martes, 1 de junio de 2010
Perder un mundo
Amiga,
Tengo abierta la maleta desde el sábado y hasta hoy tenía adentro apenas unos libros y unos pares de medias. Llenar una maleta es siempre un ejercicio de anticipación —¿con qué ánimo vamos a estar para vestirnos cómo? Pero a la vez es la encarnación de un imposible. No cabe todo y lo que se deja afuera siempre parece necesario. Hasta que cerramos el último cierre y entonces la maleta se vuelve el sitio donde está todo. El lugar de la libertad.
Cada vez que hago una maleta paso por todas esas etapas que van de la angustia a la resignación a la liberación. Mi maleta está ahora a medio hacer, así que estoy en medio de un desasosiego digno de Pessoa. Es la primera vez que viajar a la tierruca me causa esta angustia que llega casi al espanto. Desde hace una semana tengo jaqueca y me cuesta dar con la razón de este susto.
Tal vez lo ideal sea, como cuenta Suniaga en El pasajero de Truman, acercarse a la tierruca en barco, con tiempo de sobra para adaptarse a la idea de volver, con un ritmo lento que permita ir mirando la llegada a las costas desde lejos y concebir el retorno como una lenta y pausada aparición en el horizonte. Pero no estamos en esos tiempos de alargados viajes transoceánicos.
Y la verdad es que ya me parecen suficientemente largas las diez horas que tengo que pasar atrapada en un perol que vuela sobre el mar de París a Caracas. A las que se suman otras tres horas desde aquí hasta París, más los tiempos de espera en los aeropuertos, más los traslados de la casa al aeropuerto, de Maiquetía a Caracas. Un calvario, pues.
Así que no necesito más tiempo de viaje, ninguna pausa extra. Lo que necesito en realidad es un viaje instantáneo que me impida pensar en la densidad del regreso. No es posible anticipar lo que se va a sentir, pero sé que la angustia de hoy —las náuseas, la jaqueca— tiene que ver con una especie de nostalgia anticipada. Me aterra volver, no por la vuelta en sí, sino por el regreso. Por lo que voy a extrañar cuando esté desandando esas diez horas, más tres, más cuatro de espera en el Charles de Gaulle.
Cuando viví en Londres, por cuatro largos años, me prometí a mí misma que no regresaría a la tierruca hasta que me tocara volver del todo. Casi lo cumplí. Pero tuve que volver por razones de salud y me aterró la idea. Igual que ahora, no me asustaba volver sino enfrentarme al hecho de que no se trataba de un regreso definitivo. Pero aquella vez sabía que iba a llegar el día en que metería todos mis peroles en una o varias maletas y volvería a la tierruca para siempre.
No duró mucho esa eternidad imaginada. Y aquí estoy otra vez: afuera y adentro. En esta especie de limbo que es la nostalgia. Tal vez es cierto lo que dice Helene Cixous, que tenemos que perder un mundo para poder ganar otro. Yo estoy en proceso de descubrir que perdí un mundo y tal vez mi pánico no es a volver —a la tierruca o al exilio— sino a descubrir que, en este momento, mi lugar es una pérdida y que eso ya no tiene remedio.
No estoy ni aquí ni allá. Estoy en este punto medio en el que no me he acomodado todavía a ninguna parte. Y lo que me asusta es que este limbo puede ser el lugar del resto de mi existencia. Porque lo peor de volver desde el exilio al lugar de origen es descubrir que ya no perteneces.
Y cuando se me desate la nostalgia, en ese viaje de regreso, no va a ser una nostalgia por un lugar real, sino por una pertenencia que ya no puedo sentir. Volver es enfrentarse a lo imposible.
Te abraza,
r
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