Amiga,
Hoy amanecí con ganas de sentarme a escribir en serio. Pero en medio de los trajines de la mañana sonó la puerta (aquí no hay timbre y el cartero llama dos veces golpeando la ranura del buzón por donde se supone que debe dejar la correspondencia) y me encontré con dos libros que me han entretenido la mañana y ya no me dejan escribir.
Uno de los libros es Alumbramiento, de Andrés Neuman. Un volumen de cuentos muy cortos que me leí de una sola sentada. Anoche terminé de leer, Bariloche, su primera novela, y ya estoy leyendo El viajero del siglo, con avaricia y ganas de no terminar.
Para tentarte a caer en este mismo gusto por lo que escribe Andrés Neuman te copio uno de sus cuentos:
Sísifo
Amanece. La opinión ajena se conforma con muy poco. Amanece despacio, y el río hace cosquillas a la tierra intentando despertarla. Hoy también trabajaré solo. Saldré al monte inundado por el cobre del sol, dejaré que las aves prosigan con su orquesta y cumpliré con lo mío: ya no estoy castigado.
Es un alivio cargar siempre con la misma roca. Es esta: la misma gigantesca, ocre, redonda piedra mía. No siempre ha sido así. Redonda, digo. No es que me merezca ir por ahí alardeando de geómetra, pero antes mi roca era más bien un poliedro. Una masa sin forma definida, con incómodos salientes que traspasaban mis ropas y me herían la piel. Lo que se dice un suplicio. Pero a fuerza de emplearla se ha ido haciendo tersa, regular. Modestamente, ha quedado bien bonita. Y es un alivio cargar con ella siempre, con esta misma roca, un día y otro día y cada día. Un verdadero descanso. Aunque la terca opinión ajena insista: que si sobrellevo una existencia torturada, que si mi astucia se marchita desempeñando una tarea idéntica cada vez que sale el sol, que si jamás podré ver mis trabajos concluidos... ¡Ingenuidades! Sin ninguna intención de ponerme a ensayar paradojas, puedo afirmar que me han quitado un peso de encima.
¿Cambiar yo de roca? ¿Cambiar de colina, de hora, de designio? No imaginan los que se creen libres con cuánta responsabilidad cargan. Tanta decisión que tomar en vano, semejante insistencia en los cambios, deben de resultar agotadoras. Fíjense, en cambio, qué joven me conservo. Además, como es natural, con el paso del tiempo he ido adquiriendo ciertas habilidades en el aparentemente sencillo arte del levantamiento, traslado y posterior depósito de minerales de gran tamaño. No cometeré la exageración de declarar que no me cuesta ningún esfuerzo, aunque pueden creerme si les digo que he dejado de sufrir aquellos lamentables dolores de espalda y que ya apenas me agito al coronar la cima del monte. Podrán suponer que, con la escasa vigilancia a la que me someten, no son pocas las tardes en las que, en lugar de la reglamentaria elevación dorsal, cubro el último tramo empujando mi roca como si se tratase de una rueda o un formidable juguete. ¿Y qué si alguien me viera? ¿Adónde me expulsarían? ¿Van a encontrar acaso a alguien que me reemplace?
Otra de las patrañas de las que me río a carcajadas: el terrible momento de la caída de mi roca, la supuesta decepción de ver cómo se precipita de nuevo ladera abajo... A quienes ignoran la topografía de la zona, me gustaría informarlos de que la falda sur del monte es espesa, verde y húmeda; da gusto recorrerla. ¿Acaso alguien ha dicho que, entre ascenso y ascenso, no puedo permitirme mis pequeños recesos a la sombra de los árboles? Por otra parte, la veloz y estrepitosa carrera de la roca constituye un espectáculo fascinante del que nunca me canso. Me enorgullece confesar que todavía hoy, al comienzo de cada jornada, noto cierta ansiedad en mis movimientos. Como si la certeza de que a lo largo del día veré rodar la roca decenas de veces más no me impidiera aguardar, con la ilusión de un principiante, las primeras caídas de la mañana. Pueden llamarlo como gusten: vocación, simple paciencia o -si son perspicaces- puro sentido práctico.
Ha amanecido sin prisa. La hierba se calienta. Las opiniones se repiten, perezosas. Sé que sufro menos que muchos. No soporto ninguna incertidumbre. Voy por el sendero hacia el monte. Los árboles cimbreantes se lavan la sombra en el río. Sólo una cosa temo, y esto nadie lo sospecha: que un día como cualquier otro, al posar otra vez mi querida vieja roca, esta se quede inmóvil en lo alto.
Hasta aquí Neuman.
Uno de estos días te copio sus dodecálogos para cuentistas. Mientras tanto, espero poder agarrar impulso en lo que resta del día para escribir un par de líneas, redondear mi piedra, como un modesto Sísifo.
Un abrazo,
r
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