martes, 24 de junio de 2008

Con Alonzo en París (Primera parte)



Amiga,

Aquí va la primera parte del cuento que te ofrecí sobre Alonzo en París. Tú conoces a mi papá y sabes que lo menos que se puede decir de él es que es de lo más idiosincrático. Si estuviéramos en el siglo XIX y ésta fuera una crónica costumbrista, Alonzo sería exactamente el personaje de “Un llanero en la capital”. La diferencia es que este llanero, nacido y criado en San Fernando de Apure, estudió en la Universidad Central de Venezuela, vivió gran parte de su vida adulta en Caracas y es un típico venezolano del siglo XX. Con eso quiero decir un venezolano de su tiempo. Mi papá nació en 1930 y aunque no ha cumplido los ochenta años cada tanto le recuerda a uno que está a punto de cumplirlos. Eso significa que ha vivido y sigue viviendo en el siglo pasado, y que a sus habituales características se han agregado las chocheras típicas de la edad, así que viajar con él no es fácil.

El primer inconveniente es que se cansa. No porque esté viejo, en realidad, sino porque no camina jamás. Esa es una de sus características de venezolano típico: va de la puerta de la casa al carro, de ahí a media cuadra máximo de donde tiene que hacer cualquier diligencia y de ahí al carro y de nuevo a la casa. Caminar parece ser, para los venezolanos de clase media, lo que era trabajar o tener un oficio para los británicos del siglo XIX: algo que sólo hacen los desposeídos, los pobres de la tierra. Y te puedes imaginar que conocer París, sin caminar largo y tendido, es un completo desperdicio.

Así que durante tres días estuvimos literalmente “arreando” a Alonzo para que caminara más de dos cuadras a la vez sin sentarse a descansar. Aún así el tiempo nos rindió y logramos ver los típicos monumentos o lugares de peregrinaje del turista básico: Notre-Dame, el Louvre, la torre Eiffel, el arco del triunfo, el Sacré Coeur y Montmartre, con su Moulin Rouge... y hasta logramos que caminara un rato por el barrio latino. La verdad es que estaba encantado con todo y para nosotros resultó interesante volver a los lugares llenos de turistas a los que no habíamos regresado desde la primera vez que estuvimos en París, con excepción de Notre-Dame y el barrio latino a donde siempre volvemos.

Cuando uno ya conoce un lugar y ha dejado de observarlo con ojos de visitante, es de lo más curioso ver las reacciones típicas de todo turista ante monumentos tan emblemáticos como el Arco del Triunfo o la Torre Eiffel. Primero es el asombro, luego –inevitablemente- la foto. Lo que parece interesale al turista no es el lugar en sí que está visitando, sino la foto que se tiene que tomar para mostrarla más adelante y probar que en efecto estuvo ahí. La segunda cosa es comprar algún objeto que le recuerde el lugar que visita. Por eso hay tantas tiendas de “recuerdos” en los sitios turísticos. Estas dos compulsiones se basan en un presupuesto previo: que esa será la primera y única vez que estarán en el lugar y hay que acumular la mayor evidencia posible de esa visita única.

Por supuesto, Alonzo no es una excepción a esta regla. Pero, siendo como es de particular, mi padre tiene su manera de hacer lo que todos los turistas hacen. En primer lugar, cuando decide que un sitio es digno de una foto se detiene en medio de la acera –sin importar a quién esté estorbando ni cuánta gente tiene que cambiar de rumbo para esquivarlo–, se registra con calma el bolsillo donde tiene la cámara y procede a sacarla y encenderla con toda la parsimonia del caso. Enfoca lo que quiere que salga en la foto, pero no la toma, porque obviamente él quiere aparecer junto al monumento en cuestión, así que te ordena que te pares donde él está y que le tomes la foto exactamente desde el lugar que él te indica con lujo de instrucciones (insisto en que todo esto sucede por lo general en el medio de una congestionada vía pública). Cuando tiene un ataque de generosidad y quiere que tú salgas en la foto, te da instrucciones precisas de dónde te tienes que sentar y hacia dónde tienes que mirar para que él pueda fotografiarte donde cree que debe ser. Si sigues al pie de la letra sus instrucciones, entonces se dispone a tomar la foto.

Pero aquí viene un paréntesis imprescindible, que tiene que ver con el uso de las nuevas tecnologías. Alonzo se acaba de comprar en Madrid una cámara digital que apenas está aprendiendo a usar y, claro, no es fácil que se acostumbre. Como todas las cámaras digitales, ésta tiene una pantalla negra que sirve de visor y al mismo tiempo de reproductor de las imágenes que ya se han tomado. Si uno la coloca en un ángulo determinado, la pantalla se vuelve un espejo y en lugar de dejarte ver lo que quieres fotografiar te refleja a ti intentando tomar la foto. No es grave y se puede resolver apenas cambiándose un poco de lugar o inclinando ligeramente la cámara, para evitar que la luz te refleje. Pero para Alonzo éste es un problema técnico insuperable. Cada vez que se ve a sí mismo en la cámara se enfurece y no logra disparar, porque la cámara no lo deja ver la imagen que quiere captar. Se dice fácil, pero si tú eres uno de los objetos que Alonzo quiere fotografiar, digamos, al lado de la pirámide del Louvre a las cuatro de la tarde, bajo el inclemente sol del verano, el asunto se complica. Puedes estar veinte minutos achicharrándote mientras Alonzo se queja de que no puede tomar la foto porque no te ve... El tema de las fotos daría para escribir veinte páginas más, así que lo dejo de ese tamaño.

El otro tema es el de las compras compulsivas de souvenirs. Es todo un espectáculo ver a Alonzo entrar en una tienda de “recuerditos”. Te puedes imaginar que hay miles de esas tiendas en París, tal vez más de las que hay en Londres o en Edimburgo, por ponerte un ejemplo que conozco. Todas son iguales y venden las mismas cosas. Lo único que cambia es el nombre de la ciudad que está estampado en cada perolito. Pero eso sólo lo aprendes cuando has visto ya unas cuantas. El primer día que caminamos por la ciudad yo quería que llegáramos a Notre-Dame antes de que la cerraran. Creía que a las cinco iba a estar cerrada así que hice lo posible por llegar antes de esa hora. Le dije a mi papá que teníamos que apurarnos y que ya habría tiempo de comprar cosas en los otros dos días que nos quedaban.

Nos bajamos en la estación de metro más cercana y sólo teníamos que caminar dos o tres cuadras, pasando por el Hotel de Ville, hasta llegar a Notre-Dame. Pero resulta que en esas tres cuadras hay tal vez la concentración más grande de tiendas de recuerditos para turistas que existe en todo París. Y, por supuesto, antes de ver siquiera un palmo de la ciudad luz, Alonzo ya necesitaba comprar souvenirs. Había logrado torearlo para que no entrara en las primeras dos tiendas que vimos, mostrándole los edificios, explicándole dónde estábamos y por qué ese lugar era interesante. Pero mis explicaciones le entraban por un oído y le salían por el otro, porque él estaba interesado sólo en dos cosas, después de las fotos: las mujeres –bonitas, feas, flacas, gordas, jóvenes, viejas...– y las tiendas de recuerditos. Así que en la primera oportunidad en que me distraje se metió en una tienda con la excusa de ver si tenían un “pelo ´e guama” de su tamaño y ahí se instaló por más de media hora.

Sólo a un llanero venezolano se le puede ocurrir buscar un sombrero “pelo ´e guama” en París, pero así es de idiosincrático mi padre. O, más bien, esas excentricidades le sirven para salirse con la suya cuando quiere. En este caso, lo que en realidad quería era comprar recuerditos, ¡sin haber visto más de media cuadra de la ciudad!. Total que lo acompañé a elegir una gorra, una franela y una navaja, todas con el flamante letrero de París (después compraría unos llaveritos en Montmartre y no me acuerdo qué más). Pero mi padre no es el tipo de comprador que elige tres cosas, paga y se va. No. Él tiene que ver todos y cada uno de los productos que hay en la tienda. Tiene que tocarlos, desplegarlos, abrirlos o cerrarlos, hacer comentarios sobre cada textura, color, forma o material. Tiene que acordarse de otros objetos similares que ha comprado o ha querido comprar y no ha podido. Y, sobre todo, tiene que antojarse siempre de algo que no ve en los estantes y tiene que insistir en que uno “pregunte” por tal o cual talla, por tal o cual color. No importa cuántas veces le expliques que no hablas francés y que no sabes cómo preguntar eso, él siempre va a insistir en que “preguntes”. Si uno no le hace caso él va y pregunta directamente en Español. Y cuando el sujeto que lo atiende demuestra no comprender el idioma, él no se inmuta y repite la pregunta más lento y en voz más alta, como si la lentitud y la vociferación fueran el remedio más expedito para el monolingüismo...

Total que cuando finalmente salimos de la tienda de recuerditos ya era tarde. Logramos llegar a Notre-Dame, sin embargo, y no estaba cerrada porque en verano los horarios se extienden hasta más tarde. Pero había una larga cola de turistas intentando entrar y no pude convencer a Alonzo de que realmente valía la pena ver por dentro esta iglesia. Para él “todas las iglesias son iguales” y no hay manera de convencerlo de que hay excepciones a su regla. ¡Ni siquiera frente a una de las catedrales más imponentes del mundo! Pero eso sí, me dio detalladas instrucciones para que le tomara una foto. Y las instrucciones se extendieron, como puedes ver en la imagen que te colgué arriba, a los paseantes y turistas que pretendían aparecer coleados en su idea de la foto perfecta...

(Continuará)

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