domingo, 2 de noviembre de 2008
En las entrañas del saber
Amiga,
La primera vez que fui a la Biblioteca Nacional me pareció tan inhóspita -¿te acuerdas?- que no tuve siquiera ánimo de entrar al nivel de las salas de lectura para verla por dentro. Sin embargo, olvidada ya la primera desagradable impresión, había decicido darle al lugar una segunda oportunidad. Después de todo, somos ratones de biblioteca y uno no se puede deslastrar de eso a punta de simple tenacidad. Hacerle un favor a mi amiga Paulette, que necesitaba recobrar un texto de Pedro Emilio Coll, publicado en el Mercurio de Francia en mayo de 1898, fue la excusa perfecta para que me enfilara de nuevo hacia el lugar donde reposa el acervo documental de la República Francesa.
Llegué en el autobús 89 y mientras subía los escalones de madera, que llevan a la planicie deshabitada y fría sobre la que se posan los cuatro libros que se supone representan el saber, pensaba que mi primera impresión había sido acertada. Pero nada se compara con lo que sientes cuando aceptas la invitación a descender a las entrañas de la sabiduría, bajas al jardín que se esconde en el centro de la explanada y entras al pasillo central. Lo primero que experimentas es la sensación intimidante de estar perdida en un lugar donde todo el mundo sabe a dónde va. Encontrarte en el medio de aquel espacio de proporciones gigantescas, tratando de comprender los letreros y las indicaciones, que por suerte están en varios idiomas, es una lección de humildad definitiva.
Este lugar no sólo te obliga a pensar que eres insignificante ante el inmenso poder del saber que aquí se almacena, sino que las puertas que guardan ese saber no son fáciles de abrir y que requerirás de toda tu energía y de parte sustanciosa de tu reserva de paciencia para atravesarlas. Lo primero que descubres es que no puedes entrar directamente a cualquier sala, aunque ésta sea una biblioteca pública y, por definición, ‘abierta’ al menos al público adulto. El procedimiento para entrar en las salas varía según qué tan profundo quieres ingresar a las entrañas del saber. El documento que buscaba pertenece al tipo complicado. A juzgar por el larguísimo procedimiento para encontrarlo.
Tomé la previsión de llevarme impresa la ‘Notice Bibliographique’ que me había mandado Paulette, con todos los datos del texto que debía encontrar. Allí aparece la cota del libro, la sala en la que se encuentra y otros datos cifrados en números y letras que sólo un bibliotecario puede entender. Después de preguntar en dos o tres taquillas, con mi papel por delante y en mi pésimo francés, qué debía hacer para consultar la versión fascimilar del Mercurio de Francia, llegué a una taquilla en la que entendí que debía retirar un pase. Me dieron un número para esperar que se desocupara el funcionario que me atendería. Por suerte, no había nadie delante de mí. Aún así tuve que esperar más de quince minutos.
La funcionaria que me atendió resultó ser una señora de lo más agradable, que no le importaba que le hablara en inglés, siempre y cuando a mí no me importara que ella me respondiera en francés. Nos entendimos de lo mejor y casi nos hicimos amigas en la hora y media que tardó en llenar una extensa planilla con todos mis datos, incluyendo todas mis direcciones posibles de habitación: Caracas, Edimburgo y París. El afán de registrar en toda instancia burocrática cada detalle de tu identidad alcanza aquí niveles patológicos.
El procedimiento se complica si no tienes en realidad un trabajo, porque acabas de renunciar a él, y no vives en realidad en ningún lado, aunque vengas de tu país y ya tengas donde vivir en otro que ya te aceptó como consorte de un inmigrante legal. Pese a todo, la simpatica funcionaria aceptó mi irregular situación. Pero anotó incluso el nombre de mi marido y el lugar en el que trabajaba. Una precaución que creyó imprescindible dada mi anormal situación en el mundo. El larguísimo procedimiento es algo verdaderamente insólito, tomando en cuenta que no puedes sacar ningún libro de esta biblioteca, sólo sentarte a leerlo dentro de sus bien custodiadas salas de lectura.
Cuando el procedimiento de sacar el carnet para ingresar en las salas de ‘investigadores’ finalizó, pensé que había pasado la prueba definitiva y estaba lista para ingresar al espacio de la sabiduría sin más dilaciones. ¡Ingenua de mí! Todavía me faltaba pasar por el procedimiento de dejar mis pertenencias en el ‘accueil’. En todas las bibliotecas le piden a uno que deje sus pertenencias en un lugar fuera de las salas. Hay bibliotecas que tienen un sistema más simple que otras. Antes, si querías entrar a la British Library tenías que hacer una cola gigantesca para entregar tu chaqueta, tu bolso, tus aperos de invierno si era el caso. Luego descubrieron que era más sencillo abrir una sala con lockers donde la gente guardara por sí misma sus pertenencias. Ese es el sistema que se adoptó luego en la Biblioteca Nacional de Escocia y a mí me parece brillante. Cero colas, cero personajes sospechosos manoseando tus abrigos y tus bufandas. En fin, algo relativamente más impersonal, pero también más eficiente.
Los franceses no han descubierto el locker. En realidad, les tiene sin cuidado la eficiencia en casi cualquier aspecto de la vida cotidiana. Aquí, para entregar tus bártulos debes hacer una cola igual que para todo lo demás. Pero eso no es todo. Debes además meter las dos o tres cosas que necesitas llevarte contigo en un maletín de plástico de lo más maricón –disculpa el comentario machista, pero no encuentro un calificativo más acorde- que todo el mundo se cuelga al hombro como si se tratara del más evidente salvoconducto para cruzar con destreza los amplios pasillos de la biblioteca. Si tienes el maletincito de plástico eres uno de los aceptados, uno de los predestinados que tiene derecho al paraíso de los documentos. Si se te ocurre rechazar la oferta del maletincito de plástico, argumentando que sólo cargarás una libreta y un lápiz como hice yo, los jóvenes encargados del procedimiento te miran feísimo y, antes de darte una simple bolsa de plástico, hacen el típico sonido de impaciencia, característico de los parisinos, que parece más un bufido de animal que un gesto humano.
Superado el percance vuelves a quedarte en el medio del pasillo sin saber qué hacer. No hay ninguna entrada evidente al nivel de abajo, llamado Rez-de-Jardin, que es a donde debo ir a buscar la Sala V, donde está la edición fascimilar del Mercurio de Francia. Tengo el mapa en la mano. Miro a mi alrededor y sé dónde estoy, pero no hacia dónde debo ir. Luego de un par de vueltas y de una detenida observación de los usuarios, me doy cuenta de que la entrada al nivel Rez-de-Jardin es a través de una serie de torniquetes que están delante de unas puertas de acero que no se ven, porque parecen paredes de lo inmensas que son. Imito cada uno de los gestos que he visto hacer a otros para poder entrar: es decir, coloco el carnet -que me costó una hora y media y treinta euros adquirir- frente a una máquina que, luego de leerlo, me da permiso de pasar. Cuando el torniquete cede me pregunto si será posible construir aquí otra fábula relacionada con las puertas del saber, pero ya estoy harta de las lecciones que este edificio se empeña en darme y bajo las escaleras haciendo caso omiso de la imponente estructura en la que me adentro.
La larga caminata hasta la Sala V se realiza por un pasillo parecido al del nivel de arriba, pero esta vez no se ven sólo las copas de los marchitos árboles, sino que uno ha llegado al sótano donde está sembrado el jardín y al mirar hacia afuera se ve una espesa mancha verde frente a la que te sientes como un pez atrapado en una pecera desproporcionada e inútil. Este jardín está empotrado en un sótano, dos pisos y medio más abajo de la calle y cuando estás virtualmente sumergida en él, es inevitable sentir claustrofobia. Esa sensación de encierro que producen todos los lugares creados para mostrarte al mismo tiempo lo inteligentes que eran –o que son- quienes los crearon y lo bestia que eres tú al no apreciar el esfuerzo.
Una vez en la sala pregunto de nuevo -¿por cuarta, quinta vez?- dónde puedo consultar la edición fascimilar del Mercurio de Francia, con mi papelito por delante, que todos los funcionarios reconocen como un santo y seña. Un rato después de negociar con un joven que no sólo no hablaba inglés sino que parecía hablar simplemente muy poco en cualquier idioma, decidí preguntarle a una mujer que parecía más apta para la compleja tarea de apuntarme con el dedo hacia la dirección correcta. No sólo entendió lo que quería de inmediato, sino que me acompañó al pequeño compartimiento donde se encontraba la colección del Mercurio de Francia, que con seguridad me hubiera tomado una hora encontrar por mis propios medios. Se agachó conmigo y me ayudó a encontrar el tomo 26 donde estaba el famoso texto que Pedro Emilio Coll escribió hace más de un siglo.
Con mi tomo en la mano y luego de agradecer lo mejor que pude a la bibliotecaria que se había tomado la molestia de ahorrarme la hora y media que ya había gastado en burocracia, me dispuse a encontrar un lugar para sentarme. Cualquiera estaría inclinado a imaginar que un edificio de tan generosas proporciones podría darse el lujo de ostentar unas salas más amplias y con muchos más puestos. Pero aquí todo está hecho para que el espacio vacío sea más importante que los libros y que los usuarios. Y, por supuesto, no cabe un alma en la sala. Camino discretamente por el pasillo, tratando de no hacer sonar mi bolsita de plástico, hasta que encuentro en un rincón un escritorio vacío. Y aquí está la única concesión que voy a hacerle a los inteligentes diseñadores de la Biblioteca Nacional: las sillas son cómodas. Rarísimas, aparatosas, extremadamente pesadas... pero cómodas. Las mesas no tanto, pero está visto que aquí no se puede exigir más de la cuenta.
Me quedo un rato mirando mi libro, más por curiosidad y por gusto de usar la sala a la que me ha costado tanto ingresar, que por otra cosa. Cuando encuentro el texto de Pedro Emilio me voy con él a la sala de fotocopias a reproducirlo. No creo que deba redundar en el tema de las colas y los procedimientos, porque este texto ya está fastidiosísimo, pero es mi deber consignar aquí que no fue fácil, ni rápido, sacarle copia a las seis brevísimas páginas de la reseña de letras latinoamericanas de Pedro Emilio Coll.
Con mis fotocopias bajo el brazo me dispuse a salir porque ya estaba agobiada y me esperaban todavía dos horas de conferencia en la rue de l´Estrapade. Creí que si buscaba el lugar exactamente opuesto al extremo por donde entré encontraría las mismas puertas y los mismos torniquetes por donde podría salir, dado que éste es un edificio cuadrangular y el diseño se repite exacto en cada una de sus esquinas. Las esquinas del rectángulo que forman las salas de lectura llevan el nombre de las cuatro torres que arriba representan los famosos cuatro libros. Las torres tienen unos nombres de lo más pretenciosos –no voy a repetir aquí lo de maricones- y a nadie parece darle vergüenza. Se llaman ‘La Torre de las Leyes’, ‘La Torre de los Nombres’, ‘La Torre de las Letras’ y ‘La Torre de los Tiempos’. (Juro que tengo a mano el plano de la biblioteca mientras escribo y que nada de esto es fruto de mi imaginación vengativa.)
A cada una de estas torres corresponde abajo un café, que se llama como su respectiva contraparte de la superficie, ‘café de los tiempos’, ‘club de las letras’... etc. El punto es que di vueltas como una condenada por los cuatro costados del infernal laberinto, viendo repetirse los pretenciosos nombres, sin lograr conseguir la salida. La razón era que las monumentales puertas que te dejan salir de las entrañas del saber, al igual que las del lado de afuera, se mimetizan con las altísimas paredes de un metal que parece acero inoxidable y, si no estás pendiente, les pasas por delante y no las ves. De más está decir que es imposible salir por la vía más natural que sería el jardín, porque no hay acceso a la pecera verde. Cuando en medio de la desesperación descubres que hay unas discretas señales de salida en cada esquina -tan discretas que no se ven- lo único en lo que puedes pensar es en salir disparada de aquel laberinto y no volver por el resto de tu existencia.
Me repatean el hígado los edificios que vienen con moraleja incorporada. Así que no voy a cerrar este texto construyendo una, que por lo demás me parece vulgarmente obvia. Pero no puedo resistir la tentación de añadir, para darle una sensación de cierre a esta nota ya demasiado larga, que debería haber un buzón a la salida de lugares como éste en el que los usuarios puedan depositar sus quejas. En ese hipotético buzón yo escribiría, tal vez en varios idiomas, para imitar los globalizados letreros de los inhóspitos pasillos: ¡Piedad!
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