Amiga,
Es lunes y tengo gripe. Todo lo he hecho hoy en cámara lenta, a medio camino entre un ataque y otro de tos, moqueando por los rincones. Sé que debo sentarme a escribir pero estoy sin ganas y sin genio. Por suerte existe la vinamina C, el paracetamol, el te negro bien cargado y los periódicos del domingo.
Lo de la densidad y el tamaño de los periódicos es tal vez una de las observaciones más repetidas de los viajeros que se deslumbran con los abundantes bienes del primer mundo. Aquí, es ya legendario el peso de la prensa en las ediciones de los domingos. En estos días incluso escuché a una escritora de origen sudafricano sostener que, en parte, su decisión de no regresar a vivir en su lugar de nacimiento se debía a lo escuálido de la prensa sudafricana, en contraste con la expansiva oferta cultural de estos lados del mundo, donde los periódicos de los domingos pueden pesar varios kilos y te puedes pasar la semana entera leyéndolos.
Mi costumbre de leer la prensa los domingos viene, como tantas otras cosas, de mi familia. Mi padre es un lector empedernido de la prensa diaria. Mi mamá decía que mi papá era capaz de leer línea por línea el periódico, incluyendo los obituarios y las propagandas. No lo decía como un cumplido, sino como una crítica casi feroz. Pero lo cierto es que ella también es una lectora asidua de la prensa y yo he heredado ese hábito hasta el punto de que el periódico del domingo ha sido uno de los objetos más constantes de mi errática existencia.
Cuando viví por primera vez sola, en aquella residencia de señoritas que quedaba en Las Acacias, y me vi enfrentada a la necesidad de recrear una rutina que fuese en parte heredada y en parte inventada sólo para mí, no dudé en mantener el hábito de leer la prensa los domingos. Algo que se me convirtió más bien en un ritual. Siempre que tenía dinero salía los domingos, después de desayunar, a comprar la prensa al kiosco más cercano.
En Las Acacias era un kiosco que quedaba en Las Tres Gracias, en el inicio mismo del paseo Los Próceres. Pero luego compraría el periódico en tantos otros lugares que no creo que sea posible mantener una memoria de todos y cada uno de los kioscos o las librerías en las que cumplía mi rito dominguero. Después de comprar la prensa sabía que el resto del domingo ya no tendría ninguna angustia esperándome. Ya no importaba si estaba sola, si tenía mucho trabajo el lunes siguiente o si había cosas pendientes en las que no quería pensar.
Aquí, compramos el periódico en el abasto que está a una cuadra y media de la casa. Ya no lo compro yo, porque Lyo es ahora el que se encarga de salir al tiempo inclemente que hace afuera y llegar un rato después con su cargamento de huevos, leche, queso, pan y prensa, cada domingo que sea necesario.
Y para mí es un gusto enorme y una fiesta sentarme con mis tres o cuatro kilos de papeles a desgranar las noticias de toda la semana y a enterarme de lo que vendrá, que es en parte la gracia de cualquier noticia. Desde que vivíamos en Londres nos paseamos por distintos periódicos y no éramos particularmente fieles a ninguno de ellos, pero hace un tiempo que adoptamos The Sunday Times como nuestro periódico dominguero. Aunque también, como es usual en estos tiempos electrónicos, yo leo de cabo a rabo El País en línea y The Guardian, porque me dejan mirar un poco más allá y ver las noticias desde distintas perspectivas.
Este domingo me instalé como siempre a leer morosamente, descartando los cuerpos que no me interesan, como Deportes o Negocios. De resto leo todo: artículos de opinión, comentarios sobre personajes célebres, reseñas de espectáculos y películas, datos sobre lo que se supone que está de moda en ropa, zapatos, diseño de interiores… y un larguísimo etcétera.
Pero tal vez lo que más me llama la atención son las noticias que revelan el modo de ser británico que para mí sigue siendo una especie de misterio. Leo sobre gente a la que le pasan cosas, tal vez con el ojo de quien busca historias qué contar. Pero también con la ansiedad de quien necesita entender cómo funciona este sistema, este orden social al que tarde o temprano tendré que integrarme, pero al que todavía miro desde una perspectiva —digamos— antropológica.
Y este fin de semana me llamaron la atención dos noticias. Una contaba la historia de una pobre señora de ochenta y tantos años a la que dejaron de atender en un centro de salud, a cuenta de que le quedaba muy poco tiempo de vida. No sólo dejaron de darle sus medicinas y sus calmantes, sino que también dejaron de alimentarla y la señora se estaba muriendo de hambre y de sed, en lugar de morirse del mal que se supone que tenía. Por suerte su hija la salvó y la señora sigue viva y coleando. Pero antes de sacarla de aquel antro de moribundos la hija tuvo que pelear con todas las autoridades habidas y por haber, porque aquí la salud está en manos de burócratas y los íngrimos seres humanos no parecen tener ni voz ni voto en las decisiones que se tomen con sus cuerpos enfermos.
La otra noticia que ha estado rondando en todos los periódicos desde hace más de una semana, y a la que el domingo le dedicaron largas páginas de análisis, es la de dos adolescentes que se suicidaron lanzándose de un puente cerca de Glasgow. Este hecho se suma a las estadísticas que indican que los adolescentes escoceses parecen tener una tendencia al suicidio bastante más alta que la de los jóvenes de otros países europeos. Sólo Suecia y Finlandia están por encima de Escocia en los tenebrosos números. Y dentro del Reino Unido ninguna estadística coloca a Escocia por debajo del primer puesto.
Esas dos noticias me hicieron pensar en lo que es el estado de bienestar para un distante observador que mira el primer mundo como el modelo a seguir. Los jóvenes se suicidan aquí más que en ninguna otra parte del reino y los viejitos tienen la espectativa de vida más corta. Aún así, visto desde afuera, este es un país donde la gente vive bien, la crisis apenas se siente —a juzgar por el nivel de compras que se puede observar a simple vista en cualquier centro comercial— y las amenazas del mundo exterior parecen remotas.
Este es un país donde quieren venir a vivir cientos de miles de extranjeros y de eso también se ocupa la prensa, de reseñar las medidas que se están tomando frente a la acelerada inmigración. Porque este es también un país que todavía le tiene miedo a los extranjeros, como lo prueba la noticia de un personaje de la farándula que llamó `paqui´ —un mote que aquí se considera altamente racista— a una de sus colegas de origen indú; y como lo muestran las declaraciones de un joven de color acosado por la policía que sostuvo que, mientras lo golpeaba, el funcionario insistía en repetir “yo soy blanco y este país es mío”.
Así que amiga, a pesar del gusto enorme de leer las noticias de los domingos, que he cargado como una bendición a lo largo de mi existencia, a veces no se trata realmente de un placer. Aquí, a veces, es más bien el reiterado descubrimiento de un horror o al menos de una amenaza no muy velada. El descubrimiento de que, por debajo del bienestar aparente, esta es una sociedad profundamente excluyente. Los jóvenes se sienten fuera de lugar, los viejos son desechados y los inmigrantes pueden ser tratados como escoria, al menos por la policía.
Tal vez no sea justo reducir las conclusiones de la lectura de la prensa dominguera a la parte más negra de la historia. Pero puede ser válido cuando la amenaza parece estar precisamente frente a uno. Además hoy tengo gripe y los periódicos del domingo están todavía frente a mí y no puedo evitar sentir un escalofrío de espanto cuando pienso en el futuro.
Te mando un abrazo aterrado,
r
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