Amiga,
En algún lado leí que nadie puede mirar como los británicos. El verbo en inglés es stare, que significa “mirar fijamente” y que se traduce en la vida real en algo como un escrutinio largo y denso que bordea la agresividad. Basta un paseo al abasto de la esquina para comprobar la teoría en un vecindario escocés. Uno abre la puerta de la calle y enseguida varias persianas se entrecierran, las cortinas se mueven en algunas ventanas. Los vecinos observan con la curiosidad del que está acostumbrado a las mismas rutinas diarias y de pronto se encuentra con una novedad. Yo soy la novedad. Aparte de la evidente diferencia étnica, soy un bicho raro también por otra razón: me abrigo siempre más de la cuenta. Además de un sobretodo largo hasta las rodillas, uso guantes, gorro y bufanda, cuando todos los demás salen con apenas una chaqueta, a veces incluso abierta, en franco desafío a los elementos. La gente por aquí parece tener como lema aquella frase del prócer que aprendimos con tanta solemnidad en la infancia: “si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. Yo no internalicé nunca semejante espíritu de lucha. Los elementos siempre pueden más que yo.
Una vez cruzada la plaza sólo he superado el primer escrutinio. Un par de señores de edad avanzada acaba de estacionar en la orilla de la acera y se cruzan conmigo. Sus miradas tienen un tono más de alerta que de curiosidad. Tratan de descifrarme y el hecho de que los mire directo a los ojos y sonría a modo de saludo no parece ayudar. Aquí todos se sienten con derecho a contemplarte largamente, pero no parece permitido que devuelvas la mirada. El especimen observado debe ser humilde, debe aceptar el escrutinio ajeno con la cabeza gacha y sin ánimo de retribución. Si devuelves la mirada, tu gesto -que pretendía ser amigable- puede ser considerado un desafío.
Dejo atrás a la pareja de ancianos que sin duda continúa observándome mientras me alejo, tengo un pelo demasiado largo, oscuro y ensortijado para sus estándares. Avanzo hacia la primera tienda, donde venden periódicos, cigarrillos y una gran cantidad de otras cosas que van desde chocolates hasta tarjetas de felicitación. Es lo más cercano a una bodega que uno puede encontrar por aquí. La tienda tiene una ventana amplia que le sirve de vitrina, para que los potenciales clientes se hagan una idea de lo que hay adentro. En este caso la vitrina parece funcionar alrevés y es el transeúnte el que se ofrece como entretenimiento a los que están en la tienda. Me miran desde adentro mientras paso y aunque sonrío, más para mis adentros que para el público cautivo, nadie parece darse por aludido.
Unos pasos más adelante hay un centro de salud. No es un hospital, sino uno de esos lugares a los que la gente va a verse con su GP –un médico general- para que le prescriba medicinas. El tema del sistema de salud en este país daría para llenar unas diez notas, así que lo dejo por ahora. Frente al dispensario –vamos a llamarlo así por economía del lenguaje- hay un estacionamiento público y la gente que viene a hacer sus compras al abasto parece estacionarse ahí cuando no hay puestos en la calle. Me cruzo con varios vecinos cargados de bolsas. Todos me miran, más o menos detenidamente, menos una mujer joven que, una fracción de segundo después de cruzarse con mi mirada observa detenidamente las llaves de su carro. Supongo que es su manera de decirme que me entiende, que ella también ha sido objeto de las miradas fijas de sus vecinos y que sabe lo incómodo que resulta. Noto que todos los vecinos que salen del abasto cargan al menos cuatro bolsas de plástico. Ninguno parece haber aceptado el llamado ecologista de usar bolsas permanentes de tela, para salvar al planeta de la contaminación ambiental. Yo, que cargo mi bolsa verde bajo el brazo, me siento algo fuera de lugar militando en la causa ambientalista en un lugar en el que los propios dolientes hacen caso omiso del supuesto peligro.
Cuando finalmente entro al abasto me espero una lluvia de miradas, pero apenas hay un par de clientes y la verdad es que nadie me hace el más mínimo caso. Mientras elijo mi pollo orgánico, mis frutas y mi ensalada, una señora con su hija se entretiene decidiendo cuál caja de comida congelada va a comprar esta vez. Después de meter en la cesta el obligado queso feta y el yogurt griego voy rauda y veloz a la caja porque tengo hambre y no quiero tardarme más de la cuenta. Mientras pago, se para detrás de mí un muchacho joven en mangas de camisa, con un litro de leche en la mano. Siempre me tardo más de lo debido, porque todavía me cuesta reconocer algunos billetes y monedas y porque además tengo que ubicar con cuidado todos los productos en mi bolsa ecológica. Cuando ya estoy lista, me ajusto el gorro y la bufanda y me vuelvo a poner los guantes. En ese tiempo el joven del litro de leche paga y se dispone a salir. Ahora soy yo quien mira fijamente al extraño especimen que se atreve a exponerse en mangas de camisa a uno de los climas más hostiles del universo. Salgo detrás de él y lo observo. El único gesto que delata que podría estar consciente de la temperatura es que guarda la mano que le queda libre en el bolsillo del pantalón.
Regreso caminando detrás del joven sin termostato, apesadumbrada por mi debilidad y falta de resistencia. En la cuadra y media que me separa de mi hogar dulce hogar voy pensando que tal vez me he imaginado todo y que, en realidad, a ningún vecino le interesa mi tránsito por el vecindario. Pero no he terminado de acariciar este reconciliador pensamiento cuando una mano blanca aparece claramente por una ventana haciendo el típico gesto del saludo: es Susan, la vecina, quien ha estado midiendo cada uno de mis pasos desde que aparecí al final de la plaza para calcular el momento exacto en que voy a verla y hacer el gesto que acaba de confirmarme que no hay quien mire como los súbditos británicos.
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