Amiga,
Cuando necesito un empujón para seguir escribiendo,
leo poesía. Cuando leo poesía en inglés, siento a veces el impulso
de traducir algún poema. No me atrevo mucho, porque me parece que es una de
las cosas más difíciles que un traductor puede intentar hacer. Pero con
Billy Collins me pasa la cosa más rara: leo sus poemas y al instante
me los imagino en español. La cadencia de las frases, las imágenes,
el tono, todo me resulta familiar, como esos viejos abrigos que de
tanto usarlos han ido adoptando la forma de nuestro cuerpo.
Más bien lo que me pasa es esto: en
lugar de imaginar el futuro poema en español, lo que tengo es la
sensación de haberlo escuchado antes en mi idioma materno y que lo
que estoy leyendo es una traducción al inglés de unos poemas que ya
conozco bien en mi propia lengua. Qué cosa tan rara, ¿no? Por eso,
y porque sigo teniendo la loca esperanza de que un editor con gusto
por la poesía descubra que soy una muy buena traductora
y me encargue que traduzca la poesía completa de Billy Collins con
una larga introducción y notas explicativas... aquí van otros
poemas del autor.
Silencio
Está el silencio súbito de la
multitud
sobre el jugador detenido en el
campo,
y está el silencio de la orquídea.
El silencio del florero que cae
antes de que llegue al piso,
el silencio del cinturón que no
está golpeando al niño.
La quietud del vaso y la del agua
que tiene adentro,
el silencio de la luna
y el mutismo del día que se aleja
del ruido del sol.
El silencio cuando te sostengo en el
abrazo,
el silencio de la ventana sobre
nosotros,
y el silencio que queda cuando te
levantas y te vas.
Y está el silencio de esta mañana
que he roto con mi pluma,
un silencio que se había acumulado
toda la noche
como la nieve cayendo en la
oscuridad de la casa,
el silencio que existía antes de
que escribiera una palabra
y
el desvalido silencio que ahora queda.
Lunes
Los pájaros están en los árboles,
el pan en la tostadora,
y los poetas están en sus ventanas.
Están en sus ventanas
en cada gajo de la mandarina del
mundo:
los poetas chinos observando la
luna,
los americanos mirando las cintas
coloradas del crepúsculo.
Los funcionarios se sientan detrás
de sus escritorios,
los mineros bajan a las minas,
y los poetas miran por las ventanas
tal vez con un cigarrillo y una taza
de té,
una vieja franela o una bata de casa
pueden estar también involucradas.
Los correctores de pruebas juegan al
ping pong
de corregir mirando primero el
original y luego la copia,
los cocineros están picando célerys
y papas,
y los poetas están en sus ventanas
porque ese es el trabajo por el que
nada les pagan
cada viernes en la tarde.
No importa de qué ventana se trata
aunque muchos tienen una que es su
favorita,
porque siempre hay algo que ver:
un pájaro agarrado de una rama,
las luces de un taxi que da vuelta
en la esquina,
esos dos niños con gorras de lana
que se asoman a la calle.
Los pescadores se balancean en sus
botes,
los técnicos se suben a los postes
a reparar las líneas,
los barberos esperan frente a los
espejos y las sillas vacías,
y los poetas siguen mirando
la fuente rota o la rama partida por
el viento.
A estas alturas no es necesario
aclarar
que lo que el horno es al panadero
y la blusa manchada a la lavandera,
así la ventana es para el poeta.
Considera sólo esto:
antes de la invención de la ventana
los poetas tenían que ponerse una
chaqueta
y un sombrero de invierno para salir
afuera
o quedarse en la casa mirando una
pared.
Y cuando digo una pared,
no me refiero a una pared cubierta
con papel de rayas
y el boceto de una vaca en un marco.
Me refiero a una fría pared de
piedra,
a la pared del soneto medieval,
la primera mujer de corazón de
piedra,
la piedra atrapada en la garganta de
su amante poeta.
En la tarde
Las rosas comienzan a doblar la
cabeza.
La abeja que ha estado acumulando
oro
todo el día encuentra un hexágono
donde descansar.
En el cielo, retazos de nubes,
los últimos pájaros apurados,
acuarelas en el horizonte.
El gato blanco se sienta mirando la
pared.
El caballo duerme parado en medio
del campo.
Enciendo una vela sobre la mesa de
madera.
Tomo otro trago de vino.
Agarro una cebolla y un cuchillo.
¿Y el pasado? ¿Y el futuro?
Nada más que un hijo único con dos
máscaras distintas.
Engáñame bien
Estoy todavía entre las cobijas
esperando que se prenda la
calefacción
con un gorgoteo y un silbido
y el impulso del agua recorriendo
las tuberías
que van espantar el frío del cuarto
helado.
Y estoy escuchando a una cantante de
blues
que se llama Precious Bryant
cantando la canción "Engáñame
bien."
Si no me quieres, vida, canta ella
¿Podrías al menos engañarme bien?
También estoy haciéndole cariño
al perro
y escribiendo estas palabras,
lo que significa que con toda calma
me estoy alejando
del consejo budista de hacer sólo
una cosa a la vez.
Sólo sirve el té,
sólo mira dentro del ojo de la
flor,
sólo canta una canción,
una cosa a la vez
y alcanzarás la serenidad,
que es lo que me encantaría hacer
mientras las aspas de la mañana
comienzan a moverse.
Si no me quieres, vida, canta ella
mientras una luna de día palidece
en la ventana
y las agujas se mueven en el reloj,
¿podrías al menos engañarme bien?
Sí, preciosa, le respondo,
te voy a engañar lo mejor que
pueda,
pero primero tengo que aprender a
escucharte
con todo mi corazón,
y hasta que no termines no voy a
ponerme las pantuflas,
ni voy a exprimir la pasta de
dientes,
y hacer una nueva cara de espuma en
el espejo,
dedicada a hacer sólo una cosa a la
vez.
Una nota a la vez para ti, querida,
un diente a la vez para mí.
El problema con la poesía
El problema con la poesía, pensé
mientras caminaba por la orilla de
la playa la otra noche
–la arena fría de Florida bajo
los pies descalzos,
un espectáculo de estrellas en el
cielo–
el problema con la poesía es
que estimula la escritura de más
poesía,
más pecesitos ocupando la pecera,
más conejitos
saliendo del vientre de su madre al
pasto mojado.
¿Y cómo se va a terminar eso?
a menos que finalmente llegue el día
en el que hayamos comparado todo en
el mundo
con todo lo demás en el mundo,
y ya no quede nada más que hacer
sino cerrar nuestras libretas de
apuntes
y sentarnos con las manos cruzadas
sobre la mesa.
La poesía me llena de alegría
y me levanto como una pluma en el
viento.
La poesía me llena de tristeza
y me hundo como una cadena lanzada
desde un puente.
Pero más que todo la poesía me
llena
de la urgencia de escribir más
poesía,
sentarme en la oscuridad a esperar
que una llamita
aparezca en la punta de mi lápiz.
Y también me llena de ganas de
robar,
de asaltar los poemas de los demás
con una linterna y un pasamontañas.
Y qué banda de ladrones tristes
somos,
carteristas, saqueadores de
escaparates y tiendas,
pensé para mis adentros
mientras un viento frío me rondaba
los pies
y el faro desplazaba su megáfono
sobre el mar,
que es una imagen que con descaro le
robé
a Lawrence Ferlinghetti –
para ser por un momento
perfectamente honesto–
el poeta ciclista de San Francisco
cuyo libro que es un parque de
diversiones
cargaba en el bolsillo de mi
uniforme
de arriba a abajo por los engañosos
salones del liceo.
Poesía
Es como el campo donde los animales
olvidados por el Arca
vienen a pastar bajo las nubes del
atardecer.
O el pozo en el que la lluvia
que cayó antes del inicio del
tiempo
gotea sobre un labio de concreto.
Como sea que lo veas,
este no es el lugar para instalar
el caballete de tres patas del
realismo
o hacer que el lector se asome
sobre las muchas cercas de un
complejo argumento.
Deja que el robusto novelista
con su escandalosa máquina de
escribir
describa la ciudad en la que
Francine nació,
y cuente cómo Albert leyó el
periódico en el tren,
o cómo las cortinas del cuarto se
movían con el viento.
Deja que la escritora enfundada en
su viejo abrigo
con el perro acurrucado en la
alfombra
mueva a los personajes
de un lado a otro sobre el escenario
para enfrentar la oscuridad llena de
ojos.
La poesía no es el lugar para esas
cosas.
Ya tenemos bastante
quejándonos por el precio del
tabaco,
lidiando con el cucharón que gotea,
y cantando canciones al pájaro en
la jaula.
Estamos ocupados haciendo nada,
y todo lo que necesitamos para eso
es una tarde,
un bote de remos bajo el cielo azul,
y tal vez un hombre que pesca desde
el puente de piedra,
o, mejor aún, nadie en absoluto en
ese puente.
Estatuas en el parque
Hoy pensé en ti
cuando me paré frente a una estatua
ecuestre
en medio de la plaza pública,
porque una vez me enseñaste
el código que rige esas poses
notables.
Un caballo con las dos patas
delanteras en alto, me dijiste,
representa a un jinete que ha muerto
en la batalla.
Si el caballo tiene sólo una pata
levantada,
el hombre ha muerto en otra parte
debido a sus heridas;
y si las cuatro patas están sobre
la tierra,
como sucede precisamente en este
caso
–cascos de bronce sobre pedestal
de piedra–
significa que el hombre en el
caballo,
éste que mira con firmeza
hacia la puerta cerrada del cine que
está enfrente,
ha muerto de una causa ajena a toda
guerra.
A la sombra de la estatua,
me pregunté por aquellos que
pasaron a pie por la vida
sin caballo, sin silla, sin espada.
Peatones a los que ya no les fue
posible
poner un pie delante del otro.
Me imaginé las estatuas de los
enfermos
reclinados sobre sus frías camas de
piedra,
los suicidas a punto de saltar sobre
el borde de mármol,
las estatuas de los accidentados que
se tapan los ojos,
de los asesinados que se cubren las
heridas,
los ahogados que en silencio caminan
por el aire.
Y ahí estaba yo,
tallado en un bloque de granito
rosado
bajo la sombra de los árboles
frondosos del parque,
con mi nombre estampado en una
placa,
arrodillado y con los ojos en alto,
rogándole a las nubes que pasan,
pidiendo en vano para siempre un día
más.
Hasta aquí los poemas de Billy
Collins. Si conoces a algún editor interesado en publicar un
sustancioso volumen de su poesía, traducido por esta tu amiga del
alma, no dejes de recomendarme. Sí. Me estoy haciendo propaganda por
aquí, descaradamente. Porque el año ha empezado lento y una
traductora que no traduce es como una escritora que no escribe. Nada
de nada. Así que aprovecho el espacio de este blog nuestro para
sacudir el trapo rojo del autobombo a ver si hay alguien escuchando
allá afuera.
Pero el cariño está antes. Y estos
poemas son, sobre todo, para ti. Porque sé que vas a disfrutarlos
como un jugoso regalo de reyes.
Van con un abrazo apretado,
r
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