jueves, 18 de noviembre de 2010
Miércoles de susto
Amiga,
Aunque estés pasando por tantas angustias y me dé hasta pena contarte mis pequeñas tribulaciones de exiliada, me animo a escribirte pensando que todo el mundo necesita distraerse de sus propios dramas con los dramas ajenos, por triviales que sean. Así que aquí va mi cuento del día de ayer, que quiero dejar registrado en nuestro blog porque parece que lo hubiera inventado.
Todo empezó con un ventarrón. Hacía tanto viento ayer que pensé que era mejor no salir. Pero era miércoles y tenía varios libros esperándome en la biblioteca y varias semanas ya faltando a mi rutina de los miércoles, que me había ayudado tanto a centrarme. Como sabes, los miércoles me paso la tarde en la biblioteca nacional —NLS, en sus siglas en inglés. Es una rutina que me ayuda a dividir en dos la semana, a respirar cada tanto un aire distinto al de mi estudio, a destrabarme las ideas dormidas de tanto encierro.
Así que a mediodía, cuando salió un rayito de sol apenas en el horizonte, me enfundé en mi abrigo de invierno y me decidí a enfrentar el ventarrón y la lluvia, el frío y la oscuridad. La primera señal de que algo podía no salir tan bien fue que al llegar a la esquina y mirar a cielo abierto me di cuenta de que había dejado mis lentes. Aunque veo bien todo lo que está a menos de tres metros delante de mí, de ahí para allá el mundo se me borra.
Miré mi reloj y decidí que iba a ser mucho más grave que el autobús me dejara. Como te he contado otras veces, aquí los autobuses tienen un horario y lo cumplen como pueden. Casi siempre llegan después de la hora, pero cuando les da por ponerse puntuales utilizan la ley más antigua de la puntualidad británica: llegar antes. Así que si mi medio de transporte se adelantaba un par de minutos, me quedaría varada y sin miércoles de biblioteca. Porque no hay nada que odie más que perder un autobús. Cuando eso pasa, prefiero devolverme a la casa y dejar todo de ese tamaño.
Mientras esperaba el autobús, resignada a pasar el día mirando sólo las brumas en el horizonte, llegó la segunda señal. Estaba escuchando en mi iPod una canción que hablaba de andar por la vida sin defensas, sin excusas, sin ayuda, cuando se me acercó una señora de lo más amable, de esas con las que me cruzo en el parque cuando camino, para preguntarme algo que sólo entendí cuando me extendió la mano para mostrarme ¡mi llave de la casa! Se me había caído en la acera mientras venía hacia la parada dudando si debía regresar o no a buscar mis lentes.
Traté de no sumar dos más dos y de seguir el consejo de la canción: helpless, defenceless, me dije. Ese es el modo. Dejar que todo venga sin oponer resistencia. Doblarse sin partirse, como el bambú. Pura filosofía zen, pues. En realidad consideré lo de la llave un buen signo, una señal de que todo iba a salir bien por el resto del día, porque una buena vecina se había apiadado de mí y me había devuelto la buena suerte que tal vez me hubiera abandonado por las siguientes ocho o diez horas si no.
No me parece necesario aclararte, a estas alturas, que soy de esa gente que cree a medias en esos signos inciertos que se supone que sirven para advertirnos de los peligros que están por venir. Pero tal vez a los demás lectores de este blog les parezca un dato válido. Aunque haya aprendido, una y otra vez, por dolorosa experiencia, que nada nunca te avisa cuando viene lo peor, lo realmente terrible.
En fin, que me monté en mi autobús confiadísima. Había incluso uno que otro rayito de sol, escueto y triste, pero sol al fin, cuando llegamos a las afueras de la ciudad. Pero ya cerca de la parada en la que me bajo, al final de Princess Street, el ventarrón había arreciado y la lluvia caía menuda, de esa manera horizontal en la que se desplaza aquí la lluvia, burlando los paraguas y los impermeables, por muy buenos que sean.
Bajo esa lluvia helada caminé hasta la biblioteca. Fui por todo el camino pensando que no tenía dinero en efectivo y que si quería tomarme un tecito y comerme algo en el café de la NLS tenía que pasar por un cajero. Pero después me distraje y, empeñada en llegar rápido para evitar congelarme, pasé de largo por dos cajeros y me enfilé en volandas al lugar donde estaría a salvo del tiempo inclemente.
Cuando ya había abierto el locker para guardar mi abrigo, mis guantes, mi gorro, mi bufanda y mi cartera, me acordé del cajero. Volví a ponerme encima todos los implementos que me protegen del invierno y salí de nuevo a la calle a desandar, casi trotando, la media cuadra que me separaba del cajero más cercano. Era eso o quedarme sin almuerzo. Lo hice sin pensar. Tampoco quise ver en este revés ninguna señal adversa.
El tecito caliente me recompensó de todas las inclemencias y al subir a la sala y sentarme frente a mis libros, el universo todo volvió a estar en su sitio. Ya lo sabes, para mí las bibliotecas son los lugares en los que el mundo se ordena, todo cobra sentido, y me siento en paz. Como si estuviera en un templo que ha olvidado sus dioses pero mantiene viva una especie de reverberación, un fulgor que alimenta el alma.
Leí por horas, concentrada y feliz. Tomé notas, se me ocurrieron un par de buenas ideas. Cada tanto miraba por las claraboyas a ver qué tan oscuro se iba poniendo el cielo. Esa es una de las cosas que me gustan de la biblioteca nacional de Escocia, que en el piso de arriba hay cuatro o cinco inmensas claraboyas que te permiten, si no mirar el cielo directamente, al menos presentir su claridad o darte cuenta de que el sol está por ocultarse. En estos días de otoño, a las cinco de la tarde ya es noche cerrada.
Decidí salir apenas pasadas las cinco, porque si seguía lloviendo afuera me iba a congelar un poco menos mientras más temprano regresara. Por el camino hacia la parada se me ocurrió que podía ser una buena idea acercarme a un abasto que está cerca de Princess Street, para comprar algo para cenar. Llegué al abasto después de un largo rodeo, porque nunca me acuerdo en qué esquina está y porque, estando sin lentes, tenía que acercarme a tres metros de los letreros para saber exactamente qué tienda era cuál.
Después de hacer las compras me sentí de lo más satisfecha de mi decisión. Sólo me había tomado media hora y en apenas un rato estaría en mi casa, preparándome una cenita caliente y rica. Regresé a la parada con esta idea estimulante en mi estómago y mi bolsa de la compra un poco más pesada que de costumbre. Había aprovechado para comprarle a Lyo unos quesos, un humus de pimentones y un paté de salmón. Al cruzar la calle vi un autobús 28 llegando justo al mismo tiempo que yo. Pensé que aquella coincidencia era una materialización de mi buena suerte, la maravillosa suerte que me había acompañado durante todo el día.
Subí al autobús contentísima. Afuera quedaba la lluvia, el viento helado, la oscuridad. Elegí un asiento a la derecha, puse la bolsa en el piso y abrí el libro que cargo en la cartera en estos días: Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Me instalé a leer con una sensación de misión cumplida, de día bien aprovechado, de merecer recompensa por mantener el esfuerzo de vivir como se debe. Me dejé atrapar por la historia que Cercas sabe contar tan bien. Se me ocurrieron un par de buenas ideas, tomé notas en las páginas blancas que hay detrás del libro. De vez en cuando miraba hacia afuera. Oscuridad, luces borrosas. Y seguía leyendo.
Es verdad que a veces pierdo el sentido del tiempo. Sobre todo cuando leo. Pero me he aprendido el camino a casa por los giros y cruces que hace el autobús y casi puedo saber por dónde voy, sin mirar hacia afuera, en cada momento del trayecto. Como era el autobús 28, es decir, el que da la vuelta más larga para llegar al pueblito en el que vivo, sabía que iba a tardar más que la habitual media hora del trayecto que hago cuando uso el autobús 27, que es el que pasa directo frente a mi casa, sin desviarse por ninguna parte. Pero de pronto miré el reloj y me di cuenta de que llevaba más de cuarenta minutos en aquel camino sin llegar a ninguna parte.
Miré por la ventana y no reconocí nada de lo que vi. Traté de leer los letreros que aparecían cada tanto al borde de la carretera. Imposible. Sin lentes no leo ningún letrero a menos que esté pegado a mi nariz. Cegata y todo, sabía que no estaba en un lugar conocido y entré en pánico. Me levanté en una parada, después de una inmensa redoma, y le pregunté al conductor con un hilo de voz si ese autobús no pasaba por East Calder. Me dijo que no. Le insistí. Le dije que si ese no era el 28. Me dijo que no, que ese era el 20. ¡Me había montado en el bus que no era!
Respiré hondo. El chofer se apiadó de mí al ver mi cara de angustia y consultó un cuadro que tenía enfrente, una especie de tabla de rutas y horarios, y me dijo que si me bajaba y cruzaba la calle podía agarrar el 28 del otro lado y regresar a mis predios. Corrí a mi asiento, agarré la inmensa bolsa con los ingredientes de mi preciosa cena, que parecía ahora tan remota, y salí del autobús agradecida y atolondrada.
Al cruzar la calle y llegar a la parada de enfrente traté de entender dónde estaba. Pero no había mucho en qué apoyarse. Era una de esas paradas olvidadas de todo y de todos, sin cartelera con las rutas de autobuses, sin nombre y sin anuncios. Una parada parecida a las del más remoto rincón del tercer mundo, si en los rincones remotos del tercer mundo hubiera paradas. Y para colmo había un señor fumando que me miró de una manera sospechosísima y me hizo imaginar que lo peor estaba por venir.
Lo lógico era que confiara en la información que me había dado el chofer del otro autobús y que esperara, pacientemente, a que llegara el 28. Pero yo estaba ya al borde de un ataque de nervios. Me entró la angustia de estar en el medio de la nada, sin referencias de ningún tipo, sin control sobre lo que sucedía a mi alrededor y al lado de un personaje que parecía salido de una película de terror. Mi primera reacción fue escribirle un mensajito de texto a Lyo, que a todas éstas estaba en una cena protocolar con las autoridades universitarias.
Por supuesto, nunca respondió. Esperé tres minutos que parecieron tres horas. El viento sonaba con vocación de huracán. La bolsa con la compra me pesaba en una mano que se me congelaba rápidamente a pesar del abrigo de los guantes. Me imaginé que pasaban horas y no llegaba ningún autobús. Me imaginé que Lyo salía de su cena a media noche y sólo entonces miraba el mensaje en el celular y cuando me respondía mi teléfono ya no tenía pilas, o respondía la contestadora, porque el hombre que fumaba en la parada ya había hecho conmigo lo que tenía que hacer.
Todo el pánico del mundo cabe en tres minutos, amiga. Así que para espantar el miedo o al menos para sentir que estaba haciendo algo, que podía controlar de algún modo la situación, caminé hasta la inmensa redoma que estaba a media cuadra de la parada. Las redomas aquí tienen letreros y si me ponía enfrente de uno podía saber dónde diablos estaba. El letrero no me dijo mucho, aunque supe que estaba cerca de Bathgate, un pueblo que queda a media hora de mi pueblito. Crucé la calle otra vez y caminé hacia un edificio bajo que estaba enfrente.
Era una estación de bomberos. Desde ahí llamé a un taxi. En este país, a menos que estés en el centro mismo de una ciudad muy transitada, no puedes sacar el dedo y parar un taxi. Tienes que llamar para reservar uno, incluso si estás en el medio de la calle. Expliqué dónde estaba, con mucha dificultad porque el viento se colaba en la conversación y yo no oía ni me oían. Finalmente, cuando logramos entendernos, la operadora me dijo que el taxi tardaría entre treinta y cuarenta minutos. ¡Casi me desmayo!
Media hora, sin embargo, era preferible que esperar hasta el infinito. Comparado con el tiempo eterno que se extendía delante de mí, media hora no era nada, así que le dije a la mujer que esperaría. Me quedé parada frente a la estación de bomberos, que estaba cerrada a cal y canto y con apenas un par de luces encendidas afuera. Miré pasar los carros por la inmensa redoma que estaba, para mí, en el medio de la nada. Sentí un intenso pánico. Como cuando estás a punto de ahogarte, como cuando estás al borde de una revelación devastadora, como cuando alguien que amas te dice: tenemos que hablar. Se me revolvió el estómago y sentí llegar un desvanecimiento que tuve que auyentar con todas mis fuerzas.
Y en ese momento vi un autobús saliendo de la parada en la que había estado agonizando por tres minutos eternos. ¡Era un 27! Mi autobús más querido. Me devolví casi corriendo. El autobús se fue sin mí, por supuesto, pero ya sabía que estaba en la ruta correcta y no me importó qué tanto más tendría que esperar. Respiré profundo. Ya no iba a desmayarme. Saqué de la bolsa un yogurt de durazno que había comprado y me lo comí con calma. No habían pasado ni diez minutos cuando apareció un 28, perfecto y flamante, vacío y entusiasta.
Subí. Pagué el doble de lo que hubiera costado el pasaje, porque no tenía sencillo. Me senté en un asiento mullido y tibio. Llamé para cancelar el taxi que había pedido y después me dejé llorar en silencio absoluto por un rato, como una niña perdida o abandonada o encontrada mucho tiempo después de haberse perdido. Me puse en las orejas mis audífonos y en todo el trayecto de regreso, mientras esperaba ver entre las brumas algún edificio o calle que me resultara familiar, estuve escuchando una canción que hablaba de la necesidad regresar a casa y de la angustia de no conocer el camino de regreso a casa.
Cuando llegué al centro comercial, supe que estaba a salvo y que sólo faltaban quince minutos para llegar a mi pueblito. Entonces me di cuenta de que todo ese tiempo en que estuve perdida sin estarlo lo único que quería era encontrar algo que me resultara familiar. Sentirme en el sitio en el que sé dónde está cada cosa y qué hay en cada cuadra. Lo que quería era volver a mi espacio. Y así me sentí cuando me bajé del autobús, cuando caminé las tres cuadras que van de la parada del 28 a mi casa, helada pero contenta.
Pasadas las ocho de la noche, cuando finalmente abrí la puerta con la llave que una buena vecina había tenido la amabilidad de devolverme, entendí que lo importante ya no era que me había perdido sino que acababa de reconocer mi pertenencia. Después de tantos años de sentirme fuera de lugar, de mirar alrededor sin aceptar como mías las calles o las casas, había descubierto que mi lugar era éste. No sólo esta casa, sino este pueblito perdido de nombre extraño, con su calle principal y sus dos semáforos, su abasto y su farmacia, su oficina postal y su pub, su cementerio antiguo y sus dos iglesias de piedra. Ya no me sentía una extranjera perdida en un lugar ajeno. Estaba, por fin, en casa.
Espero que hayas tenido la paciencia de acompañarme hasta aquí en el recuento tortuoso de este miércoles de susto. Y que mi historia te haya distraído un rato de tus preocupaciones. Tal vez es verdad que lo único que necesitamos es distancia para descubrir lo que realmente cuenta. Tal vez sólo es necesario perderse, en el medio de una noche helada, para que todo vuelva a tener sentido.
Te acompaño,
r
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