Amiga,
Sigo con el recuento de mis penurias de pre-exiliada:
Caracas, Martes 9 de octubre de 2007
Como si mi propio calvario no fuera suficiente, hoy tengo que ir a la Onidex de La Trinidad a buscar el pasaporte de mi hermana. Ella ha tenido la suerte de sacar su pasaporte en una semana. Fue el lunes pasado a la reseña y el documento ya está listo. Al menos eso dice la infalible página web de la Onidex. Perentoriamente conmina al portador de la cédula de identidad arriba descrita a que acuda a la oficina señalada a retirar su documento de identidad. De no hacerlo, dice en tono marcial la página, el pasaporte será ‘destruido’. El resto de la cita puede que no sea literal, pero la palabra ‘destruido’ lo es, como puede comprobarlo todo el que recientemente haya tenido la fortuna de ver su nombre y cédula impreso en esa página, luego de consultar en la fatídica lista de los pasaportes por retirar. Así que allá me voy. Tomo el Metro hasta Chacaíto. Hago la cola del carrito que sube a Baruta-La Trinidad y me armo de paciencia porque ésta debe ser una de las rutas más largas y más lentas de Caracas, bueno si descartamos Caricuao y Guarenas.
Paso por alto tráfico del camino, porque no hay quien no lo haya sufrido en Caracas. Llego a la Onidex de La Trinidad a la una de la tarde. La cola de gente que espera a que le entreguen su pasaporte sale por una entrada del centro comercial y llega hasta la otra, una cuadra más o menos. Cada quien que llega mira la cola con absoluta resignación. La mayoría se queda, luego de preguntar si ya recogieron los papelitos... algunos pierden enseguida el ánimo, la esperanza, la paciencia y se van casi de inmediato. Los que nos quedamos presenciamos el juego del papelito. Para los que no hayan estado en La Trinidad jugando el juego de ahora-lo-tienes-ahora-no, les cuento:
La gente que viene a buscar sus pasaportes hace fila fuera del centro comercial, porque la oficina de la Onidex está en un lugar tan pequeño e incómodo que no hay manera de que la gente se pueda acomodar adentro. Yo había venido dos veces antes a buscar mi propio pasaporte y ya sabía cómo se organizaba el asunto. Cada tanto, no sé sabe nunca cuándo exactamente, viene un funcionario a recoger el comprobante que le entregan a uno cuando –si uno tiene suerte y no ha caído en ningún agujero negro del sistema– supera exitosamente el segundo paso en la carrera de obstáculos que es sacar en Venezuela un pasaporte (el primero es lograr una cita). Ese comprobante es una tira de papel de unos cuatro o cinco centímetros de alto y del ancho de una página normal, digamos A4. Ese es el único documento que certifica que uno estuvo ahí, pagó sus timbres fiscales, fue reseñado y fotografiado, y su firma fue debidamente registrada por las flamantes computadoras con las que ahora sacan el moderno pasaporte electrónico.
Cuando el funcionario de la Onidex pasa recogiendo el famoso papel y uno lo entrega, no puede menos que sentir un frío en el estómago. Ahí va la única prueba que tienes de que –en efecto- tuviste la dicha de alguna vez acudir a una cita para sacar tu pasaporte Y TODO SALIÓ BIEN! La computadora te reconoció, no había ningún candado al lado de tu nombre, no te hicieron esperar desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde repitiéndote la misma historia: que tu nombre está bloqueado y que no pueden hacer nada por ti. En fin, ahí va la prueba de que todo está funcionando como debe, hasta ahora. Pero entre el momento en que llegas y te incorporas a la cola y el momento en que pasa el funcionario recogiendo la prueba de tu exitosa existencia en el tramado burocrático, pueden pasar muchas cosas. Todos los seres que acuden a la Onidex tienen una historia que contar. Algunas son más interesantes que otras, todas son una muestra del nivel de humillación y desamparo en el que hemos caído. Una mujer cerca de mí le cuenta a otra que ha venido diez veces y que siempre le dicen que tiene que esperar. Yo pienso, sólo para mí, ‘si le cuento llora... yo estoy esperando desde marzo!’.
Un rato después, una señora se sienta en el mismo pretil en el que estoy incómodamente recostada y comienza a hablar conmigo como si nos hubiéramos quedado en el medio de una conversación hace apenas un segundo. Me cuenta cómo se burlaron de ella cuando vino a sacar su pasaporte hace dos semanas. Dice que los funcionarios se burlaban porque ella es andina y nació en San Cristóbal. Cuenta que los tipos se reían y le decían ‘así que tú eres gocha’, ‘¿estás segura?’, ¿no será que naciste un poquito más allá y te quieres hacer pasar por uno de nosotros? La señora estaba indignada porque los tipos pretendían hacerla confesar que era colombiana. Dice que tuvo que pedirle a su esposo que le trajera una copia de la partida de nacimiento que tenía en la casa. Cuando el esposo vino en carrera a traerle la copia, los funcionarios dijeron que una copia no servía, que tenía que ser ‘original’. La señora enfurecida contaba cómo les explicó que todas las partidas de nacimiento son a fin de cuentas una copia, que lo que necesitaban ellos era comprobar los datos y ahí estaban los datos. Pero los tipos se seguían burlando y le preguntaban si no sería en realidad colombiana, le decían que cómo sabían ellos que esa partida de nacimiento no era falsa.
La señora recuerda con tanta claridad la indignación que sintió que se le quiebra la voz y parece que está a punto de llorar. Así que remata rápidamente su cuento diciendo que lo peor fue que a las tres de la tarde el mismo funcionario que se había burlado de ella desde el principio le leyó perfectamente todos sus datos en la pantalla del computador y le dijo que sí, que no había ningún problema, que podía ‘proceder’ a registrar sus huellas. Así de sencillo, sin ninguna otra explicación, sin pedir disculpas. Simplemente necesitaban humillar a alguien y a ella le tocó ese día. La señora con la que hablo puede tener la edad de mi mamá, con seguridad tiene más de 65, que es la edad en la que en este país se considera que uno es ‘anciano’. La tercera edad sirve para algunas cosas, por ejemplo, uno no debería hacer colas de una cuadra o más. Le digo a la humillada señora que vaya a la puerta a ver si la atienden primero. Se va, furiosa y decidida. No regresa, así que imagino para ella un final feliz. Elijo creer que, al menos en su caso, todo salió bien.
Mientras tanto, los que quedamos en la cola nos preguntamos cuándo vendrá el hombre que recoje los papeles. Pasan unos cuarenta minutos en los cuales soportamos un sol aplastante, luego se nubla, luego llueve... un niño juega con un carrito amarillo y lo acompaño a jugar un rato hasta que su mamá me pide permiso para salir de la cola a comprarle algo de comer. Me quedo sin compañero de juego. Finalmente llega el hombre a recoger los papeles. Esta vez los recoge todos. Parece que antes había estado recogiéndolos de veinte en veinte o algo así. Todos nos deshacemos de nuestros papelitos y sabemos que estamos condenados a esperar hasta que se nos anuncie la tragedia de que tenemos que volver a pasar por esto, porque el pasaporte ‘no ha llegado’, o la buena nueva de que finalmente tenemos un documento que nos acredita para existir fuera de este país. En mi caso me permito vivir la experiencia vicaria de estar aquí, imaginando que es mi pasaporte el que están por entregarme. He visto el perentorio letrero en la página web, así que no tengo dudas. La gente se reorganiza. La cola se mueve hacia el otro pasillo porque ya somos menos. Hemos visto salir a algunos ya con su pasaporte en la mano y una cara de alivio evidente. En el nuevo pasillo en que tratamos de mantener el orden de la cola consigo un periódico olvidado y trato de leer para distraerme. Leo todo el primer cuerpo de El Universal. Literalmente todo. La gente está callada, ya nadie tiene ganas de contar su tragedia.
De pronto llega otra vez el funcionario, un funcionario que no es el mismo que nos tocó a nosotros, y les grita a los que están de último en la cola que vengan a entregar sus papeles que ya no van a aceptar a nadie más. La gente que está atrás se viene toda hacia adelante, el orden de la cola se pierde, nadie sabe muy bien qué hacer. Luego se corre la orden o el rumor: hay que entrar, adentro van a avisar quién se queda y quién se va. Este es el propósito de todo el juego: dividir a los ganadores de los perdedores. Cuando volvamos a ver al funcionario salir será como muerte súbita para algunos y para otros el premio gordo.
Todo tiene un aire de azar, de ruego, nadie sabe a ciencia cierta qué lado del destino le va a tocar, no importa cuántas veces haya visto su nombre aparecer en la página web diciendo que su pasaporte está listo. No importa cuántas veces haya venido a buscarlo y le hayan dicho que no está, que no ha llegado. Puedo imaginar que la gente reza, que ofrece velas a los santos en los que más cree. Hasta yo que soy una incrédula convicta y confesa he prendido velas a diestra y siniestra, he mandado a prender velas en mi nombre, he rogado a mis seres queridos que están ya del otro lado que me den una mano: la necesidad tiene la peor cara de perro. Y aquí todos estamos necesitados de milagros. Así que contamos los minutos, rogamos, hacemos promesas y nos distraemos como podemos de la angustia de esperar.
No cabe un alma en los pasillos del diminuto centro comercial. Algunos se sientan en las mesas de los locales que hay para comer: un restaurant en la planta baja y una panadería en el primer piso. Si no consumen algo, más tarde o más temprano sale alguien del personal a indicarle que tiene que desocupar. Las personas negocian, gesticulan, finalmente se levantan y se suman a la multitud sin privilegios de los que esperan parados. Esos pequeños incidentes hacen que todos nos quedemos mirando como quien intenta descifrar el argumento de una película muda o hablada en un idioma que no conocemos. También hay niños que juegan en una especie de mini escenario que hay en la planta baja. Ahí han improvisado un juego que a los que miramos también nos distrae, los niños corren, se persiguen, suben y bajan de la tarima, se llevan por delante las matas, patalean, lloran a lecos o se ríen. Yo me he ubicado en el piso de arriba, desde donde me imagino que miro una función de la comedia humana que se representa sólo para mí, aunque no soy la única que se ha acodado en las barandas a mirar para abajo.
De vez en cuando llega alguien preguntando dónde es que tiene que entregar el papelito para retirar su pasaporte. Algunos le responden que ya no los están recibiendo porque van a ser las tres de la tarde. Otros, más optimistas, le dicen al incauto que se acerque a la puerta a ver si se lo reciben. El que pregunta duda por un momento, no sabe si decidirse por la versión pesimista o aventurarse a ver si hoy es su día de suerte. Cada quien tiene un modo distinto de reaccionar ante estas encrucijadas que parece ofrecer lo que podríamos llamar “el destino”, a falta de mejor concepto: unos avanzan para desafiar la suerte, otros retroceden y deciden de antemano que hoy no es el día en que las cosas van a salir bien.
En los largos meses que llevo esperando un milagro yo he tomado alternativamente un camino o el otro. Hay días en que creo que la providencia va a sonreírme... y todo sale mal. Hay días en que creo que no voy a lograr nada... y, en efecto, no logro nada. No es cierto que si uno cree firmemente en que algo va a salir bien saldrá bien. Tiendo a creer más en la Ley de Murphy: todo lo que pueda salir mal, saldrá mal. Eso me prepara mejor para las catástrofes que no puedo evitar.
Finalmente, un arremolinamiento de gente indica que el funcionario encargado de definir nuestro destino ya tiene algunas respuestas. Y ellas están literalmente en la palma de su mano. Bajo un poco las escaleras para oír mejor y no puedo creer que el primer nombre que el funcionario grita es el de mi hermana. Tardo unos segundos en reaccionar. El hombre repite el nombre dos veces, a pleno pulmón, mientras bajo las escaleras gritando a mi vez, ‘¡aquí! ¡aquí!’. Todo el mundo me apura, corea el nombre de mi hermana, todos se impacientan porque hasta que yo no tome mi papel nadie más va a ser nombrado. Me muero de la vergüenza y apenas logro preguntar ¿no está listo? El funcionario me repite, furioso, NO ESTÁ. A pesar de su cara de odio y de la impaciencia de todos los que esperan, logro hacerle una segunda pregunta, ¿cuándo paso entonces? ‘LA SEMANA QUE VIENE’ me responde y a continuación me da la espalda y grita otro nombre, y todo comienza de nuevo: los gritos que repiten como un eco el mismo nombre, la voz del nombrado que suena en algún rincón, ‘¡aquí! ¡aquí!’...
Los que hemos sido expulsados del paraíso nos retiramos en silencio, con el rabo entre las piernas, con una especie de rabia y de impotencia por no tener a quién reclamarle que en la página web te aseguraron que el pasaporte estaba listo y que si no lo venías a buscar lo destruirían. En la mente se te agolpan todas las quejas. Te dan ganas de zapatear como uno de los niñitos que jugaban hace un rato, zapatear y llorar a moco suelto. Aunque no sea tu pasaporte el que estás tratando de retirar y aunque esta experiencia vicaria sólo haya servido para reiterar una vez más la certeza de que la de Murphy es la única ley posible para lidiar con una realidad tan aplastante como la nuestra.
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