lunes, 11 de octubre de 2010
De cómo NO conocí a dos premios Nobel
Amiga,
He estado leyendo en la prensa todas las reseñas de la vida de Vargas Llosa, en estos días en que la celebridad máxima acaba de alcanzarlo. Dicen los periódicos que ahora sí está a la par con García Márquez, después de años de sonadas rivalidades. Y yo, que no soy precisamente amiga de la gente que anda por ahí haciendo gala de las celebridades que conoce y llamándolas por su nombre de pila, no puedo evitar recordar que he visto con mis propios ojos, delante de mí, en carne y hueso, a estos dos premiadísimos autores.
A García Márquez lo vi en La Habana. Era el año 1994. Lo sé porque acabo de consultar mi CV y ahí aparece que ese año estuve en un Congreso en Casa de las Américas, presentando una ponencia sobre Cristina Peri Rossi. El congreso, que había sido interesante por muchas cosas que no tenían que ver con las ponencias que leímos y escuchamos, se había terminado y en la noche final se iban a anunciar los ganadores del premio que Casa de las Américas otorga todos los años a escritores, poetas, ensayistas y demás.
Desde temprano se rumoraba que el Gabo, como se supone que le debe decir todo el mundo, iba a estar en el público, o más bien departiendo con el público. Se llegó incluso a afirmar que el mismísimo Fidel aparecería sin ser anunciado de antemano. Así que teníamos que emperifollarnos para la noche de los anuncios y mantener los ojos bien abiertos para no perdernos a ninguna celebridad. Conmigo estaban María Julia y Eleonora, con quienes viajé a unos cuantos congresos por esa época.
Al llegar al auditorio donde se realizaría el evento nos encontramos de frente, casi en la puerta, con el primer premio Nobel que habíamos visto en la vida. El Gabo conversaba de lo más animado con un sujeto que sería seguramente sureño, por los gestos exagerados y la falta de respeto absoluta por el espacio personal que desplegaba. Parecía querer evitar que el Gabo desviara por un segundo la atención de lo que le estaba diciendo. El escritor llevaba una chaqueta que recuerdo marrón sobre una camisa tal vez blanca. Usaba unos pantalones azules, probablemente jeans, y unos mocasines de cuero que habían tenido mejores días. Recuerdo que me sorprendió su cabeza totalmente blanca, de una forma casi exacta a la cabeza grande y roma de mi papá.
Nosotras nos quedamos paralizadas. Parecíamos adolescentes frente a una estrella de rock. Salúdalo tú, yo no tú, no tú… En fin, que mientras dudábamos y nos moríamos de la pena, el Gabo dio media vuelta y se instaló a conversar con unas señoras sonrientes que vinieron a rescatarlo del sureño egoísta. Tengo la impresión de que, por el rabillo del ojo, el Gabo nos había estado observando y se divirtió al presenciar, una vez más, la conmoción que producía su sola presencia.
Durante mucho tiempo después de ese encuentro frustrado yo ensayé una y otra vez el diálogo que hubiera querido tener con el autor de El otoño del patriarca, uno de mis libros favoritos. Ya no me acuerdo del diálogo imaginario completo, pero sí recuerdo que entre otras cosas le hubiera dicho que yo era venezolana y que en Venezuela todos lo considerábamos nuestro escritor, nuestro premio Nóbel.
Ninguno de esos impulsos adolescentes me nubló el entendimiento cuando vi a Vargas Llosa por primera y única vez. Sería el año 1999 o, tal vez, 1998. Yo estaba haciendo mi tesis doctoral y todos los días caminaba desde mi casa hasta la British Library. Era mi lugar de trabajo, mi espacio para pensar y para aprender. Era el lugar en el que podía ver, en primeras ediciones, casi todas las novelas de los años cuarenta con las que estaba trabajando. Después de años pasando gran parte de la semana en ese templo del saber, ya me sentía como en mi casa.
En esa época había una rutina que todos los usuarios debían seguir sin falta. Al llegar, había que bajar al nivel donde estaban los acomodadores y dejar ahí abrigos, bolsos y cualquier cosa prohibida. A cambio le daban a uno una fichita con un número y una bolsa plástica transparente por si necesitaba guardar algo. Al salir se repetía el mismo proceso a la inversa. Uno entregaba su número y le devolvían sus pertenencias. Te puedes imaginar que en las horas pico se hacían unas colas gigantescas y mientras uno daba vueltas en círculos hasta que le tocara su turno no quedaba otra que distraerse mirando a los demás. Ese sistema lo cambiaron y ahora uno guarda directamente sus peroles en lockers, sin tanto protocolo.
Pero el nuevo sistema disolvió un ritual social que era de lo más entretenido. En esos minutos de ordenada cola se igualaba todo el mundo. No había privilegios y tal vez por eso a mí me parecía un lugar de lo más democrático. Sobre todo en los fríos meses de invierno, porque al despojarnos de abrigos, guantes, gorros y bufandas, todos parecíamos más vulnerables. Y fue en esa cola que me encontré al hoy flamante premio Nobel. Le había visto desde atrás la cabeza entrecana y el perfil aguileño —como se dice. Era un tipo alto, con el apenas disimulado aire arrogante de los que conocen su lugar en el mundo. Me parecía conocido pero no lograba ubicarlo.
Cuando entregó sus pertenencias con un gesto —digamos— adusto, me pareció notar que estaba muy lejos de mostrar la misma vulnerabilidad del resto de los mortales, que nos sentíamos desprotegidos al entregar nuestras pertenencias a totales extraños. Entonces me imaginé que sería un professor, es decir, uno de esos seres casi míticos que existen en las universidades británicas para escarnio del resto de los mortales. Pinta no le faltaba al hombre.
Pero, después de recibir su ficha y su bolsita plástica, me pareció que se tardaba más de la cuenta en la escalera que subía a las salas. Cuando había dado tres o cuatro pasos hacia arriba se detuvo como dudando y miró a su alrededor con aire majestuoso. Fue en ese momento que supe quién era. Sólo un latinoamericano famoso, sorprendido de la falta de reconocimiento que otorga a todos por igual la inhóspita ciudad de Londres, hubiera hecho aquel gesto. Sólo un ego bien alimentado se podía atrever a exigir reconocimiento en medio de una manada imparable de estudiantes e investigadores que sólo querían refugiarse lo más pronto posible en sus mullidos asientos en las salas de lectura con calefacción.
Tal vez el escritor estaba genuinamente esperando a alguien o tratando de ubicarse en el laberinto de pasillos y escaleras y yo le atribuí una arrogancia de la que no era en absoluto culpable. Como sea, esta vez no tuve el menor impulso de saludar al autor que tendría, diez o más años después, una celebridad a la altura de sus ambiciones. Al contrario, le pasé por al lado y no me digné a otorgarle ni siquiera una rápida mirada de incredulidad. Sin embargo, por pura curiosidad antropológica, busqué en los ficheros de la British Library, para ver cuántos de sus libros estaban en la magna casa de estudios. Estaban, por supuesto, todos. En primeras y sucesivas ediciones y en varios idiomas. Algo que, con seguridad, ya había averiguado con satisfacción el futuro premio Nobel.
¿Cuánto valdrían hoy dos libros firmados por esas dos figuras o un par de simples autógrafos en papel de servilleta? No creo que sea necesario hacerse esa pregunta. Hay que tener un talante novelero, del que yo carezco, para andar por la vida coleccionando celebridades. Pero no pude evitar echarte aquí mi cuento después de leer varios textos esta semana sobre los excelsos galardonados. El cuento de cómo no conocí —pero estuve en presencia de— los dos únicos premios nóbeles latinoamericanos de literatura vivos.
No creo que vaya a releer a Varguitas. No soy precisamente admiradora de su prosa totalizante, de sus universos abarcadores ni de sus personajes acartonados, aunque haya disfrutado La tía Julia y el escribidor, tal vez el único de sus libros realmente entretenido. Pero he estado leyendo algunos de sus ensayos y sus textos periodísticos, con los que me siento menos incómoda. Tal vez por ahí me reconcilie con esa imagen arrogante que me tropecé una vez en Londres. No que sea necesario, de todos modos. Bastantes lectores le sobran ya al encumbrado autor.
Espero que la suerte te libre de los relectores del susodicho.
Un abrazo,
r
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