sábado, 14 de abril de 2012
¡Pasitas!
Amiga,
Hace una semana se me acabaron las pasitas y, por alguna razón que no termino de entender, cada vez que voy al abasto me olvido de comprarlas. Hoy quise prepararme un cous cous adornado de pasitas y me acordé otra vez que no tengo y no me quedó otra que comerme mi cous cous pelado, con un chorro de aceite de oliva como única y escueta compañía. Y aunque no quiero salir a la calle hoy, porque está nublado y hace diez grados afuera y estoy leyendo sin más ánimo de exteriores, ya anoté en la libreta que tengo en la puerta de la nevera: ¡pasitas!
Así, con todo y sus signos de admiración, la palabra pasitas pegada en la nevera me revela sin querer un rasgo de mi identidad transhumante. Las pasitas me recuerdan a mi abuela Julia, dominicana de nacimiento y venezolana a medias, arrastrando siempre su acento caribeño, y preparando pastelitos con carne molida aderezada con muchas pasitas. O el helado de ron con pasas que hacía en su máquina de hacer helados: el más rico que he comido jamás. También me recuerdan a mi mamá, que en diciembre prefiere los bollos a las hayacas, pero eso sí, con muchas pasitas. Mi mamá que se ufana de comer en la noche sólo yogurt con cereal, envenenado por supuesto con puñados glotones de pasitas, “para la dieta”.
Pero ese recordatorio en la nevera también me hace pensar en las comidas que he aprendido a preparar desde que vivo afuera y que me gustan tanto como mis viejos platos de siempre. El cous cous que comí por primera vez en el barrio latino de París, sentada en una mesa al aire libre, con Eleonora y María Julia. La cacerola de cordero, que preparo con una salsa que compro lista en el supermercado y a la que lo único que le agrego de mi propia cosecha es pasitas. La meto en el horno por un par de horas y parece como si hubiera pasado el día entero cocinando. La majadara, que aprendí a preparar con una receta del periódico del domingo y que ahora hago con mi toque dulzón personal: pasitas.
En fin, amiga, el ingrediente más simple y más delicioso: una uva pasada, me ha acompañado en la tierruca y en el destierro. En Venezuela compraba siempre la misma marca, porque aprendí de mi abuela que esas eran las únicas que valían la pena, esas que vienen en una caja roja con una señora sonriente cargando en una cesta racimos infinitos de uvas frescas. Aquí las venden en distintos tamaños y colores. Al principio sólo las compraba oscuras y pequeñas, porque eran las que más se me parecían a las nuestras. Pero con el tiempo he aprendido a comprarlas rubias, morenas, más grandes o más pequeñas, solas o combinadas. Todas son riquísimas.
Espero que esta perorata sin ton ni son, que te escribo sentada en la mesa de la cocina para reconocer la deuda que tengo con las pasitas, me sirva para acordarme de comprar un buen paquete cuando vaya al abasto mañana.
Te mando un abrazo apretado y dulce como una pasita,
r
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario