martes, 30 de junio de 2009
Baraboo
Amiga,
Te debo al menos un comentario sobre el Festival Internacional de Cine que acaba de terminar este domingo en Edimburgo. Sólo pudimos ver cinco películas, de las no sé cuántas que se mostraron en un poco más de una semana. Puedes ver aquí todos los datos del festival y de paso curiosear quiénes se ganaron qué premios.
De las cinco que vimos hay dos que se mantienen en mi memoria. Rudo y Cursi, de Carlos Cuarón y Baraboo, dirigida por Mary Sweeney. Puedes encontrar en la web cantidad de información sobre Rudo & Cursi, porque la película reúne de nuevo a Gael García Bernal y Diego Luna, los mismos protagonistas de Y tu mamá también. La historia está realmente muy bien contada, pero el gran acierto es el narrador: un argentino insoportable que encarna todos y cada uno de los estereotipos que tenemos en el resto de América Latina sobre –y en contra de- los argentinos.
Pero suena tan bien y es tan divertido que al final resulta una inteligente auto-ironía sobre nuestros prejuicios y sobre el modo como estamos destinados a repetir el péndulo eterno entre los sueños imposibles y las más estrepitosas caídas en desgracia. Si llega Rudo & Cursi por aquellos lados, no dejes de verla!
(Tengo que contarte aquí, entre paréntesis, que tuve el dudoso privilegio de ver a Gael García Bernal entrar por los dos metros de alfombra roja que precariamente lograron colocar –poner, como tú dirías- en la entrada de una de las salas en la que se realizó el festival. Bueno, ver, lo que se dice completamente ver, no lo vi. Sólo logré atisbar un pedazo despelucado de su cabeza. Así que, sin mucha vergüenza debo reportar que estuve a menos de un metro de distancia de una celebridad y me contenté con no verlo, con salir más bien corriendo para otro lado, mientras escuchaba a las fans gritar ¡Gael! ¡Gael! ¡Gael!)
Bueno, a lo que iba: la película que más me gustó sin duda alguna fue Baraboo, dirigida por Mary Sweeney, la misma que escribió junto con David Lynch esa otra película extraordinaria llamada The Straight Story ⎯¿qué título le pusieron en español? ¿tú te acuerdas?.
Me resulta siempre incómodo que cuando una mujer hace un trabajo extraordinario al lado de algún hombre reconocido, la manera de hablar del trabajo de ella se adose siempre al trabajo de él. Así que no voy a insistir en que Sweeney trabajó con Lynch durante décadas. Me parece mucho más interesante lo que ha logrado por sí misma y lo que hay de valioso en su trabajo, más allá de las estridencias de los grandes nombres.
Baraboo es, ante todo, una película visualmente hermosa (puedes ver los trailers aquí). Para el ritmo de percepción contemporáneo podría resultar algo ‘lenta’. Pero ese es un calificativo que nunca me ha gustado cuando se trata de películas, libros, música o cualquier otra manera de decir algo que requiera un ritmo pausado, ensimismado, casi detenido. El ritmo que esta película te impone es el de la contemplación, es verdad, pero no una contemplación estática. No es una película de Bergman, para ponerte un ejemplo tal vez extremo.
Es una película en la que una serie de personajes sin ningún propósito ulterior en la vida, pero que están a la espera del amor, del futuro o de la muerte, interactúan en un pequeño motel de un pequeño pueblo de Wisconsin. Todo parece empezar del mismo modo como termina. Y, sin embargo, todo pasa en esas dos horas en que vemos cómo estos personajes se pelean y se reconcilian, se enamoran y se separan, recuerdan y hacen planes.
Pero tal vez lo más interesante para mí sea que estas historias se sostienen a partir de las relaciones de dos mujeres y los vínculos de estas dos mujeres con los demás personajes. Una de ellas, Jane (Brenda DeVita), administra el motel donde sucede todo. Es una madre soltera, todavía joven, que escribe interminables diarios noche tras noche y que no sabe cómo reconectarse con un hijo adolescente que parece cada vez más violento y distante. La otra, Bernice (Ruth Schudson), es una mujer ya al borde de la vejez que vende todas sus pertenencias y decide mudarse al motel y terminar ahí sus días. Pero no sin encargarse antes de arreglarle la vida a todo el mundo y convertir el motel en su casa y a sus habitantes en su familia.
Enmarcando estas historias simples están la música y el sonido del viento. Pero también están las reiteradas imágenes de árboles, carreteras solitarias, cables que van de un poste a otro, sombras que se proyectan en alguna pared. Una fiesta visual y auditiva que te deja en un estado de ánimo si no alegre, al menos eufórico. De esas euforias que están tan cerca de la risa como del llanto. En fin, es el tipo de historia que me gusta ver, leer y contar. Inspirada en esa estética tomé la foto que aparece encabezando esta nota.
Ojalá llegue esta película a Mérida algún día y ojalá puedas verla.
Te mando un abrazo,
r
domingo, 21 de junio de 2009
Solsticio de Verano!
Amiga,
Hoy es el día más largo del año. Dicen que desde el principio de los tiempos el género humano eligió este día para agradecer al sol que nos siguiera alumbrando. Con esta imagen del sol sobre los árboles del parque en el que camino, me uno a la celebración para desearte:
¡Feliz Solsticio de Verano!
Un abrazo enorme,
r
sábado, 20 de junio de 2009
Gala!
Amiga,
La semana pasada hubo gala en el pueblo. Es un evento que hacen todos los años cerca del solsticio de verano. Supongo que es lo que queda de alguna fiesta pagana de quién sabe cuántos siglos atrás.
El pueblo se llenó de banderolas y música. Las bandas desfilaron por nuestra calle principal y los parroquianos lanzaron hurras al paso del desfile. Nosotros salimos también a la calle a unirnos a la fiesta. A pesar del palo de agua que estaba cayendo, como puedes ver en la foto que tomó Lyo.
Esta semana estamos de festival de cine. Pero te hago un resumen dentro de unos días, cuando hayamos visto algunas de las películas…
Cariños,
r
miércoles, 17 de junio de 2009
La herencia
Amiga,
Hace unos días escuché en un podcast a un joven de origen puertorriqueño llamado Justin Torres leyendo tres de sus textos. Me impresionaron por su fuerza y por su economía de recursos y quise inmediatamente volver a mirarlos con calma. Los encontré publicados en Granta y sentí ganas de traducirlos al español, para compartirlos contigo y con mi amiga Gina, que trabaja con estos temas de la herencia.
Aquí va el segundo de los tres. Los textos forman una secuencia que creo que se entiende mejor leída en conjunto. Te prometo para dentro de poco la traducción del primero y el tercero...
Herencia/ Justin Torres
Cuando llegamos de la escuela Papá estaba en la cocina, cocinando y escuchando música y sintiéndose bien. Abanicó el vapor que salía de la olla, aplaudió y se frotó las manos con fuerza. Sus ojos estaban húmedos y brillaban con un impulso vital. Subió el volumen del estereo y se oyó el mambo, era Tito Puente.
“Atención”, dijo, y comenzó a girar con gracia en un solo pie empantuflado, con la bata de baño flotando a su alrededor. Tenía en la mano una espátula de metal, brillante y grasienta, que golpeaba en el aire al ritmo de los bongós.
Mis hermanos y yo, los tres, nos quedamos en la entrada de la cocina, riéndonos, con ganas de entrar en el baile, pero esperando nuestro turno. Papá se acercó sobre el piso de linoleo con sus pasos en estaccato hasta donde estábamos nosotros y arrastró a Joel y a Manny al baile, agarrando sus brazos debiluchos y haciéndolos saltar detrás de él. A mí me sujetó por las manos y me hizo deslizar entre sus piernas y salir al otro lado. Después brincamos alrededor de la cocina, siguiéndolo en un trencito, como pequeños gansos. Levantábamos los puños delante de nosotros y movíamos las caderas al ritmo de las trompetas.
Había cosas calientes en las hornillas, chuletas de cochino friéndose en su propia grasa y arroz español borboteando espuma debajo de la tapa. El aire estaba denso y lleno de vapor, olor a especies y ruido, y la pequeña ventana sobre el fregadero estaba nublada.
Papá subió todavía más el volumen del estereo. Tan alto que si yo hubiera gritado nadie me habría oído, tal alto que me parecía que mis hermanos estaban lejísimo y era imposible llegar a ellos, aun cuando estaban ahí, justo delante de mí. Papá agarró una lata de cerveza de la nevera y seguimos con los ojos el camino de la lata hacia sus labios. Entonces nos dimos cuenta de la cantidad de latas vacías que se apilaban en la mesa detrás de él y nos miramos unos a otros. Manny torció los ojos y siguió bailando, así que nosotros hicimos una fila y seguimos bailando también, sólo que ahora íbamos detrás de Manny.
“Ahora muévanse como si fueran ricos”, nos gritó Papá, con una voz muy fuerte que se escuchaba por encima de la música. Y nosotros bailamos en la punta de los pies con las narices levantadas y tocando el aire por encima de nuestras cabezas con los dedos meñiques.
“Ustedes no son ricos”, dijo Papá, “Ahora muévanse como si fueran pobres”.
Encogimos las rodillas, cerramos los puños y estiramos los brazos hacia afuera; meneamos los hombros y echamos las cabezas hacia atrás, salvajes y sueltos y libres.
“Tampoco son pobres. Ahora muévanse como si fueran blancos”
Nos movimos como robots, tiesos y angulosos, sin siquiera sonreirnos. Joel era el más convincente. Yo lo había visto practicar en el cuarto algunas veces.
“Ustedes no son blancos”, gritó Papá. “Ahora muévanse como puertorriqueños”.
Hubo una pausa mientras nos preparábamos. Después bailamos el mambo lo mejor que pudimos, tratando de hacerlo de manera suave y seria y de sentir el compás en los pies y el ritmo más allá del compás. Papá nos miró por un rato, recostado en la mesa y tomando largos tragos de cerveza.
“Estúpidos”, dijo. “Ustedes no son ni blancos ni puertorriqueños. Miren cómo baila un hombre de raza pura, miren cómo se baila en el guetto”. Cada palabra se escuchaba a gritos sobre la música, así que era difícil saber si estaba molesto o si sólo se estaba burlando.
Papá bailaba y nosotros tratábamos de ver qué lo hacía diferente de nosotros. Fruncía los labios y mantenía una mano en el estómago. Su codo estaba alzado, su espalda recta, pero había soltura y libertad y confianza en cada movimiento. Traté de mirar sus pies pero algo en el modo en que se movían y se retorcían uno delante del otro, algo en la línea del torso, me obligaba a mirar su cara, su nariz ancha y los ojos oscuros entreabiertos y los labios fruncidos que al mismo tiempo gruñían y sonreían.
“Esta es su herencia”, dijo, como si a través del baile pudiéramos conocer su propia infancia, los sabores y la esencia de los vecindarios del Harlem hispano y del sur de Brooklyn, los salones de baile y los parques de la ciudad y su mismo Papá, cómo lo golpeaba, cómo le enseñó a bailar; como si pudiéramos escuchar el idioma español en sus movimientos, como si Puerto Rico fuera un hombre en bata de baño, agarrando otra cerveza de la nevera y levantándola para beber, con la cabeza hacia atrás, todavía bailando, todavía haciendo pasos y vueltas sin perder nunca el compás.
Sigo luchando con este último párrafo que no me termina de sonar tan bien como el original. Pero creo que ahí está la idea.
Un abrazo,
r
Hace unos días escuché en un podcast a un joven de origen puertorriqueño llamado Justin Torres leyendo tres de sus textos. Me impresionaron por su fuerza y por su economía de recursos y quise inmediatamente volver a mirarlos con calma. Los encontré publicados en Granta y sentí ganas de traducirlos al español, para compartirlos contigo y con mi amiga Gina, que trabaja con estos temas de la herencia.
Aquí va el segundo de los tres. Los textos forman una secuencia que creo que se entiende mejor leída en conjunto. Te prometo para dentro de poco la traducción del primero y el tercero...
Herencia/ Justin Torres
Cuando llegamos de la escuela Papá estaba en la cocina, cocinando y escuchando música y sintiéndose bien. Abanicó el vapor que salía de la olla, aplaudió y se frotó las manos con fuerza. Sus ojos estaban húmedos y brillaban con un impulso vital. Subió el volumen del estereo y se oyó el mambo, era Tito Puente.
“Atención”, dijo, y comenzó a girar con gracia en un solo pie empantuflado, con la bata de baño flotando a su alrededor. Tenía en la mano una espátula de metal, brillante y grasienta, que golpeaba en el aire al ritmo de los bongós.
Mis hermanos y yo, los tres, nos quedamos en la entrada de la cocina, riéndonos, con ganas de entrar en el baile, pero esperando nuestro turno. Papá se acercó sobre el piso de linoleo con sus pasos en estaccato hasta donde estábamos nosotros y arrastró a Joel y a Manny al baile, agarrando sus brazos debiluchos y haciéndolos saltar detrás de él. A mí me sujetó por las manos y me hizo deslizar entre sus piernas y salir al otro lado. Después brincamos alrededor de la cocina, siguiéndolo en un trencito, como pequeños gansos. Levantábamos los puños delante de nosotros y movíamos las caderas al ritmo de las trompetas.
Había cosas calientes en las hornillas, chuletas de cochino friéndose en su propia grasa y arroz español borboteando espuma debajo de la tapa. El aire estaba denso y lleno de vapor, olor a especies y ruido, y la pequeña ventana sobre el fregadero estaba nublada.
Papá subió todavía más el volumen del estereo. Tan alto que si yo hubiera gritado nadie me habría oído, tal alto que me parecía que mis hermanos estaban lejísimo y era imposible llegar a ellos, aun cuando estaban ahí, justo delante de mí. Papá agarró una lata de cerveza de la nevera y seguimos con los ojos el camino de la lata hacia sus labios. Entonces nos dimos cuenta de la cantidad de latas vacías que se apilaban en la mesa detrás de él y nos miramos unos a otros. Manny torció los ojos y siguió bailando, así que nosotros hicimos una fila y seguimos bailando también, sólo que ahora íbamos detrás de Manny.
“Ahora muévanse como si fueran ricos”, nos gritó Papá, con una voz muy fuerte que se escuchaba por encima de la música. Y nosotros bailamos en la punta de los pies con las narices levantadas y tocando el aire por encima de nuestras cabezas con los dedos meñiques.
“Ustedes no son ricos”, dijo Papá, “Ahora muévanse como si fueran pobres”.
Encogimos las rodillas, cerramos los puños y estiramos los brazos hacia afuera; meneamos los hombros y echamos las cabezas hacia atrás, salvajes y sueltos y libres.
“Tampoco son pobres. Ahora muévanse como si fueran blancos”
Nos movimos como robots, tiesos y angulosos, sin siquiera sonreirnos. Joel era el más convincente. Yo lo había visto practicar en el cuarto algunas veces.
“Ustedes no son blancos”, gritó Papá. “Ahora muévanse como puertorriqueños”.
Hubo una pausa mientras nos preparábamos. Después bailamos el mambo lo mejor que pudimos, tratando de hacerlo de manera suave y seria y de sentir el compás en los pies y el ritmo más allá del compás. Papá nos miró por un rato, recostado en la mesa y tomando largos tragos de cerveza.
“Estúpidos”, dijo. “Ustedes no son ni blancos ni puertorriqueños. Miren cómo baila un hombre de raza pura, miren cómo se baila en el guetto”. Cada palabra se escuchaba a gritos sobre la música, así que era difícil saber si estaba molesto o si sólo se estaba burlando.
Papá bailaba y nosotros tratábamos de ver qué lo hacía diferente de nosotros. Fruncía los labios y mantenía una mano en el estómago. Su codo estaba alzado, su espalda recta, pero había soltura y libertad y confianza en cada movimiento. Traté de mirar sus pies pero algo en el modo en que se movían y se retorcían uno delante del otro, algo en la línea del torso, me obligaba a mirar su cara, su nariz ancha y los ojos oscuros entreabiertos y los labios fruncidos que al mismo tiempo gruñían y sonreían.
“Esta es su herencia”, dijo, como si a través del baile pudiéramos conocer su propia infancia, los sabores y la esencia de los vecindarios del Harlem hispano y del sur de Brooklyn, los salones de baile y los parques de la ciudad y su mismo Papá, cómo lo golpeaba, cómo le enseñó a bailar; como si pudiéramos escuchar el idioma español en sus movimientos, como si Puerto Rico fuera un hombre en bata de baño, agarrando otra cerveza de la nevera y levantándola para beber, con la cabeza hacia atrás, todavía bailando, todavía haciendo pasos y vueltas sin perder nunca el compás.
Sigo luchando con este último párrafo que no me termina de sonar tan bien como el original. Pero creo que ahí está la idea.
Un abrazo,
r
lunes, 15 de junio de 2009
De obsesiones y repeticiones
Amiga,
Todos somos animales monotemáticos y hacer variaciones de lo mismo forma parte de la naturaleza humana. Esto lo comprobé -una vez más- viendo el estudio del escultor Eduardo Paolozzi, en la Deans Gallery.
Hace un par de fines de semana estuvo haciendo un sol espléndido y aprovechamos para visitar esta galería que está dedicada al arte vanguardista. Ahí se pueden ver pinturas y esculturas de los más reconocidos artistas dadaístas y surrealistas de principios de siglo, desde Dalí hasta Picasso, pasando por Miró y Magritte. Pero la imagen que me ha quedado rondando en la mente todos estos días no es tanto la de los pájaros muertos de Dalí o las ingeniosas nubes de Magritte, sino la de un cuarto atiborrado de objetos repetidos.
En el 2001 Paolozzi donó a las galerías de Escocia parte importante de los objetos que se encontraban en sus dos estudios de Londres. Algunos de ellos se muestran en una especie de montaje que simula un espacio real en la sala de la Deans Gallery dedicada a su obra. Es un cuarto con cama, biblioteca, escritorios y mesas de trabajo, cubierto de estanterías del piso al techo y lleno de las mismas cosas repetidas hasta el infinito: cajas de rompecabezas y juguetes para armar, teclas de pianos o de máquinas de escribir, piezas sueltas de viejas computadoras, revistas y periódicos amarillos, bolsas llenas de pedazos de muñecos desmembrados, pies, manos, piernas… y miles y miles de cabezas. Si uno quiere ver cómo funciona la mente de un artista obsesionado con su obra sólo tiene que pararse frente a ese espectáculo de la repetición y maravillarse.
En medio de esa acumulación de objetos uno no puede menos que pensar que la obsesión es la materia prima de la que están hechas las obras humanas, sean de arte o no. Y tengo la sospecha de que sin una pizca al menos de esa tendencia a la obsesión no es posible contruir nada perdurable. Creo que hay que dejarse llevar por esa especie de repetición de lo mismo hasta dar con el punto en el que se pasa como al otro lado y se produce un objeto que tiene valor, aunque sea momentáneo, no sólo para uno mismo sino también para otros.
Es una lástima que no dejen tomar fotos de ese cuarto extraordinario (puedes verlo aquí). Me hubiera gustado ilustrarte con esa imagen esta nota. En cambio, te subí la foto de una de las esculturas más conocidas y representativas de Paolozzi, su "Newton after Blake". La inmensa escultura está en el patio que da acceso a la British Library y es algo así como la representación de un hombre del futuro que piensa desde el pasado. Un ser mitad humano y mitad robot, construido de pedazos de cuerpos y máquinas, que dibuja sobre un papel con un compás la circunferencia de los mundos que sueña.
Es, a fin de cuentas, la representación de todas las obsesiones juntas de un hombre que pasó la vida rodeado de los mismos objetos repetidos, persiguiendo una idea. Y ahí puede cualquier ser humano ver condensados también todos sus presentimientos o sus pesadillas.
Por supuesto que no todas las obsesiones llevan al arte. Están los asesinatos y las violaciones. Y supongo que tanto las cárceles como los manicomios están llenos de gente obsesionada con una idea fija. Pero prefiero quedarme con este lado de la historia...
Un abrazo,
r
viernes, 12 de junio de 2009
Metro oligárquico!
Amiga,
Hoy me encontré con una noticia en El Nacional que no sé ni cómo empezar a comentar. Es una muestra de las limitaciones infinitas de los gobernantes venezolanos actuales. ¿Cómo es posible que los administradores del país desconozcan de manera tan flagrante el funcionamiento, la lógica, el principio básico de cosas tan elementales como el transporte público?
Cuando en el resto del mundo están preocupados por disminuir las emisiones de combustibles fósiles para, entre otras cosas, rescatar al planeta de un desastre ecológico, los administradores venezolanos consideran un deber fomentar el uso intensivo de vehículos privados. ¿En qué mundo alrevés están viviendo?
Por "beneficiar a la oligarquía" replantean construcción de línea 5 del Metro
El Nacional, Caracas, 12 de Junio, 2009 - Carlos Faigl
El presidente de la empresa que opera el subterráneo justifica que se eliminen dos estaciones en Las Mercedes porque "la gente va a los restaurantes de la zona en sus carros"
De las seis estaciones que fueron proyectadas para la Línea 5 del Metro de Caracas, dos no serán construidas, informó ayer el presidente de la empresa, Claudio Farías.
En un replanteamiento que hicieron de la obra, las autoridades decidieron que el subterráneo no tendrá una parada en Bello Campo, lugar en el cual se han ejecutado labores de excavación La razón es que consideran que no tendrá un número significativo de usuarios.
"A quién va a beneficiar esa estación, si en la zona lo único que queda es el Liceo Gustavo Herrera. Para eso están bien cerca Altamira y Chacao". La fosa que se construyó al final de la avenida Libertador servirá para sacar los desechos de la construcción de los túneles, dijo.
Farías no aclaró cuál será la otra estación que quedará fuera del proyecto, pero, de acuerdo con sus declaraciones, se presume que será una de las dos previstas en la avenida principal de Las Mercedes.
"Es una línea que beneficia a la oligarquía; cómo es posible que vaya a haber dos estaciones en Las Mercedes. Los que van a los restaurantes de la zona lo hacen en sus carros", fue el argumento del presidente del Metro.
Señaló que la decisión permitirá ahorrar dinero y acelerar la construcción, la cual está previsto que concluya en septiembre de 2012. El plan inicial era que el subterráneo extendiera su alcance al sureste, hasta ahora desprovisto del servicio, con las estaciones Bello Monte, Las Mercedes, Tamanaco, Chuao, Campo Alegre y Miranda II.
Realmente no tengo palabras.
Cariños,
r
Hoy me encontré con una noticia en El Nacional que no sé ni cómo empezar a comentar. Es una muestra de las limitaciones infinitas de los gobernantes venezolanos actuales. ¿Cómo es posible que los administradores del país desconozcan de manera tan flagrante el funcionamiento, la lógica, el principio básico de cosas tan elementales como el transporte público?
Cuando en el resto del mundo están preocupados por disminuir las emisiones de combustibles fósiles para, entre otras cosas, rescatar al planeta de un desastre ecológico, los administradores venezolanos consideran un deber fomentar el uso intensivo de vehículos privados. ¿En qué mundo alrevés están viviendo?
Por "beneficiar a la oligarquía" replantean construcción de línea 5 del Metro
El Nacional, Caracas, 12 de Junio, 2009 - Carlos Faigl
El presidente de la empresa que opera el subterráneo justifica que se eliminen dos estaciones en Las Mercedes porque "la gente va a los restaurantes de la zona en sus carros"
De las seis estaciones que fueron proyectadas para la Línea 5 del Metro de Caracas, dos no serán construidas, informó ayer el presidente de la empresa, Claudio Farías.
En un replanteamiento que hicieron de la obra, las autoridades decidieron que el subterráneo no tendrá una parada en Bello Campo, lugar en el cual se han ejecutado labores de excavación La razón es que consideran que no tendrá un número significativo de usuarios.
"A quién va a beneficiar esa estación, si en la zona lo único que queda es el Liceo Gustavo Herrera. Para eso están bien cerca Altamira y Chacao". La fosa que se construyó al final de la avenida Libertador servirá para sacar los desechos de la construcción de los túneles, dijo.
Farías no aclaró cuál será la otra estación que quedará fuera del proyecto, pero, de acuerdo con sus declaraciones, se presume que será una de las dos previstas en la avenida principal de Las Mercedes.
"Es una línea que beneficia a la oligarquía; cómo es posible que vaya a haber dos estaciones en Las Mercedes. Los que van a los restaurantes de la zona lo hacen en sus carros", fue el argumento del presidente del Metro.
Señaló que la decisión permitirá ahorrar dinero y acelerar la construcción, la cual está previsto que concluya en septiembre de 2012. El plan inicial era que el subterráneo extendiera su alcance al sureste, hasta ahora desprovisto del servicio, con las estaciones Bello Monte, Las Mercedes, Tamanaco, Chuao, Campo Alegre y Miranda II.
Realmente no tengo palabras.
Cariños,
r
martes, 9 de junio de 2009
Otro de Rossi
Amiga,
Otro texto de Alejandro Rossi para seguir celebrando su sabiduría que no cesa:
Protestas / (De Manual del Distraído)
Me molesta encontrar en un texto la palabra mas en lugar de pero. Siento que es ampulosa y hueca. Cuando la veo colarse en una frase, así, sin el acento, espero ya lo peor: una seriedad vacua, una concepción de la literatura untuosa y sonora. La asocio a esas pausas melodramáticas que, al cabo de unos segundos, explotan en un "¡Mas no es así!". O a perplejidades falsas: "Mas ¿cómo decirlo?", "¡Mas nunca sabremos!". Misterios teatrales y, sin embargo, tétricos. Un conferenciante en una sala semivacía proponiéndonos su visión solitaria del inevitable holocausto. Me trae bobera, pero también regaños, admoniciones, estampas del Antiguo Testamento, castigos durísimos y destinos férreos. Aquí interviene, sin duda alguna, el Padre Pellegrini, un jesuita con caheza de dominico elocuente, pequeño, flaco, casi calvo y que nos ofrecía, dos o tres veces por semana, unos sermones furiosos, compuestos de periodos complejos e interminables; sermones en los que desplegaba los brazos como dos alas inmensas, creaba silencios hipnóticos, miraba lugares indefinidos y sudaba copiosamente. Al terminar bajaba del púlpito sin hacer el menor ruido y se escurría por alguna puerta lateral. El Padre Pellegrini usaba la palabra mas. Sus prédicas la exigían. He olvidado los temas, pero no los ademanes, el acento trágico, la atmósfera de catástrofe que pretendían suscitar. Nos gustaban porque nos distraían; comprendíamos poco y admirábamos vagamente sus habilidades. Nunca nos asustó y siempre creímos que polemizaba con personajes raros que sólo él conocía. No se reunía con los alumnos, no daba clases, llevaba una vida retirada y sospecho que lo utilizaban como una especie de espantapájaros sagrado. Me quedó de él una doble imagen: encendido en el púlpito y manso en los corredores del colegio. Su única herencia quizá sea esta intolerancia mía, la convicción de que mas excluye el humor, la acidez, provoca la prosa rimada, impide las sorpresas, nos hace levantar la voz, nos empuja irremediablemente hacia la gravedad, los tópicos, el espejo. Pero, por el contrario, crea dicotomías, es seco, se lleva bien con el balde de agua helada, es un freno al llanto fácil, permite, en un instante, cambiar el tono, voltear la medalla, quitar la pacotilla y el azúcar. No me interesan los feligreses, las bocas abiertas, los oradores pálidos, perlosos, amenazantes. Prefiero usar pero.
También protesto contra las explicaciones excesivas. Me refiero al hábito de comenzar desde muy atrás y luego avanzar lentísimamente hacia el único hecho que en realidad nos interesaba. Pienso en esas personas que ante la pregunta más modesta -o más impaciente- quisieran abrumarnos con una crónica complicada y enorme. Si nos intriga el nombre de una calle, corremos el riesgo de escuchar la historia de la ciudad. Mostrar curiosidad por la suerte de un amigo, nos obliga a enterarnos de su biografía completa. Antes de saber la fecha en que murió ese autor, conoceremos sus incidentes matrimoniales, sus bromas, sus horarios de trabajo, las envidias que lo carcomieron, su famoso pleito con Fulano de Tal, la influencia positiva de la madre, la relación con los editores, los mínimos triunfos y su amor por los espacios cerrados. Concedemos que el origen de ciertas situaciones políticas es lejano, pero objetamos que siempre intervengan los visigodos. Creer en el orden del Universo y en el Principio de Causalidad no justifica esos abusos. La verdadera golosina, sin embargo, es la pregunta por algún rasgo íntimo. La pequeña cicatriz en la frente desencadenará recuerdos de institutrices crueles, ansiedades nocturnas, excursiones veraniegas, canciones, aquella implacable tormenta, la soledad de los bosques, el empujón fatal, la caída, reflexiones sobre las trampas de la memoria, el peligro de la infección, la fecha en que se inventó la penicilina, la impotencia de los médicos antiguos, la extraña impresión que produce ver la propia sangre, el orgullo de llevar la cabeza vendada, la guerra, sus causas, aquel libro magistral, la fragilidad humana, el cuerpo como un objeto, la esclavitud, la musicalidad de los negros, Benito Cereno, la elegancia de los bergantines, el mar en la poesía española, la muerte por asfixia, el dolor y las traducciones de Séneca. He notado, además, que esos personajes intentan estimularnos colocándose el reloj en la mano derecha o anudándose la corbata de alguna manera extraña. Extraen una lupa del bolsillo para deletrear algún título y siempre abren el automóvil por la otra puerta. Si aún permanecemos callados, nos informan que desde hace cinco lustros duermen en un catre, se alimentan sólo de mariscos, salen a la calle cuando llueve, nunca han visto una película y prefieren, fanáticamente, la castidad. Es difícil resistir esa acumulación, porque bastará la sombra de una sonrisa o un movimiento de cejas para que comience el relato. Nos provocan y nos espían. La moraleja es clara: no asombrarse si llevan un ojo de vidrio, una pierna de caoba o una corbata de cartón y menos aún si se declaran monárquicos, rosacruces o nos confiesan que detestan la luz eléctrica.
Otra especie fatigosa es la de aquellos que, en cualquier contexto, enfatizan la presentación lógica de sus cavilaciones. Juzgan que la última oración es incompleta si no incluye la fórmula "Por consiguiente". Nos advierten, así, 'que han llegado a una "conclusión": han estado charlando con nosotros, es cierto, pero a la vez nos han "demostrado" algo. "Por" tanto" y "Por eso" son variantes aceptadas que también aspiran a sacudir nuestra modorra y a indicarnos que no se trata de un parloteo, sino de una "deducción". Quizá amen la lógica, pero sospecho que también les apasiona un auditorio atento y callado. No vuela una mosca, él habla, ya vamos por el cuarto teorema. Poco importa que el tema verse sobre las sucesivas sensaciones que experimentó esa mañana mientras se bañaba con agua fría: las dividirá en premisas y nos probará que la última -satisfacción, orgullo- era necesaria y legítima. En efecto, la precedió un "por tanto". Hace apenas unas semanas sintió náuseas y "por consiguiente" fue al cine: esa acción, nos sugiere su lenguaje, era inevitable. La vida entera es un conjunto de actos precisos e ineludibles. Enigmas de la gramática. Lo fascina el análisis, y ésa es la razón por la cual sus peroratas siempre se inician con las palabras sacramentales "En primer lugar". Cambió el tono; la conversación -o la página- ya no es ondulante y desordenada, hay dominio, hay imperio sobre el material. Lo cual se comprueba de inmediato al escuchar -unos instantes después- "En segundo lugar". A esas alturas hasta los más distraídos se habrán dado cuenta de que "En tercer lugar" vendrá muy pronto. Hablar es disecar, mostrarnos los resultados obtenidos en su laboratorio particular. Todo se somete a esos rigores: en primer lugar leyó el periódico, en segundo lugar se lavó los dientes y en tercer lugar abrió la puerta. Individuos obsesivos, didácticos, aplastantes.
Hay personas para quienes los apellidos no existen. El mundo está poblado únicamente de Pablo, Juan, Alberto, Thomas, Igor, Leopoldo, Vicente, Hugo, Ramón, Jorge y André. El escritor siempre es Julio y el pintor Antonio. Todos son amigos, figuras familiares que hemos visto en pantuflas, despeinados, de cerca. Los hemos acompañado a comprar calcetines, lápices, cuadernos. Estuvimos con él cuando se rompió la pierna, cuando decidió aprender inglés, cuando dejó de comer carne. La diferencia es tajante: para mí es un cuadro, para él -o ella- es una convivencia cotidiana y casera. Una visión de alcoba que pretende imponer una distancia irrecuperable entre nosotros y el personaje. Nos excluyen, comprendemos a medias, el otro es la fuente de las anécdotas, de los incidentes mínimos y reveladores. Me lleno de envidia, porque durante unos minutos le doy la razón: la obra apenas muestra lo que sucedía allá dentro. Se me escapa si nunca lo contemplé haciendo gárgaras. El abuso del nombre propio se presta, además, para simular una igualdad inexistente o para insinuar la trivialidad básica de esas vocaciones: Juanito el pintor, Pedrito el poeta. Las verdaderas causas de mi fastidio quizá también sean impuras. Presiento que el nombre propio destruye las jerarquías, y yo, por el contrario, deseo un universo donde siempre haya personalidades mayores, lejanas e intratables. Aquellas que reconozco como maestros y jueces. Nostalgias filiales, deshechos religiosos, imaginería romántica o psicología de discípulo. Todo es posible y, sin embargo, concluyo que frente a los cuchicheos y a las altanerías prefiero mis reverencias.
Hasta aquí Rossi.
Un abrazo,
r
Otro texto de Alejandro Rossi para seguir celebrando su sabiduría que no cesa:
Protestas / (De Manual del Distraído)
Me molesta encontrar en un texto la palabra mas en lugar de pero. Siento que es ampulosa y hueca. Cuando la veo colarse en una frase, así, sin el acento, espero ya lo peor: una seriedad vacua, una concepción de la literatura untuosa y sonora. La asocio a esas pausas melodramáticas que, al cabo de unos segundos, explotan en un "¡Mas no es así!". O a perplejidades falsas: "Mas ¿cómo decirlo?", "¡Mas nunca sabremos!". Misterios teatrales y, sin embargo, tétricos. Un conferenciante en una sala semivacía proponiéndonos su visión solitaria del inevitable holocausto. Me trae bobera, pero también regaños, admoniciones, estampas del Antiguo Testamento, castigos durísimos y destinos férreos. Aquí interviene, sin duda alguna, el Padre Pellegrini, un jesuita con caheza de dominico elocuente, pequeño, flaco, casi calvo y que nos ofrecía, dos o tres veces por semana, unos sermones furiosos, compuestos de periodos complejos e interminables; sermones en los que desplegaba los brazos como dos alas inmensas, creaba silencios hipnóticos, miraba lugares indefinidos y sudaba copiosamente. Al terminar bajaba del púlpito sin hacer el menor ruido y se escurría por alguna puerta lateral. El Padre Pellegrini usaba la palabra mas. Sus prédicas la exigían. He olvidado los temas, pero no los ademanes, el acento trágico, la atmósfera de catástrofe que pretendían suscitar. Nos gustaban porque nos distraían; comprendíamos poco y admirábamos vagamente sus habilidades. Nunca nos asustó y siempre creímos que polemizaba con personajes raros que sólo él conocía. No se reunía con los alumnos, no daba clases, llevaba una vida retirada y sospecho que lo utilizaban como una especie de espantapájaros sagrado. Me quedó de él una doble imagen: encendido en el púlpito y manso en los corredores del colegio. Su única herencia quizá sea esta intolerancia mía, la convicción de que mas excluye el humor, la acidez, provoca la prosa rimada, impide las sorpresas, nos hace levantar la voz, nos empuja irremediablemente hacia la gravedad, los tópicos, el espejo. Pero, por el contrario, crea dicotomías, es seco, se lleva bien con el balde de agua helada, es un freno al llanto fácil, permite, en un instante, cambiar el tono, voltear la medalla, quitar la pacotilla y el azúcar. No me interesan los feligreses, las bocas abiertas, los oradores pálidos, perlosos, amenazantes. Prefiero usar pero.
También protesto contra las explicaciones excesivas. Me refiero al hábito de comenzar desde muy atrás y luego avanzar lentísimamente hacia el único hecho que en realidad nos interesaba. Pienso en esas personas que ante la pregunta más modesta -o más impaciente- quisieran abrumarnos con una crónica complicada y enorme. Si nos intriga el nombre de una calle, corremos el riesgo de escuchar la historia de la ciudad. Mostrar curiosidad por la suerte de un amigo, nos obliga a enterarnos de su biografía completa. Antes de saber la fecha en que murió ese autor, conoceremos sus incidentes matrimoniales, sus bromas, sus horarios de trabajo, las envidias que lo carcomieron, su famoso pleito con Fulano de Tal, la influencia positiva de la madre, la relación con los editores, los mínimos triunfos y su amor por los espacios cerrados. Concedemos que el origen de ciertas situaciones políticas es lejano, pero objetamos que siempre intervengan los visigodos. Creer en el orden del Universo y en el Principio de Causalidad no justifica esos abusos. La verdadera golosina, sin embargo, es la pregunta por algún rasgo íntimo. La pequeña cicatriz en la frente desencadenará recuerdos de institutrices crueles, ansiedades nocturnas, excursiones veraniegas, canciones, aquella implacable tormenta, la soledad de los bosques, el empujón fatal, la caída, reflexiones sobre las trampas de la memoria, el peligro de la infección, la fecha en que se inventó la penicilina, la impotencia de los médicos antiguos, la extraña impresión que produce ver la propia sangre, el orgullo de llevar la cabeza vendada, la guerra, sus causas, aquel libro magistral, la fragilidad humana, el cuerpo como un objeto, la esclavitud, la musicalidad de los negros, Benito Cereno, la elegancia de los bergantines, el mar en la poesía española, la muerte por asfixia, el dolor y las traducciones de Séneca. He notado, además, que esos personajes intentan estimularnos colocándose el reloj en la mano derecha o anudándose la corbata de alguna manera extraña. Extraen una lupa del bolsillo para deletrear algún título y siempre abren el automóvil por la otra puerta. Si aún permanecemos callados, nos informan que desde hace cinco lustros duermen en un catre, se alimentan sólo de mariscos, salen a la calle cuando llueve, nunca han visto una película y prefieren, fanáticamente, la castidad. Es difícil resistir esa acumulación, porque bastará la sombra de una sonrisa o un movimiento de cejas para que comience el relato. Nos provocan y nos espían. La moraleja es clara: no asombrarse si llevan un ojo de vidrio, una pierna de caoba o una corbata de cartón y menos aún si se declaran monárquicos, rosacruces o nos confiesan que detestan la luz eléctrica.
Otra especie fatigosa es la de aquellos que, en cualquier contexto, enfatizan la presentación lógica de sus cavilaciones. Juzgan que la última oración es incompleta si no incluye la fórmula "Por consiguiente". Nos advierten, así, 'que han llegado a una "conclusión": han estado charlando con nosotros, es cierto, pero a la vez nos han "demostrado" algo. "Por" tanto" y "Por eso" son variantes aceptadas que también aspiran a sacudir nuestra modorra y a indicarnos que no se trata de un parloteo, sino de una "deducción". Quizá amen la lógica, pero sospecho que también les apasiona un auditorio atento y callado. No vuela una mosca, él habla, ya vamos por el cuarto teorema. Poco importa que el tema verse sobre las sucesivas sensaciones que experimentó esa mañana mientras se bañaba con agua fría: las dividirá en premisas y nos probará que la última -satisfacción, orgullo- era necesaria y legítima. En efecto, la precedió un "por tanto". Hace apenas unas semanas sintió náuseas y "por consiguiente" fue al cine: esa acción, nos sugiere su lenguaje, era inevitable. La vida entera es un conjunto de actos precisos e ineludibles. Enigmas de la gramática. Lo fascina el análisis, y ésa es la razón por la cual sus peroratas siempre se inician con las palabras sacramentales "En primer lugar". Cambió el tono; la conversación -o la página- ya no es ondulante y desordenada, hay dominio, hay imperio sobre el material. Lo cual se comprueba de inmediato al escuchar -unos instantes después- "En segundo lugar". A esas alturas hasta los más distraídos se habrán dado cuenta de que "En tercer lugar" vendrá muy pronto. Hablar es disecar, mostrarnos los resultados obtenidos en su laboratorio particular. Todo se somete a esos rigores: en primer lugar leyó el periódico, en segundo lugar se lavó los dientes y en tercer lugar abrió la puerta. Individuos obsesivos, didácticos, aplastantes.
Hay personas para quienes los apellidos no existen. El mundo está poblado únicamente de Pablo, Juan, Alberto, Thomas, Igor, Leopoldo, Vicente, Hugo, Ramón, Jorge y André. El escritor siempre es Julio y el pintor Antonio. Todos son amigos, figuras familiares que hemos visto en pantuflas, despeinados, de cerca. Los hemos acompañado a comprar calcetines, lápices, cuadernos. Estuvimos con él cuando se rompió la pierna, cuando decidió aprender inglés, cuando dejó de comer carne. La diferencia es tajante: para mí es un cuadro, para él -o ella- es una convivencia cotidiana y casera. Una visión de alcoba que pretende imponer una distancia irrecuperable entre nosotros y el personaje. Nos excluyen, comprendemos a medias, el otro es la fuente de las anécdotas, de los incidentes mínimos y reveladores. Me lleno de envidia, porque durante unos minutos le doy la razón: la obra apenas muestra lo que sucedía allá dentro. Se me escapa si nunca lo contemplé haciendo gárgaras. El abuso del nombre propio se presta, además, para simular una igualdad inexistente o para insinuar la trivialidad básica de esas vocaciones: Juanito el pintor, Pedrito el poeta. Las verdaderas causas de mi fastidio quizá también sean impuras. Presiento que el nombre propio destruye las jerarquías, y yo, por el contrario, deseo un universo donde siempre haya personalidades mayores, lejanas e intratables. Aquellas que reconozco como maestros y jueces. Nostalgias filiales, deshechos religiosos, imaginería romántica o psicología de discípulo. Todo es posible y, sin embargo, concluyo que frente a los cuchicheos y a las altanerías prefiero mis reverencias.
Hasta aquí Rossi.
Un abrazo,
r
lunes, 8 de junio de 2009
Alejandro Rossi siempre
Amiga,
El viernes pasado murió Alejandro Rossi y yo me enteré hoy. Leyendo la noticia y los detalles de sus últimos días lloré como si se me hubiera muerto un familiar muy querido al que no había visto por un largo tiempo. Después revisé los libros suyos que tengo en mi biblioteca y que me han acompañado por años. El más viejito y arrugado que tengo es su Manual del Distraído, en la edición de Monte Ávila de 1987.
Me senté a leerlo recordando viejos tiempos. Miré las anotaciones que hice en los bordes, las marcas que dejé en algunas páginas, las notas en el índice. Fue como viajar a un país lejano, a otra época. Y sin embargo, como pasa cuando hemos aprendido suficiente de alguien, reconocí en sus textos mucho de lo que yo he intentado hacer, del tono en el que he querido escribir.
Recuerdo haber ido a un evento alguna vez en el que la estrella invitada era Alejandro Rossi. No sé si era en el Ateneo o en alguna sala de la UCV. Lo cierto es que lo vi entrar por el pasillo y subir al podio en el que debía sentarse a hablar y reconocí las marcas clásicas de la gente al mismo tiempo tímida y segura de sí misma. Uno de esos seres acostumbrados a hablar en público con total honestidad y sin ninguna pretensión.
No puedo hacerle un homenaje mejor que citarlo largo aquí. Así que te transcribo uno de los textos de Rossi que seguro conoces y que es de los que más me gusta, por su modo de juntar la vida cotidiana con la reflexión sobre el presente y el futuro. Por la manera directa y simple de dudar y creer al mismo tiempo. En una palabra, por su sabiduría: un concepto que tal vez no le hubiera gustado leer asociado a su nombre.
Calles y casas
No soy un obrero, no soy un burócrata y tampoco soy un millonario. Sin embargo existo y si me gustaran las clasificaciones pías y vagamente hipócritas diría que soy un 'trabajador intelectual'. Renuncio a ese consuelo y declaro la verdad: soy un profesor de filosofía. No habito, por consiguiente, en un barrio proletario, desconozco la falta de agua y de luz, no he padecido la ausencia de drenaje, no camino entre charcos y no estoy obligado a compartir mi dormitorio con otras seis personas. Por la misma razón carezco de jardines propios, piscina, cancha de tennis, invernaderos, estatuas, solarium, patios coloniales y corredores húmedos para contemplar, desde una mecedora, la lluvia que cae. Vivo en un departamento mediano -por el tamaño, por sus estímulos estéticos y por sus comodidades. Sus máximas virtudes son los techos altos, los pisos de madera y la blancura de las paredes. Los muros, claro está, podrían ser más gruesos y así me evitarían oír ruidos íntimos e innecesarios: los desahogos de mi vecino, sus carcajadas, sus pesadillas, sus locutores preferidos. El departamento mira hacia la calle a través de vidrios que van desde el techo hasta el suelo. Sería espléndido que mientras como me dejaran ver un bosque de pinos, un lago o siquiera un prado. No me interesan tanto si lo único que permiten es observar sábanas, toallas y antenas de televisión. Me comunican con el exterior, es cierto, y ésa es la razón por la cual las mesas y las sillas vibran cada vez que pasa un avión. Si abro esos ventanales entra un viento terroso, el rumor de los motores y el monóxido de carbono. Quizá el constructor de este edificio soñaba una ciudad diferente. Tal vez pensó que las reservas de petróleo se agotarían pronto y los motores serían eléctricos; es probable que también creyera en la ventaja de los transportes públicos y estoy seguro de que nunca previó el desarrollo de la aeronáutica comercial. La motocicleta sin duda le parecía un animal prehistórico, al borde de la extinción, una pieza interesante en los museos tecnológicos. Sospecho en él alguna teoría sobre la disminución progresiva de la energía solar: dentro de muy poco tiempo sus vidrios permitirían recibir, después del mediodía, una luz dorada y suave, ya no sudaremos, ya no habrá que arrancarse la corbata y la camisa, las tapas de mis libros no se torcerán. No vivo mal, no me lamento, simpatizo con las visiones utópicas de ese arquitecto, pero concluyo que mi casa exige una ciudad distinta.
Y también mis hábitos. Tengo amigos y el deseo de verlos sobrevive de pronto, esa urgencia de comunicar algo, una sensación, un fervor, una angustia, ahondar en la charla ese atisbo mínimo que quizás tuvimos. O buscarlos para monologar, para quejarnos, para recibir apoyo. O quedarnos callados, sin obligaciones pirotécnicas, en calma, esas conversaciones lentas, sin tema fijo, sin conclusiones, descansadas y azarosas. Son, aún en este caso, necesidades inmediatas cuya satisfacción exige un plazo. El entusiasmo se apaga si para encontrarnos debemos esperar cinco días, y para esas fechas es posible que también la depresión haya desaparecido. Existe el valium, el autoengaño y el sueño. Me gustaría, entonces, que mis amigos estuviesen cerca, que nos reuniéramos caminando apenas unas cuadras o en algún sitio que la costumbre haya establecido. Quisiera que la amistad recogiera esas efusiones momentáneas, los instantes del abandono o de la sinceridad, la trama viva de nuestras horas. La ciudad no favorece esa intimidad. Ni uno solo de mis amigos vive en la misma zona. Nos frecuentamos, todavía hablamos, pero hemos perdido ese trato cotidiano. La lejanía y las ocupaciones imponen estrategias complicadas: mañana es imposible, pasado mañana soy yo el que no puede, habrá que hacer una cita para el fin de semana, no éste, claro, porque saldrá fuera de la ciudad, tal vez el próximo, o mejor esperar una vacación, ya se acerca el día de los muertos y, además, no falta tanto para las navidades. La amistad se nutre de cenas planeadas con anticipación protocolaria, de encuentros esporádicos y fatigosos, porque él, obviamente, vive en el Sur y yo en el Norte. Queda el teléfono. Sé que para algunos lo resuelve todo: lo utilizan para llamar al plomero, para saber la hora, para despertarse a tiempo, para seducir, para indignarse o relatar con minucia los estados de ánimo -asombrosos y únicos- que nos invaden en esos instantes. Personas que no organizan los encuentros a través del teléfono, sino que es allí donde se reúnen. Me sucede lo contrario, y frente a él carezco de naturalidad o tal vez de la técnica adecuada. Lo vivo como un símbolo de alarma, un aparato que se emplea para comunicar cosas urgentes, noticias que modifican mis planes o alteran la normalidad del día. Como si pensara que el teléfono es el vehículo de lo extraordinario. Cuando suena, la primera reacción es ocultarme, me acerco con desgana y si equivocaron el número siempre experimento alivio. La conversación telefónica tolera mal las pausas, los silencios, esas interrupciones que se conceden incluso los diálogos más encendidos. No es usual que dos amigos recurran al teléfono para pasar una hora juntos sin casi hablar, cada uno bebiendo un café en su casa, sin prisa, una frase ahora y otra más adelante mientras escuchan la respiración del otro. Por teléfono hablamos más y los reposos verbales son mínimos porque un axioma preside esos intercambios: hay que responder siempre con palabras o, cuando menos, con ciertos sonidos. El teléfono, por otra parte, suprime las reacciones físicas de los interlocutores, la mirada benévola o el cabeceo que aprueba, esos signos cuya presencia tranquiliza y alienta. No lo veo, no sé si ya empezó a contar los cerillos, a hojear un libro, a poner los ojos en blanco, no sé si ya comenzó a dibujar barcos, pescados y flores. Quizá sea por eso, porque me falta el movimiento de las cejas, que el teléfono me obliga a la cortesía: afirmo cuando más bien quisiera negar, apoyo un razonamiento que me parece deleznable, participo en la dramatización de un suceso minúsculo, emito ruidos solidarios, celebro, concedo, evito las discusiones. Soy hipócrita y elusivo. Quisiera intercambiar solamente informaciones obtusas: el horario de los aviones, el estado del clima, la salud del Papa, el vencedor del Premio Nobel, la fecha de una batalla. La conclusión es a la vez trivial y alarmante: prefiero hablar solo.
Las calles definen la ciudad. Están las que prolongan la casa, el cuarto, el espacio íntimo donde guardamos la cama, la ropa y la comida. Son las calles que el artesano utiliza para trabajar, las calles en las que se trafica y se juega. Ruidosas y promiscuas, promueven la indiscreción, el afecto, dificultan el anonimato e impiden la soledad. El caso opuesto es la calle que se caracteriza como un territorio extranjero: señala, de manera tajante, la división entre el mundo público y el privado. No me retiene, porque si quiero comprar un periódico allí no lo encontraré y si quiero beber un vaso de agua tendré que regresar a mi casa. Las aspirinas, los lápices, las hojas de papel, las gomas de borrar y el vino siempre se venden mucho más lejos. La calle en la que vivo es menos árida, pero interviene poco en mi vida. Es ancha, tiene aceras y unos pequeños árboles la bordean. La recorro porque tengo ganas de caminar, porque me gusta mover las piernas, porque me siento nervioso, porque estoy harto de estar sentado en un sillón. La uso como si fuera una pista de atletismo o un aparato de gimnasia. No hay otra justificación para esos paseos. Es una calle que sin ser un laberinto no me lleva a ningún sitio: nadie vive cerca y el trabajo queda demasiado lejos para ir a pie. Los negocios que encuentro no son emocionantes: un sastre, una farmacia, un kinder y una Academia de Danzas regionales. Tampoco suscita entusiasmos visuales, no se abre a panoramas, carece de sorpresas. Abandonada por el peatón, se acerca rápidamente a ese arquetipo de vía pública que sólo acepta automóviles y altas velocidades. La calle deja de ser así un espacio humano para convertirse en un tubo por el cual circulamos: nos alegra que el asfalto esté en perfectas condiciones, nos impacientan -como en la carretera las vacas- los transeúntes que pretenden cruzarla, anhelamos la sincronización de los semáforos, elogiamos la amplitud y las curvas bien trazadas. De manera gradual, sin darnos cuenta casi, hemos renunciado a la Calle. No es ya un lugar de convivencia o de encuentros; es, más bien, el precio que pagamos por llegar de una casa a otra. Nos hemos resignado a que sean feas, duras e inhóspitas. Nos parece la consecuencia de un proceso oscuro, vasto e incontrolable. El misterio es el refugio de la indolencia.
Un mal poema implica un mal poeta, un relato defectuoso supone un escritor inhábil y un cuadro bobo nos hace siempre pensar en aquel pintor. Una ciudad deshecha remite, por el contrario, a múltiples autores: arquitectos avaros, funcionarios complacientes, especuladores, ciudadanos sumisos y fraccionadores disfrazados de urbanistas. Personajes activos, termitas infatigables que trabajan, roen, desde hace años.
Este es uno de los textos de Rossi que trabajé alguna vez con mis estudiantes, para mostrarles un ejemplo insuperable de ese viejo género llamado ensayo, que tal vez no se escribe ya. Es una combinación perfecta de compromiso personal y crítica pública. Creo que en muchos sentidos toda la obra de Rossi ronda por esos límites.
Como siempre se dice cuando muere un escritor y a riesgo de caer en el lugar común que Rossi evitaba a toda costa: no se nos ha ido del todo, nos queda su palabra.
Un abrazo,
r
viernes, 5 de junio de 2009
Recordar las casas
Amiga,
Hace unos días estuve conversando con Lyo sobre las cosas que uno recuerda y las que ha olvidado para siempre. Y de pronto me di cuenta de que estoy en ese punto en el que la memoria apenas me alcanzará unos años más y que tal vez llegó la hora de comenzar a anotar en algún lado los retazos de recuerdos que me quedan, para tener al menos una memoria de papel a falta de una de neuronas. Y se me ocurrió empezar aquí, con una lista de las casas en las que he vivido, sólo por el gusto de nombrarlas y saber que todavía las recuerdo.
La primera casa en la que viví cuando era una bebé recién nacida, quedaba y queda todavía en Guanare. Esa casa sigue en pie. O al menos ahí estaba la última vez que estuve en el pueblo. Queda en una cuadra llena de viejas casonas coloniales, en la Tercera Avenida, casi enfrente del Liceo Unda, que según dice la leyenda fue el primer Liceo público del país. Es también la cuadra en la que está la Casa Coima, donde durmió Bolívar a su paso hacia la campaña admirable. En esa misma cuadra una tía política, Ines Mercedes Gómez Álvarez, fundó hace ya más de veinte años el museo colonial de la ciudad. Niguna de esas glorias tiene que ver conmigo, pero no deja de tener su encanto.
La segunda casa en la que viví, ahí sí con todas mis hermanas, se llamaba ‘Nuestra Señora de la Montaña’. Antes las casas tenían nombres –al menos en los pueblos- pero creo que es una costumbre que se ha perdido. En esa casa vivimos seis o siete años. Mientras vivimos ahí nacieron mis hermanas menores y esa es la casa con la que sueño cuando me empeño en soñar con la infancia. De esa casa creo recordar cada detalle, pero estoy segura de que la mitad está en mi imaginación. Algún día voy a escribir un texto largo sobre sus techos de madera, sus pisos y sus puertas, sus paredes y ventanas, y sobre las matas de mango que había en el patio.
Después nos mudamos a la casa del cerro, que se llamaba La Rivason –sin acento, porque el ‘son’ supuestamente era de Sonia, el nombre de mi mamá. El cerro de la cruz le decíamos antes a lo que hoy se llama, pomposamente, Colinas de Curazao. Mis padres construyeron esa casa a su antojo, cada cuarto, cada salón, cada detalle fue decidido y pensado por ellos. Me acuerdo de haber visitado casi a diario la casa mientras la estaban construyendo y que mi mamá nos decía, ésta es la terraza y aquí está el cuarto de ustedes ... y nosotras hacíamos un esfuerzo inmenso por entender cómo aquel espacio vacío se iba a volver cuartos y baños y pasillos y escaleras. Ahí teníamos una perrita salchicha que se llamaba Chocolita.
Vivimos sólo un par de años en la casa del cerro, porque después la familia se mudó a Barquisimeto, a una casa en la Urbanización Los Leones. Recuerdo dónde estaba y sigue estando la casa, pero no cómo se llamaba o si tenía nombre o sólo un número. Creo que ahí viví nada más un año. Yo había estado estudiando en un internado de monjas en Boconó cuando mi familia se mudó y cuando llegué a esa casa ya todo el mundo estaba instalado. Me acuerdo que tardé un poco en sentir que pertenecía a ese lugar. En esa casa tuvimos un perro mucuchíes que se llamaba Happy y era inmenso y peludo y yo pensaba que me hacía caso sólo a mí.
Después nos mudamos a Caracas y vivimos en la California Norte, en una casa que era de José Agustín Catalá, el editor. Era una casa grande, de dos pisos, con una inmensa platabanda arriba y un balcón en nuestro cuarto que daba a la calle. En esa casa vivieron con nosotros, por unos largos meses, mis tíos Miguel y Mayuya y mis primas Jaqueline y Carolina. Ahí cumplí quince años y tuve mi primer noviecito. Teníamos un perro que se llamaba Nevado y era loco de atar. Esa fue la última casa en la que viví con mi familia completa.
Después nos mudamos a un apartamento en Terrazas del Club Hípico. Por primera vez en la vida vivimos todos apretujados en un lugar que no estaba pegado al suelo. Recuerdo ese apartamento como una especie de olla de presión a punto de explotar. Cuando empecé a trabajar, en 1978, vivíamos en ese apartamento y era una bendición poder salir todas las mañanas y desaparecer de aquel lugar espantoso hasta la tarde. Fue la época en la que aprendí a moverme por Caracas en autobuses y camionetas. Una época en la que el metro no existía, pero tampoco había el tráfico infernal de ahora.
Mi familia se mudó a Barquisimeto a finales de 1979 o principios de 1980. Yo ya estudiaba en la universidad y me quedé en Caracas. Viví en una pensión cerca de la Avenida Victoria por la que se podía llegar a pie a la UCV. Para mí esa pensión de señoritas era al mismo tiempo el mejor lugar del mundo y el sitio en el que me sentí más sola y triste. Pero tenía toda la vida por delante y trataba de convertirme en gente grande sin que se me notara mucho la angustia de crecer. Sin embargo, todavía iba de vacaciones a la casa de mis padres y muchas de mis cosas estaban en esa casa de Barquisimeto donde se casó mi hermana y donde teníamos un cocker spaniel que se llamaba Negro y que terminó viviendo con Rebeca.
De ahí me mudé –sin permiso de mis padres- a un apartamento que compartía con Gerardo y Marta en la parroquia San José, a una cuadra de la Avenida Urdaneta. Marta tenía unos gatos siameses que se paseaban impávidos por la baranda del balcón y se orinaban en todos los rincones. Fue en ese apartamento que César comenzó a quedarse un día sí y un día no …y luego se fue quedando hasta que terminamos aceptando que vivíamos juntos. De ahí nos mudamos a un apartamento en las veredas de Catia, donde alquilamos un cuarto en casa de una amiga de César que pertenecía al Grupo Madera. ¿Te acuerdas del Grupo Madera? Se murieron casi todos ahogados en el Orinoco porque no sabían nadar. Qué feo suena, pero es verdad.
No vivimos mucho tiempo en Catia. Era complicado convivir con alguien que insistía en poner reglas cada vez más estrictas. Y hay que decir que nosotros le llevábamos la contraria por el simple placer de incordiar. Me acuerdo del olor de ese apartamento y de cómo estaba decorado, con muchas cosas de colores fuertes, trapos en las ventanas y cojines en el suelo. Al final la situación era tan tensa que la dueña de la casa nos dejaba papelitos en la nevera, en el espejo del baño en el que nunca había agua, en la puerta de entrada. No quedaba otra que salir de ahí, porque además llegó un momento en que los dos nos quedamos sin trabajo y no teníamos dónde caernos muertos.
Esa fue la época más negra de toda mi existencia. Pedíamos dos bolívares en los pasillos de ingeniería para poder desayunar en el comedor y luego martillábamos los cinco bolívares que costaba el almuerzo. Ese fue el tiempo que vivíamos prácticamente todo el día en la universidad y dormíamos en un depósito de una agencia de festejos que tenía el esposo de Eloísa Lagonell en La Pastora. Es el único lugar en el que he vivido que prefiero olvidar. Estaba lleno de cucarachas y era prácticamente imposible dormir de noche. No creo que hayamos pasado más de tres meses ahí, pero yo lo recuerdo como un infierno infinito.
Después yo conseguí trabajo en un periódico en Guarenas y mi abuela Julia comenzó a mandarme plata. Entonces vino el tiempo del apartamento que tú conociste bien, en Sebucán, en la casa de Andrea, que en ese tiempo se llamaba sin tantos remilgos Andreína. Ahí vivíamos Marlene, William, César y yo. Pero todo el mundo llegaba, entraba y salía, pasaba o se quedaba, sin muchos miramientos. Amarelis y Txomin eran huéspedes habituales. En ese apartamento pasamos trabajo y tuvimos buenos tiempos, nos peleamos y nos reconciliamos, pero sobre todo aprendimos a vivir los unos con los otros. Tuvimos durante un largo tiempo la esperanza de que Eneko se animara a pintarnos un mural en la pared de la sala, pero nunca lo hizo.
Cuando la relación con César se terminó, después de muchas idas y venidas, me mudé con mi hermana Ruth al apartamento de mi tía Cynthia que se había ido a República Dominicana a probar suerte. Mi hermana había empezado a estudiar Derecho en la Católica y mis relaciones con la familia se habían estabilizado después de un par de años de separación radical. El apartamento de mi tía quedaba –y todavía queda- en el centro, a unas cuadras de la Avenida Baralt y muy cerca del Mercado de Quinta Crespo. Recuerdo mi vida en el centro de la ciudad como un tiempo de descubrimientos. Todavía hoy, cuando paseo por el centro de Caracas siento que estoy en un lugar que me pertenece como pocos.
De ahí nos mudamos a Parque Central. A un apartamento de dos pisos que mi mamá compró en parte con dinero que le dejó mi abuelo al morir. Ahí vivimos mi hermana y yo junto con dos muchachas de Guanare que nos alquilaron una habitación. Teníamos otro cocker, hijo del Negro, que llamamos Rufo y que terminó viviendo conmigo cuando me casé con el flaco. Tiempo después el resto de mi familia se vino desde Guanare a vivir a ese apartamento, porque a mi papá le dieron un trabajo en el Ministerio de Agricultura y Cría. Para esa época yo ya me había graduado y me fui a vivir a Guanare con el flaco y el Rufo en la casa de Fundaguanare en la que mis padres habían vivido antes de regresar a Caracas.
Después viví en Mérida por casi dos años. El flaco iba cada quince días a visitarme, el resto del tiempo estuve sola, tratando de escribir. Tú debes recordar mi casa en La Mano Poderosa. Me fui para aquellos lados con la esperanza de seguir estudiando, pero el postgrado al que quería entrar en la ULA nunca se abrió y terminé trabajando en la Televisora Andina. En esa, mi casa número quince, viví hasta que mi perro se ahogó en el río Chama y no pude con la tristeza. Regresamos a Caracas en 1988. Me inscribí en la Maestría en Literatura de la USB y mientras conseguíamos casa vivimos con mis padres en Parque Central por unos meses.
La familia del flaco compró un apartamento en San Antonio de Los Altos, donde vivimos hasta que nos separamos en 1995. Mi hermana Renée me dejó vivir un tiempo con ella y su esposo en el apartamento de un primo nuestro que tenían alquilado en El Marqués. Ahí recogí los pedazos sueltos que quedaban de mí y cuando me sentí fuerte para estar sola me mudé a Las Delicias, al apartamento que Lourdes y Alejandro habían dejado desocupado desde hacía meses. Después llegó Lyo y con él me mudé a Oripoto, donde vivimos en un minúsculo apartamento que tenía una gran terraza al sol donde colgábamos una hamaca para dormir la siesta los domingos.
En agosto de 1997 nos fuimos a Londres a estudiar nuestros respectivos doctorados. Ahí vivimos en dos apartamentos, uno en una callecita al borde de Gray’s Inn Road que se llamaba Northington Street y el otro en Lambs Conduit. El primer apartamento quedaba en un tercer piso y para llegar había que subir una estrecha escalera que crujía a cada paso. El apartamento era mínimo y helado. Apenas tenía una ventana y el baño era tan pequeño que era imposible enjabonarse sin pegar los codos de las paredes. Vivimos un año en ese lugar y siempre que lo recordamos nos cuesta imaginar cómo pudimos llevar ahí una vida normal …y hasta hacer hayacas en diciembre en la minúscula cocina.
El segundo apartamento, el de Lambs Conduit, quedaba detrás de una pizzería y en las noches olía a pan y a pasta. Tenía unas largas ventanas desde las que se veían las piernas de todo el que pasaba, porque estaba en un semi-sótano. Cubrimos las ventanas con telas de batik que compramos en Camdem Town para evitar sentirnos en la calle todo el día. En ese apartamento terminé mi tesis de doctorado en español y la traduje íntegra al inglés, línea por línea. Un trabajo que me pareció interminable y que relaciono siempre con el escritorio de fórmica blanca que tenía en la sala frente a una pared en la que pegaba notas.
De regreso a Caracas en el 2001 vivimos un año en el apartamento de Gina, en Colinas de Bello Monte. Gina estaba de sabático y nos alquiló su casa con todo lo que tenía adentro por una suma casi simbólica. Tengo muchos recuerdos del apartamento de Gina que sería muy largo enumerar. Pero lo que más recuerdo es la paz, el silencio y la vista al Ávila. He vuelto a ese apartamento muchas veces y siempre me he sentido como en casa entre los libros, los adornos marinos y los cuadros de mapas y barcos que Gina tiene desplegados por todas partes.
En julio del 2002 nos mudamos a San José de Los Altos y ahí viví en un anexo tres años, más bien sola, porque Lyo se fue a Canadá un año después. El anexo tenía un jardín siempre verde y una vista espectacular que se metía en el cuarto por un inmenso ventanal. Compramos a Gussi en el primer año que vivimos ahí y me ha estado acompañado desde entonces. En ese apartamento viví la tristeza de la separación y sobreviví a medias el dolor de la muerte de mi hermana Rebeca.
No es fácil vivir sola en el monte, así que en algún momento decidimos entregar el anexo de San José y nos quedamos más bien en el aire. Ya Lyo vivía aquí en Edimburgo y yo estuve cuatro meses acompañándolo, en la primavera del 2005, cuando me dieron un permiso en la universidad. Al regresar pasamos semanas interminables buscando donde vivir hasta que un colega de la USB se apiadó de nosotros y nos alquiló el apartamento que conociste en Colinas de Bello Monte. Ese fue el último apartamento en que viví en Caracas. Para mí fue una bendición y no pasa un día sin que me acuerde de la vista al Ávila que tenía en la ventana de la sala. Es la imagen que aparece en la foto que acompaña esta entrada.
No cuento los lugares en los que estuve deambulando mientras salía mi pasaporte, porque es demasiado triste y ya te lo conté en otra parte.
Ahora vivo en esta casa -que compramos hace dos años- en el pueblito escocés desde el que te escribo. Pero antes de llegar aquí pasamos unos largos meses en París, en un apartamento en la Rue des Ursulines. Era sólo un lugar para dormir y estar apenas. Pero disfruté mucho sus grandes ventanales y el hecho de estar en el centro mismo de una ciudad que se siente como el ombligo del mundo. Pero esa historia ya pertenece a este blog, así que no me extiendo más.
Si sacas la cuenta, he vivido en más de veinticinco lugares a lo largo de 47 años. Sé que es bastante probable que tu número de casas sea más grande que el mío, porque tú también has andado errante desde hace mucho tiempo. Pero hay que admitir que es un número grande, sobre todo si lo cuentas en términos de mudanzas.
Por eso, cuando llegué aquí le dije a Lyo que no me quería mudar en los próximos diez años. Sin embargo, después de vivir la vida entera siempre con un pie afuera, embalando y desembalando cajas, no sé si me acostumbre a un solo lugar por mucho tiempo. Desde hace meses hemos estado jugando con la idea de alquilar esta casa y mudarnos al centro de la ciudad. A un apartamento donde se escuche el ruido de la calle y de la gente, que tenga un cine cerca, un café, un pub y tal vez un parque a mano para caminar por las tardes. Pero es posible que pase un tiempo largo antes de que me anime a recoger de nuevo mis bártulos para montar nido en otra rama.
Me gustaría, por ejemplo, que tú vinieras a conocer esta casa y este campo verde con caballos y ovejas, antes de que nos instalemos en la ciudad. Aunque estoy segura de que a ti te gustaría mucho más el ruido, el bar y el cine, el asfalto y el cemento y, como tú dices, el esmog que necesitas respirar de ese hipotético apartamento en el centro. Ya veremos...
Mientras tanto, gracias por acompañar mi precaria memoria en este viaje por los lugares en los que he vivido. Espero que no haya resultado demasiado fastidioso!
Cariños muchos,
r
jueves, 4 de junio de 2009
Sueño con hormigas
Amiga,
Mientras esperaba que me llegara el sueño a las tres de la mañana de ayer, me puse a revisar la libreta azul que mantengo en mi mesa de noche. Cuántas cosas he anotado ahí que parecen escritas por una mano sonámbula que no me pertenece del todo. Por ejemplo esto:
Anoche soñé con mi abuela: tenía el pelo muy blanco y lloraba. Me abrazó un largo rato y yo parecía consolarla por su llanto. Mientras la abrazaba noté que de su cuello salían hormigas, muchas hormigas pequeñitas que hacían un largo camino desde su cuello hacia no sé dónde... cuando traté de seguirlas me desperté.
No me acuerdo cuándo escribí esas líneas ni me acuerdo del sueño. Sólo me queda en la memoria una especie de susto que creo haber sentido, pero que es como si alguien me lo hubiera contado.
Así me resulta la vida en estos días. Una historia que alguien me ha contado y que recuerdo a medias.
Cariños,
r
Mientras esperaba que me llegara el sueño a las tres de la mañana de ayer, me puse a revisar la libreta azul que mantengo en mi mesa de noche. Cuántas cosas he anotado ahí que parecen escritas por una mano sonámbula que no me pertenece del todo. Por ejemplo esto:
Anoche soñé con mi abuela: tenía el pelo muy blanco y lloraba. Me abrazó un largo rato y yo parecía consolarla por su llanto. Mientras la abrazaba noté que de su cuello salían hormigas, muchas hormigas pequeñitas que hacían un largo camino desde su cuello hacia no sé dónde... cuando traté de seguirlas me desperté.
No me acuerdo cuándo escribí esas líneas ni me acuerdo del sueño. Sólo me queda en la memoria una especie de susto que creo haber sentido, pero que es como si alguien me lo hubiera contado.
Así me resulta la vida en estos días. Una historia que alguien me ha contado y que recuerdo a medias.
Cariños,
r
lunes, 1 de junio de 2009
Como en casita
Amiga,
Pasamos el fin de semana sorprendidos y animados, porque descubrimos que sí hay playas azules y olorosas a mar muy cerca de Edimburgo. La que ves en la foto está al Este de la ciudad, a unos treinta minutos en tren desde el centro -a un poco más de una hora de la casa.
El pueblito se llama North Berwick. Tiene un centro de observación de aves y esta playa inmensa y solitaria -por ahora- donde pasamos el día descansando y asombrados del clima extraordinario que estaba haciendo. Por un rato largo, bajo el sol, frente al mar azul, escuchando las gaviotas, me sentí como en casa. Sólo la brisa fría que estaba soplando del este nos recordó que estábamos lejísimo... y el agua helada!
De ahora en adelante tengo que tragarme mis palabras y dejar de decir que el mar del norte es gris o marrón. Porque aquí está la prueba de que -a veces- puede ser de un espléndido azul intenso.
Cariños muchos,
r
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