos los pecados que se cometieron en vida
o por cometer.
La casa fue vendida con sus golpes en la puerta
con su viento acanalado su vista del mundo
sus imponderables
por veinte, veinte contos.
Hasta aquí el texto de Drummond de Andrade. Es uno de esos poemas que me hubiera gustado escribir alguna vez. A falta de poesía ya te iré contando sobre las otras casas en las que viví. Porque las casas que habitamos y dejamos son lugares donde se queda instalado el recuerdo. Y tal vez por eso son espacios que producen —como por encanto— escritura, literatura, poesía.
Y en estos días en que me preparo para la llegada del invierno, con nostalgia anticipada, no encuentro mejor albergue que la memoria de una vieja casa.
Te mando un abrazo grande,
r
lunes, 6 de septiembre de 2010
Recordar las casas 3
Amiga,
Aunque esta serie de recuerdos se supone que se refiere a las casas en las que he vivido, voy a hacer un par de paréntesis para incluir casas en las que, aunque no viví literalmente, pasé tanto tiempo que se volvieron mis casas adoptivas en algún momento. Una de esas casas era la casa de la abuela Julia. Las casas, mejor dicho. Porque estaba la casa vieja, que ya no existe, y la casa nueva que todavía está en el mismo lugar y donde vive ahora uno de mis primos.
La casa vieja de la abuela es para mí un lugar fantástico. En la foto que ves arriba está el portón enorme por el que se entraba en aquella casa colonial, de zaguán y patio interno. Cuando miro esa foto se me vienen a la mente los olores y los sonidos de una casa que en realidad apenas recuerdo. En la foto está mi abuela y mi tía Cynthia, parada detrás de Rebeca, a la derecha. Se supone que la niña de vestidito blanco es mi hermana Ruth y que yo estoy a su lado, rascándome la nariz. Pero durante toda mi vida yo creí que esta era una foto de nosotras cuatro, las hermanitas Rivas. Hasta que le mostré a mi mamá la foto, hace unos seis años, y me dijo que la niña de pelo corto y trapo blanco en la mano no podía ser yo, porque yo tenía el pelo largo en ese tiempo y mi hermana Renée no había nacido. Después publiqué la foto en Facebook y mi tía Cynthia confirmó que en la foto estamos de derecha a izquierda, Rebeca, Ruth y yo. La otra niña parece ser mi prima Jaqueline, hija mayor de mi tío Miguel. Pero ese cambio de identidades sigue siendo para mí un misterio.
En fin, que esta no es la historia de una foto, sino mi memoria de una casa. La vieja casa de la abuela tenía, pues, ese portón inmenso que daba a la calle y estaba justo antes de la esquina de la cuadra en la que está el Ateneo de Guanare, que supongo que sigue estando en el mismo sitio, en una de las esquinas que da a la Plaza Bolívar. Así que la vieja casa de la abuela estaba, como se dice, en el mero centro de Guanare. Si uno se paraba en esa acera en la que estamos posando con la abuela era posible ver la parte de atrás de lo que en mi pueblo se llamaba, pomposamente, el Palacio Legislativo. Ahí funcionaba la asamblea del Estado, pero ahora creo que está el Concejo Municipal. De todos modos, no recuerdo haber caminado nunca desde la casa de la abuela a ningún lado. En los pueblos del llano caminar bajo el sol inclemente es casi una hazaña.
Después del portón había el típico zaguán oscuro y húmedo que en todas las casas de origen colonial separa la calle de la parte interna de la casa. El portón de afuera siempre estaba abierto durante el día. El portón de adentro se mantenía cerrado o entreabierto si había visitas. Después había una salita o un recibidor, porque creo que la sala formal estaba en otra parte, pero yo no me acuerdo dónde estaba ni cómo era. En ese recibidor, que estaba en un pasillo abierto que daba al primer patio, había un aparato de radio. No conozco los modelos de esas radios viejas, pero me atrevería a decir que era un aparato de los años cuarenta o cincuenta. Tenía un gran dial de disco blanco y unos enormes botones para sintonizarlo. Era todo un mueble, con cornetas y patas. Frente a ese mueble me imagino que se sentaba el abuelo Miguel Ángel a escuchar las noticias después de la siesta y antes de su caminata diaria, cuando no había televisión y no bastaban las noticias de la prensa.
Pero en realidad eso es algo que yo no alcanzo a recordar. Lo que sí recuerdo es estar sentada en una silla incómoda en ese recibidor informal con mi tía Kenya y quien en ese momento era su novio: Rafael Calles. Mi tío Rafael, que nunca permitió que le dijeran tío ni que le pidieran la bendición, se volvería con el tiempo mi tío favorito. Pero entonces yo no sabía eso y creo que no me gustaba que me instalaran de florero a vigilar a los enamorados mientras el resto de la gente se iba a cuchichear a la cocina.
La casa tenía un patio interno del que apenas me acuerdo. Había resolana y matas, un olor como a tierra mojada, y un mono que mi abuela vestía con ropa que ella misma le hacía. El mono fumaba y hacía vulgaridades, se trepaba por las columnas de los pasillos y se subía al techo de tejas para lanzar desde arriba todo lo que encontraba cuando las visitas le caían mal o se quería hacer el gracioso. Siempre asocio ese patio de la casa vieja de mi abuela con el mono fumador.
Después del patio estaba la cocina, que es el único otro espacio que recuerdo vagamente de esa casa. Recuerdo sobre todo el olor, porque olía como a comino y a leche hirviendo, a granos en remojo, a ajo y a alguna hoja verde que tal vez colgaba del techo, perejil o cilantro. Es un olor compuesto por muchos olores que en la memoria se me mezclan y no sé desenredar. Pero es un olor que todavía mantengo en la memoria y espero que ahí se quede por un rato. De la cocina no recuerdo nada más. Sólo que era un oásis de sombra después de la resolana del patio y que había que reajustar la vista cuando uno entraba y salía.
Había un patio pequeño más allá de la cocina. Me acuerdo que era un patio encerrado entre cuatro paredes altas y que había algunos morrocoyes. Fue ahí que pisé una vez el fondo roto de una botella y me hice una herida tan profunda en el pie izquierdo que tuvieron que cogerme puntos, no sé cuántos. Durante mucho tiempo estuvo rodando por la casa la sandalita de cuero manchada de sangre que yo cargaba puesta ese día. Recuerdo que Felipe, un muchacho que mi abuela crió desde que era chiquito, me cargó y me llevó en brazos, sangrando, para anunciarle a los adultos que me había herido un pie. Hoy tengo una desvaída cicatriz que apenas se me ve en el pie y no tengo ninguna memoria de dolor o sufrimiento por esa herida.
Más allá de eso recuerdo muy poco de la casa vieja de la abuela. Pero sí sé que mis abuelos se mudaron para la casa nueva más o menos en el tiempo en el que yo estaba con el pie vendado por aquel accidente con la botella. Y me acuerdo porque mi tía Cynthia, que en realidad se llama Cristina y que tampoco dejó nunca que le dijéramos tía, me paseó cargada por la casa nueva cuando estaban por terminarla y todavía olía a cemento fresco. De ese paseo sólo recuerdo mi imagen, con un pie vendado y en brazos de mi tía, en el espejo del baño grande de la casa nueva.
La casa nueva nos parecía enorme. Supongo que porque éramos pequeñas. Pero también porque tenía un patio adelante y un patio atrás, lleno de árboles de mango, que daba por una puerta al fondo a la redoma de una de las calles ciegas de Fundaguanare. Por esa puerta entrábamos nosotras cuando regresábamos a pie del grupo escolar Giraluna donde estudiamos un par de años. Ese patio lleno de mangos era el lugar que más me gustaba de la casa cuando era niña. Pero creo que, en realidad, el lugar donde se concentraba la gracia de esa casa era el porche.
Cuando éramos pequeñas ese porche era el lugar en el que podíamos jugar como si estuviéramos afuera. Más allá del jardín estaba la avenida y sólo nos separaba de ella una cerca baja. Mi abuela había sembrado junto a la cerca lo que se llamaba antes un seto vivo —¿se seguirá llamando así?. Eran unas matas tupidas, del mismo alto de la cerca, con hojas muy verdes y flores muy rojas que espero sigan estando en el jardín, a pesar de que ahora la casa está escondida tras una pared alta. En aquella época las matas que separaban el jardín de la acera daban una sensación de espacio abierto y una de las delicias de aquel patio era poder sentarse a ver pasar la gente mientras se agarraba el fresco de la tarde.
En aquel jardín y aquel porche nosotras inventábamos juegos y hacíamos más ruido del que el abuelo tenía la paciencia de soportar. Me acuerdo de mi abuelo Miguel sentado en una silla de mimbre, hablando con mi papá o con cualquiera que quisiera escucharlo. Siempre se estaba quejando por algo y siempre tenía una solución para los miles de asuntos por los que se quejaba. El pasillo que dividía en dos el patio de adelante es para mí el lugar del abuelo. Como el porche era el lugar de la tía Fefé, la hermana de mi abuela.
Me imagino que como la abuela reinaba dentro de la casa, y era implacable con su hermana, la tía prefería instalarse todas las tardes en ese lugar neutral desde que llegaba a hacer su visita diaria, con su porte impecable. La tía Fefé era un personaje de película de Almodóvar. En su mejor época se vestía como si acabara de salir de una revista de modas de los años cincuenta, usaba medias de nylon en el calor sofocante de Guanare y cargaba siempre unas carteras antiguas que seguramente atesoraba de los tiempos de su juventud. Tenía una risa contagiosa y a veces, aunque sus cuentos no se entendían, porque la tía Fefé vivía en su propio mundo, su risa era suficiente para alegrarle a uno cualquier tarde.
Desde el porche se entraba a la sala de la casa, que era amplia y cuadrada. En la sala había un gran sofá y dos butacas que miraban hacia una mesita de centro. Pero el mueble más importante creo que era la mecedora en la que la abuela se sentaba a ver la tele, a tejer y a conversar con las visitas o la familia. La mecedora de la abuela era para mí uno de los muebles que definía aquella casa. Todavía me acuerdo de la sensación de importancia que me daba sentarme con sumo cuidado en aquella silla, que tenía un viejo cojín que ya había tomado la forma del cuerpo de la abuela. Era como estar a cargo del universo.
El otro mueble fundamental de la casa de la abuela era el moderno aparato de sonido que había sustituido al radio antiguo de la casa vieja. El aparato tenía radio, reproductor de cassettes y tocadiscos, donde se podían escuchar discos de acetato de larga duración y esos discos pequeñitos que tenían sólo una canción de cada lado y había que oírlos a una velocidad más rápida. En ese tocadiscos escuchábamos merengues y la música de la Billos, que era tal vez el símbolo de la hibridez dominicano-venezolana de la familia. Con esa música aprendimos a bailar dirigidas por la tía Cynthia, que era y es la mejor bailarina de la familia. También recuerdo haber escuchado en ese aparato, a todo volumen, a Miriam Makeba cantando Pata Pata. Rafael y Julio Iglesias sonaron hasta el cansancio en ese aparato. Y la canción Cucurrucucú paloma, que a mi abuela le encantaba, porque una vez mi abuelo le había llevado una serenata con mariachis y le habían tocado esa canción.
Desde la sala se podía pasar directo a la cocina o cruzar a un par de cuartos que estaban a la derecha y se comunicaban entre sí y con un bañito de servicio que a su vez daba a un cuartico que se comunicaba con la cocina. Es decir, toda el ala derecha de la casa podía recorrerse desde el primer cuarto, que era el que usaba el abuelo, hasta la cocina sin pasar por la sala. En el ala izquierda estaba el baño principal y los otros dos cuartos: el de la abuela y el que por unos años fue el cuarto de la tía Cynthia y después se volvió otro cuarto de huéspedes.
Más allá de la mecedora, que era su trono, el espacio de la abuela era la cocina. Ahí preparaba los platos más deliciosos como si no implicaran ningún esfuerzo. La cocina era de fórmica amarilla y en ella se guardaba un estricto orden. Cuando la ayudábamos a lavar los platos o a guardar los peroles, la abuela nos indicaba con precisión dónde debía ir cada cosa. Si había que buscar algo, la abuela sabía exactamente dónde buscarlo y si no lo encontraba se enfurecía. No toleraba encontrar nada fuera de lugar y una de sus eternas quejas con las mujeres de servicio era que le desordenaban su cocina.
Más allá de la cocina había un ancho corredor que daba al patio de atrás. En ese corredor, en el que con frecuencia había colgada una hamaca, la abuela hacía cada diciembre sin falta los mejores pastelitos que he comido en mi vida. Se trataba de una operación conjunta, en la que participábamos sus hijos y nietos, siguiendo sus estrictas instrucciones. También hacíamos torrejas y helados de ron con pasa y hayacas. Pero para hacer las hayacas la abuela Julia, que era dominicana y no quería dárselas de criolla, cedía el mando a mi papá, por única vez en el año.
Todas las comidas familiares se preparaban y se comían en ese pasillo. Una vez, para una cena navideña, mi tío Julio intentó matar un pavo clavándole una aguja en la frente, porque había leído no sé dónde que si uno hacía eso el pavo caía muerto al instante. No debe haber sido verdad, porque aquel miserable pavo se paseó por el patio y el corredor de atrás, con la aguja clavada en la frente y en medio de los gritos de los niños, por horas de horas sin dignarse a caer muerto por nada del mundo. Al final, mi papá terminó matando al pobre pavo de una certera cuchillada en el cuello.
Además de la cocina, el otro lugar en el que reinaba la abuela era su cuarto. Nosotras entrábamos a aquel lugar impecable como en puntas de pie. Había una cama ancha con copete de madera y una peinadora de gavetas bajas y espejo altísimo, que mí me parecía uno de los muebles más elegantes que había visto. El cuarto olía a cremas y a talcos y a ropa recién lavada. La cama tenía siempre encima un cubrecama que había sido tejido por la abuela, cuadrito por cuadrito. Así como todos los muebles y todas las mesas de la casa tenían algún tapete que la abuela había fabricado con sus propias manos incansables.
Mi abuela dormía sola en ese cuarto, porque el abuelo comenzó a dormir en otro cuarto a raíz de no sé qué problema de salud y ahí terminó quedándose. El cuarto del abuelo era mucho menos interesante, porque no había nada ahí que llamara la atención. Había sólo una cama grande y un par de mesitas. Tal vez el único objeto de ese cuarto que siempre me intrigó fue la bacinilla que el abuelo se llevaba al cuarto todas las noches y que la abuela o alguna mujer de servicio vaciaban y lavaban todas las mañanas. Había también un maletín de médico que tenía adentro medicinas, aparatos para medir la tensión y jeringas para poner inyecciones. Decían que el abuelo había estudiado medicina y que estuvo a punto de graduarse. Creo que ese maletín negro fue lo único que le quedó de su frustrada carrera de médico.
Además de los cuartos de la abuela y el abuelo estaba el cuarto que por un tiempo fue de mi tía Cynthia. Ese cuarto pasó por muchas transformaciones a lo largo de los años y tengo memoria de algunos de sus distintos momentos, incluyendo algunas de las veces que dormí ahí y en mi insomnio crónico veía reflejadas en el techo las luces de los carros que pasaban por la avenida. También me acuerdo de ese cuarto como el lugar en el que nos vestíamos para las reuniones familiares, cuando éramos más grandes y la tía Cynthia nos ayudaba a elegir ropa y nos enseñaba a maquillarnos. Tal vez en ese cuarto me puse mis primeros vestidos de fiesta y me pinté por primera vez la boca.
Los cuartos de la tía Cynthia y la abuela estaban separados por el baño principal de la casa. La gran novedad de ese baño era que en lugar de ducha tenía una bañera. No creo que nadie la haya usado nunca para darse un baño de inmersión, pero sin duda el baño tenía por eso un aire de lo más elegante, a pesar de lo incomodísimo que era entrar y salir de la pretenciosa bañera. La otra novedad era una ducha eléctrica que calentaba el agua en el instante en que uno abría el chorro. Ese tipo de duchas se volvieron populares después y hubo versiones simplificadas. Pero la del baño de la abuela no era una simple ducha Corona, sino un perol enorme que hacía un ruido como de motor de lancha y producía un agua humeante totalmente superflua en el clima infernal del llano.
El cuarto que estaba atravesando la sala, justo delante del baño, era el cuarto de las visitas. Ahí dormimos muchas veces, en dos camitas angostas que a veces se juntaban para que cupiéramos al menos tres de nosotras. Pero ese cuarto lo recuerdo más como el cuarto de los cachivaches, porque tenía un closet inmenso, del piso al techo, lleno de las cosas más insólitas. Había muchos materiales que mi abuela había usado cuando cosía trajes por encargo y vendía ropa interior. También estaban ahí guardados muchos de los implementos de costura de la abuela, hilos en carretes y madejas de todos los colores y texturas, agujas de todos tamaños y formas, botones por docenas, dedales, desbaratadores, enhebradores, y una cantidad infinita de cosas guardadas en bolsas, bolsitas, cajas y cajitas.
Mi mamá cuenta que, cuando murió la abuela y a ella le tocó revisar todo y decidir qué valía la pena guardar y qué había que botar, pasó días y días revisando y descartando las miles y miles de cosas que la abuela fue acumulando con el tiempo en todos los grandes closes de la casa. Porque la abuela nunca botaba nada, ni siquiera las cajas de regalos ni las botellas vacías. Tal vez pensaba que algún día las necesitaría para algo. Yo soy igual. Si no me hubiera mudado tantas veces, si no hubiera tenido que cambiar de ciudades y de continentes, si me hubiera quedado cuarenta o cincuenta años en la misma casa, con seguridad a mis familiares también les tocaría botar bolsas y más bolsas de peroles inútiles.
Tal vez por eso la casa de la abuela sigue siendo para mí un lugar que identifico no sólo con la infancia, sino con parte importante de lo que soy. Porque fue el lugar que se mantuvo fijo y seguro mientras todo cambiaba alrededor y nosotras nos mudábamos cada par de años. Es el lugar donde la familia entera se sentía como en su propia casa. El lugar donde entrábamos sin anunciarnos, metiendo la mano por la ventana para abrir la puerta usando la llave que estaba siempre colgada en un clavito en el marco de madera. El lugar donde en cualquier momento podíamos estar seguras de encontrar algo rico para comer o para merendar. Donde siempre había una historia que escuchar o algo que aprender o recordar.
Cuando murió la abuela yo estaba en Londres y mis escasas finanzas de estudiante no me daban para hacer un viaje tan costoso, así que no fui a acompañar a mís tíos y a mis primos a su entierro. No recuerdo haber vuelto a esa casa desde entonces. Me dice mi mamá que la casa ha cambiado totalmente y la verdad es que prefiero no verla distinta de como la recuerdo. Prefiero seguir imaginando la casa como era antes. Y seguir recordando a Julita con las manos ocupadas en algún tejido, meciéndose en su trono mientras comenta las noticias de la familia y ofrece algo de comer a todo el que llega.
Me imagino que a ti te pasa lo mismo con la casa de tu abuela, que sé que era para ti una casa llena de encantos. Algún día te animarás a escribir sobre esa casa en ese blog que estás planeando para Alejita, ¿no?
Un abrazo,
r
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