Amiga,
El fin de semana pasado fuimos a
cambiarle las pilas a nuestros relojes. Esta es una historia en
plural porque somos de esas parejas que, hace tiempo y allá lejos,
consideraron de lo más bonita la costumbre de comprar dos relojes
iguales: uno para él, uno para ella. Era una forma de sellar un
compromiso que iba más allá de los anillos, que son las prendas que
usualmente se intercambian las parejas. Y, claro, los relojes tenían
que ostentar cierto peso. No sólo simbólico. Así que terminamos
con dos relojes de marca.
Eran dos relojes discretos, que
costaban en el momento un poco más que un reloj normal. Unos cien
dólares. Un lujo nada estrambótico. Algo que podíamos pagar allá,
hace veinte años, con nuestros sueldos de profesores universitarios.
Vinieron otros relojes y otros sueldos. Atravesamos el destierro con
todo eso a cuestas. Y llegó el inevitable momento en el que había
que cambiar las pilas de los relojes. Lo hicimos varias veces antes y
lamento no haber registrado las reacciones anteriores.
En este momento sólo ésta cuenta.
Porque veinte años después estamos frente a una señora con cara de
pocos amigos que mira los relojes por delante y por detrás, les saca
el botón con el que se mueven las manecillas y comprueba que se
mueven y después levanta la vista para decirnos cuánto cuesta
cambiar las pilas. Es una cifra astronómica. Su cara revela una
especie de pena honda. Es la cara de quien tiene que darte muy malas
noticias.
Retiro mi reloj del mostrador y digo
que no hace falta, que lo uso poco, que puede cambiar sólo la pila
del otro reloj. Lyo dice que no, que son los dos o ninguno. La mujer
nos mira todavía con cara de funeral anunciado y entra a consultar
algo en la parte de atrás de la tienda. Los dos nos quedamos en
suspenso. La mujer regresa y nos da un precio definitivo por los dos,
que es apenas un poco más barato. Nos parece mucha plata y se lo
comentamos.
Su respuesta es de una sinceridad
aplastante: No debieron haber comprado unos relojes tan caros. Dicho
en criollo: quién los manda a andar de echones. Le dimos la razón,
por supuesto. No sin antes aclarar que hace veinte años podíamos
darnos ese pequeño lujo.
Moraleja: No hace falta estar allá.
Aquí también somos cada vez más pobres.
Te mando un abrazo con tic, tac,
r
Te mando un abrazo con tic, tac,
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