Amiga,
Sigo
empeñada en hacer cosas que nadie hace ya. Tal vez esa sea la mejor
manera de darse cuenta de que uno se está poniendo viejo, ¿no?
–insistir en hacer cosas que ya nadie hace. Este año volví a
mandarle regalitos por correo a mis hermanas. Más que todo porque a
estas alturas son los únicos regalos que compro y también porque
elegir regalos es un ritual de fin de año que me recuerda mejores
tiempos.
Los
regalos se elegían andando por la calle y mirando muchas cosas hasta
que algo te hacía ¡plin! Así lo seguí haciendo yo este año en la
feria navideña de Princess Street en la que todo el mundo parecía
estar también comprando regalos, contradiciendo los tiempos
modernos. Después busqué una caja donde meterlos y salí corriendo
a llevarla al correo con la esperanza de estar a tiempo para que
llegara, si no en Navidad, al menos antes de que se acabara el año.
Cuando
el señor del correo, con su fuerte acento y su ceño siempre
fruncido, me dijo que era imposible que el paquete llegara para el
24, y me cobró por el envío casi lo mismo que costaron los regalos,
me di cuenta de que en realidad ya no tiene sentido seguir empeñada
en mandar regalos desde lejos. La lógica indica que hay que
adaptarse a los tiempos.
Hoy
en día, la gente elige lo que quiere y lo pone en una lista en una
página web y listo. Lo que se debe hacer es elegir, sin muchas
pretensiones de originalidad, entre las cosas que el interesado ha
propuesto y mandarlo lo más pronto posible para que se sume a los
regalos que se acumulan al pie del arbolito. Ya no se espera nada más
del que regala. Sólo que cumpla con el ritual a tiempo y sin
interferir demasiado.
Yo
también hago listas de lo que quiero que me regalen. Interminables
listas de libros. Pero a los pocos que se animan a regalarme algo en
estas fechas no parece gustarles lo que a mí me gusta. Entonces me
mandan aparatos de cocina que pican vegetales o baten huevos. Y yo lo
agradezco, por supuesto. Porque entiendo que sigue existiendo gente
que, en este mundo regido por listas de regalos, quiere seguir
ejerciendo la soberanía de la elección.
¿Qué
será mejor? ¿Seguir pensando que tenemos derecho a elegir lo que
regalamos? ¿O terminarnos de convencer de que el que recibe el
regalo es el que debe escogerlo? Visto de un lado, la respuesta es
simple. El que recibe es el que va a usar el objeto regalado. Ergo le
toca elegirlo. Nuestro papel como bailarines de la danza de los
regalos no es otro que acompañar, no llevar el paso.
Y,
sin embargo, visto del otro lado, si nos empeñamos en seguir
imaginando que elegir regalos es más bien una diversión ejercida
por el que otorga, como aprendimos en tiempos idos, la respuesta es
menos directa. Comprar se supone que es una de las actividades que
nos llenan los días ociosos de fin de año. Y el consumidor es quien
elige. O así debería ser. Pero hay una violencia implícita en esa
imposición del gusto del que compra. Una violencia que dice: yo
pago; tú te la calas.
Por
eso existen tantas maneras de devolver los regalos. Al menos en este
lado del mundo en el que el usuario tiene tantos derechos como el
comprador original. Una de las cosas que aprendí la única vez que
celebré aquí mi cumpleaños de manera pública es que resulta
totalmente aceptable que no te guste lo que te regalan. Y por eso es
de lo más normal que junto con el regalo te den la factura de la
tienda. Así se te hace más fácil devolver lo que te dieron y
cambiarlo por algo menos extraño a tu gusto.
Existe
incluso un servicio online de oferta de regalos no deseados, donde la
gente puede vender o intercambiar lo que no le gusta. El sitio
permite –e incluso propicia– el anonimato, no vaya a ser que
justo la persona que te regaló esa cosa horrible que no te gustó
nada ande por ahí buscando qué comprar y se antoje de tu regalo.
Yo
solía comprar de regalo cosas que a mí misma me hubiera gustado
tener. Si en esos tiempos hubiera existido ese sitio de intercambio
de cosas previamente queridas, como dice la página, y si yo hubiera
estado de ánimo de visitar un sitio como ese en los ratos de ocio
entre el 24 y el 31, no hubiera sido extraño que me encontrara con
algún regalo que yo misma le hubiera dado antes a alguien.
Las
cosas que nos gustan no son para nada las cosas que los demás
quisieran tener en sus casas o en sus vidas. Por eso el arte de
regalar está muriendo. No falta nada para que todos los regalos se
resuelvan con una de esas tarjetas que no son más que un eufemismo
del dinero en efectivo. Te regalo dinero para que lo gastes en lo que
quieras, como hacían nuestros padrinos cuando éramos niños. Y esos
son tal vez los regalos que mejor recordamos: los limpios billetes
neutros, llenos de infinitas posibilidades, que se sacaban los
adultos del bolsillo con un gesto magnánimo.
Pero
qué gracia tiene transferir la elección. Todos somos consumidores
todo el tiempo. Compramos cosas que vamos a usar, que necesitamos o
queremos. Sólo por un rato a fin de año podíamos darnos el lujo de
imaginar qué comprar para otros, de elegir algo que pudiera gustarle
a alguien que queremos y que nos quiere. Además, los regalos nos
decían algo de quienes se animaban a elegir para nosotros un regalo.
Ahora
los regalos sólo nos dicen aquí está lo que quieres o sigue
comprando lo que más te gusta. Ya no recibimos sorpresas y no nos
queda ni siquiera la opción de desilusionarnos o de darnos cuenta de
lo poco que nos conocen los demás. ¡Qué inmensa pérdida!
Espero
que hayas recibido muchos regalos inesperados este año. Y que
incluso algunos no te hayan gustado para nada. Cuando descubras uno
de esos regalos atravesados en una gaveta, a mediados del año que
viene, acuérdate de que son una especie en extinción... ¡y
atesóralos!
Felices
fiestas y cariños muchos,
r
1 comentario:
Buenas reflexiones. Que vacíos estamos en realidad y que superfluos somos los seres humanos...un regalo...uno de verdad sin esperar recibir nada a cambió? Algo así es desear mucho para lo que somos y nos han hecho...saludos
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