Amiga,
Ayer nos dimos una larga caminata por el sureste de la ciudad. Queríamos ir a la Biblioteca Nacional, porque habíamos leído que era un sitio espectacular, por su arquitectura y por ser una de las obras monumentales del París de Miterrand. Y además es una Biblioteca, que es algo que todo académico que se respete debe conocer. Así que nos dispusimos a hacer el trayecto caminando desde la Villa Pasteur. Pero como era sábado nos tomamos la mañana con calma y salimos casi a mediodía, con ánimo de almorzar en la mezquita y pasar por la Plaza de Italia, donde hay un centro comercial que queríamos mirar antes de seguir hasta la Biblioteca.
El almuerzo en la mezquita fue de las mejores cosas que hemos hecho en París. Como te conté en una nota anterior, la mezquita tiene un restaurant en una de sus esquinas, la que da al Museo de Historia Natural. Desde la entrada uno siente el olor de los platos y comienza a abrírsele el apetito. Justo al cruzar la puerta hay un patio con sillas para sentarse a tomar té de menta con dulcitos árabes.
Pasando este patio se llega al comedor, donde se agrupan unas doce mesas bien apretadas. No había mucha gente así que nos sentaron casi al llegar. La sala está decorada en el más estricto estilo árabe, con sus cerámicas coloridas, sus lámparas rebuscadas, sus arcos y columnas típicas... y las mesas son unas grandes bandejas de metal puestas sobre unas patas de hierro, así que de entrada tienes la sensación de que vas a comer en un escenario sacado de las mil y una noches (es imposible en estos casos evitar el imaginario orientalista). Tomé una foto de la sala, pero no quedó muy nítida, porque pretendí tomarla sin flash para no incordiar a los presentes. A uno le da cierta vergüenza comportarse como un vulgar turista en estos sitios. Igual te la pongo aquí para que te hagas una idea, bajo la promesa de que la próxima vez que vayamos me esmeraré en tomar una foto más decente.
Lo que todo el mundo come aquí es couscous en sus distintas variedades y té de menta, además de los deliciosos dulcitos que te traen a la mesa al final de la comida en una enorme bandeja. Así que nosotros también pedimos nuestro respectivo couscous, el mío vegetariano, el de Lyo con Kafta. De más está decir que comimos riquísimo, acompañados por los pajaritos que entran y salen del comedor al jardín y que esperan que uno se descuide para volar raudos sobre las mesas a comerse los restos. No se puede decir que hay sólo locales en el lugar. Más de uno andaba con su guía de París viendo a ver qué plan armaba para la tarde. Pero la verdad es que es un ambiente mucho más relajado que los típicos lugares turísticos y algunos de los comensales parecían estar habituados al lugar. Nos costó un enorme esfuerzo tomar impulso para salir de ahí a cumplir con la jornada que nos habíamos propuesto.
De la mezquita a la Plaza Italia hay unas ocho cuadras largas. Es el borde entre el quinto y el décimo tercer arrondissement, así que la ciudad va cambiando lentamente a medida que se camina hacia el sur. Se van dejando atrás los pequeños edificios del Quartier Latin y va poco a poco apareciendo una ciudad más moderna, con edificios más altos y apartamentos más modestos. Las tienditas se vuelven menos pintorescas y más pragmáticas, son las que usa la gente que día a día transita por la zona, no los turistas en busca de recuerditos. En esta zona está la fábrica de Gobelinos más antigua de la ciudad (o la única que queda, no sé). Así que hay varias tiendas dedicadas a vender todo tipo de tejidos, alfombras y telas de tapicería.
Al llegar a la Plaza Italia la ciudad parece convertirse en otra. En el extremo sur de la plaza hay un enorme centro comercial construido en acero y vidrio. Lyo decía que se sentía en el Tolón en Las Mercedes. Yo le comentaba que aquí es donde están los verdaderos parisinos que él tanto ha estado buscando, los “auténticos”. No creo que haya un parisino “auténtico”, pero sin duda el promedio debe pasar más tiempo en lugares como éste que en la Ile de la Cité.
Dimos una vuelta por el centro comercial. Nos tomamos un café para poder afrontar el resto de la tarde y no aguantamos mucho más el calor y el gentío. Los centros comerciales aquí no están climatizados como en Caracas y en verano te puedes morir del calor. No parece ocurrírsele a nadie que una buena ventilación, a falta de un aire acondicionado central, mejorarían mucho el ambiente. Para colmo, ésta es época de rebajas y todo el mundo parece estar intentando comprar el último objeto en oferta de la temporada. Salimos acalorados y aturdidos en busca del Bouleverd Vincent Auriol, que nos llevaría a la Biblioteca Nacional. Es un camino largo y no hay nada interesante que ver, porque se camina todo el tiempo al lado de una línea del metro que está en reparación y es horrorosa. Finalmente, cuando estábamos al borde de desfallecer de calor, llegamos a la biblioteca.
La verdad es que el lugar me decepcionó. Me pareció inhóspito, vacío, seco. Son cuatro edificios ubicados como en las cuatro esquinas de un inmenso rectángulo (se supone que representan cuatro libros abiertos). A primera vista la explanada está vacía, pero si uno se acerca se da cuenta de que hay un jardín en el centro, unos cuatro pisos más abajo, donde está la entrada a las salas de lectura. No me puedo imaginar cuál fue la idea detrás del diseño de este espacio tan poco acogedor. Estuvimos un rato echando broma sobre la “moraleja” de la historia detrás del diseño. Sólo se nos ocurrió que los arquitectos quisieron mostrar que para llegar a la sabiduría hay que atravesar un largo desierto, enfrentando los elementos, el frío y el calor, la sed y el hambre, en la más absoluta y devastadora soledad. Si el que busca el saber persiste lo suficiente y no se queda en el camino, le será dado acercarse al oasis hundido en el medio del desierto y allí, como el agua que calma la sed, le será otorgado el saber por el que tanto luchó sin desmayo... o algo parecido.
Por ese inmenso terraplén de tablas no se puede pasear en bicicleta, ni patinar, ni patinetear, como bien lo advierten una serie de antipáticos letreros. Lo único que se puede hacer es soportar el sol que cae a plomo sobre tu cabeza y uno se imagina que en invierno es peor, porque debe hacer un frío que hiela. Al borde de la explanada hay una serie de escalinatas en las que –por suerte- uno puede sentarse a mirar el Sena. Es el único lado amable de todo el lugar. Así que en vez de quedarnos observando la planicie inhóspita, o bajar a las salas de lectura, preferimos el llamado del agua y cerramos el día comiéndonos un helado y tomándonos una sidra a las orillas del amable río.
De regreso a la casa descubrimos una piscina pública que ¡flota! al borde del Sena... ¡solamente aquí puede suceder una cosa como esa! Te debo una foto del lugar, porque al final del día nos quedamos sin pilas en la cámara.
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