domingo, 29 de marzo de 2009
Un estímulo
Amiga,
Justo después de escribir la entrada en la que me quejaba de la falta de estímulos me acordé de un texto que había pretendido citar en una nota anterior, asumiendo de manera errónea que era de Pérez-Reverte. La confusión tal vez vino porque Pérez-Reverte tiene un libro sobre crónicas de guerra que se llama Territorio comanche, y en mi memoria disléxica comanche y apache se volvieron una misma cosa.
Pero resulta que no. Que el texto que quería citar no era de Pérez-Reverte, sino de Francisco Casavella, escritor barcelonés que murió en diciembre del año pasado de un infarto, cuando apenas tenía 45 años y acababa de ganarse el premio Nadal con su última novela, Lo que sé de los vampiros. También es autor de una muy celebrada trilogía, El día del Watusi (2002) donde la protagonista es la ciudad de Barcelona. Me da vergüenza decirlo, pero me acabo de enterar de su muerte hace apenas unas horas.
Para expiar mis culpas te copio abajo parte del texto de Casavella (quien en realidad se llamaba Francisco García Hortelano) donde habla del novelista como un guía mestizo –no apache, como recordaba. El texto se llama, Guías mestizos, dioses antiguos y novelitas inútiles:
(...)
Por lo general, y muchas veces de un modo esquinado y abúlico, a la novela se le tiende a buscar una utilidad más sólida que el mero juego intelectual con algunas resonancias metafísicas, sociales o emocionales. Y si no hay utilidad, por lo menos que haya respuestas. Y eso es muy difícil, por no decir absurdo, porque hoy en día nadie cree en la utilidad de la paradoja, anegados todos por la invasión del simulacro, por la excelente reputación de una emboscada farsa, por la fascinación de miradas atónitas ante rabos que menean perros con la indiferente complicidad de los centinelas de lo real.
Podríamos afirmar que una paradoja es la brillante forma de la inquietud, la expresión de una dificultad insuperable para el pensamiento racional. O la permanencia del carácter ambiguo de los seres humanos, de su relación y de las situaciones grandes y pequeñas, graves o ligeras, que generan esas relaciones ambiguas entre seres humanos ambiguos en un mundo al que, si no queremos trivial, se nos mostrará áspero y caótico. Paradoja es también el esfuerzo del individuo por captar la verdadera esencia de las cosas, su misterio, y la duda continua ante la formación poliédrica de esas mismas cosas, representadas en su memoria por el sentido múltiple y variable de un tiempo pasado que pensaba como propio. El novelista es un cazador de paradojas que luego teje y modela con intención arquitectónica hasta construir pequeños hoteles a la orilla del mar, o sólidos edificios urbanos, o inmensas catedrales orientadas a Jerusalén (o a Atenas).
A continuación, sin intentar ser ingenioso, voy a intentar la paradoja. Y la paradoja que ensayo es explicar por medio de un ejemplo cinematográfico la necesidad de aguantar, y hasta leer, a un novelista inútil que escribe novelas inútiles.
Recurriré al género del Oeste, tan rico en arquetipos. Y el arquetipo que me parece explicación cabal del papel del verdadero novelista en nuestra sociedad es el guía mestizo.
Hagan memoria. Los cineastas suelen utilizar al guía mestizo como el mensajero de una tragedia o de un peligro. El guía mestizo precede a la caballería y la informa sobre los planes y el territorio de los indios. Ese guía mestizo, por lo general, es feo, posee algún tipo de deformación y suele desaparecer a media película. Del guía mestizo se duda, casi nunca se sabe si está con nosotros o está con ellos, y ésa es la causa fundamental de que tampoco se tome en cuenta su esquinado relato sobre las posibles acciones del enemigo. Del guía mestizo sabemos muy poco: que lleva un uniforme desarrapado, mitad indio, mitad yanqui, coronado a veces por un par de plumas, un gorro de piel de nutria o un sombrero ajado que a buen seguro le robó a un muerto. De un bolsillo asoma siempre el cuello de una petaca de agua de fuego.
El guía mestizo no pertenece a ningún bando. Habla, sí, el lenguaje de la tribu, se adentra en territorio enemigo y vuelve luego para contar lo que ha visto. Encima, el maldito se expresa con un discurso que se pretende enigmático, cargado de paradojas. Se empeña en decirnos que las cosas no son lo que parecen, que esa huella no es esa huella, que a los apaches, si se les ve, es que no son apaches. Desde luego, no cree en lo racional del ejército, en sus tácticas, en sus sistemas, en su disciplina, en su cadena de mando, en sus conductos reglamentarios y en sus ambiciones destempladas de fanfarria, vanidad infantiloide y sala de banderas.
Lo que cuenta puede ser verdad o mentira. En un caso o en otro, pagará por ello.
Con el verdadero novelista inútil de nuestros días sucede lo mismo que con el guía mestizo. Es feo, su oficio es consecuencia de algún tipo de malformación física o espiritual, y si no hace carrera, si no se convierte en funcionario o académico, o no logra alcanzar un éxito ajeno por completo a la literatura, es muy posible que su presencia se esfume. Al novelista, si le pedimos algo, si tan listo es, le pedimos respuestas, tesis, moralejas, compromisos. Y él se empeña sólo en formularnos preguntas, nos expone situaciones, crea conflictos sin tomar partido. Encima, muchas veces, esas situaciones adolecen de una clara falta de seriedad, son cómicas, o excesivas, o discretas y esquivas a la hora de transmitir los matices más profundos de su contenido. El verdadero novelista inútil está decididamente contra nosotros y, en verdad, no sabemos si domina ese lenguaje de la tribu, o si lo que nos cuenta no es más que un camelo para hacernos perder el tiempo o caer finalmente en la trampa. El verdadero novelista inútil, aunque parezca mentira, es inútil. Y eso lo sabíamos ya en el momento en que espoleó su caballo para cruzar el río que marca la frontera con el territorio apache. No será necesario escucharle cuando vuelva. Sobre todo, si se alarga, si entra en detalles, si se hace el oscuro. Nadie aguanta a ese mestizo tuerto cuando se pone misterioso y formula paradojas. Cuando nos da a entender, muy poco a las claras, que sus tonterías, sus historias del hombre sin orejas y el dios de la lluvia, nos son de algún modo necesarias.
Luego llegan los bárbaros y la masacre. Y nada tenemos que agradecerle al guía mestizo, porque la Historia nos enseña que los bárbaros siempre acaban llegando y la vida pretende que siempre sea demasiado tarde.
(...)
Hasta aquí el fragmento del texto de Casavella. En la entrada original en la que lo mencioné inserté el enlace en el que puedes leerlo completo, pero igual lo repito aquí para evitarte el trabajo.
Hablando de estímulos, no creo que podamos encontrar nada mejor.
Un abrazo,
r
viernes, 27 de marzo de 2009
Sin estímulos
Amiga,
Tengo días leyendo textos de revistas de divulgación y desde el miércoles he estado estudiando la revista “El desafío de la historia” para la que debo escribir seis escuetas páginas sobre la cultura y la literatura del tiempo de Pérez Jiménez. La revista planea un dossier sobre el tema y gracias a Luis Ricardo, nuestro amigo común, estoy en esto. Pasé tres o cuatro años leyendo la prensa del período, viendo películas que se filmaron en la época y leyendo todo lo que me caía en las manos sobre la dictadura y resulta algo frustrante tener tan poco espacio para contarlo todo. Pero no me quejo, ha sido un buen ejercicio.
Entre otras cosas, porque me ha obligado a sentarme a escribir con el oxidado cerebro académico que me queda. Y creo que poco a poco lo voy logrando. Ahora sólo tengo que quitar 80 caracteres que me sobran, y eso es nada comparado con los más de once mil que sobraban cuando comencé. Pero no he estado sólo condensando un texto demasiado largo. También he estado simplificando el pesado lenguaje de los especialistas y recortando mis ya endémicas frases largas.
Gracias al calentamiento paulatino de mi cerebro académico, estoy retomando algunas ideas olvidadas. Me animé pensando en la posibilidad de editar un libro con textos dispersos de una de las autoras de los años cincuenta que trabajé para mi ascenso. Retomé el interés por un par de traducciones que quiero hacer, una de ellas una antología de cuentos. Se me ocurrieron nuevas ideas para un artículo que tengo pendiente escribir sobre Federico Vegas y la novela histórica, a propósito de Falke... Al menos en ideas, ésta ha sido una semana productiva.
Pero no necesariamente ha sido prolífica en resultados. En realidad estoy evadiendo la escritura que se supone que debería estar haciendo: no tengo un cuento que subir a mi blog para este mes. Tengo una cantidad de notas sueltas, pero nada escrito en firme. En vista de que el final del mes se acerca, pensé que debía colgar un simple anuncio diciendo que no hay cuento esta vez, que otra vez será. Pero luego se me ocurrió una muy buena idea para una historia que tal vez pueda comenzar a escribir y subir una versión preliminar que pueda corregir con más calma más tarde (como sabes, soy una correctora obsesiva). Ya veremos si puedo hacerlo antes de que el terrible marzo se termine...
La novela, que quería tener al menos en borrador completa para septiembre, está dispersa en notas que no terminan de cuajar. Tengo ideas claras sobre el argumento y los personajes, pero algo no me suena y en lugar de sentarme a escribir y corregir sobre algo escrito, que es como se debe hacer, estoy paralizada y muda. No encuentro el modo de contar la historia y ninguna de las aproximaciones que he ensayado me convence.
Ayer descubrí que la razón es que no tengo el más mínimo estímulo. Y no se trata de que mis amigos y lectores asiduos me manden amistosos emails diciéndome lo mucho que les gusta lo que escribo. Se trata de no tener un propósito claro, una sensación de pertenecer a algo en lo que el trabajo de uno haga click, como si dijéramos “la literatura venezolana” o algo parecido. Cuando uno intenta escribir desde lejos, pensando en la tierruca, la nostalgia se te va poco a poco descalabrando y te quedas sin piso. Sobre todo si eres de los seres que en realidad no cree demasiado en nada y la fe en lo que haces te falla tres de cada cuatro veces.
Me sentí acompañada, sin embargo, leyendo un cuento de Bolaño, que descubrí primero en la versión en inglés que publicó la revista cultural que sale los domingos en el Times y que luego encontré en internet. En ese cuento que en español se llama “Encuentro con Enrique Lihn” (puedes leerlo aquí) el narrador sostiene que todos los escritores, en algún momento de su carrera, se sienten íngrimos y solos. Y yo, que muy pocas veces me atrevo a llamarme a mí misma escritora, decidí que estoy en una de esas etapas. Al mismo tiempo íngrima y confundida. Con muchos proyectos y cero estímulos.
Por eso me he refugiado en mi cerebro académico, hasta nuevo aviso. Espero no quedarme varada ahí para siempre.
Cariños muchos,
r
lunes, 23 de marzo de 2009
Un día en Londres
Amiga,
El viernes estuvimos en Londres. No sé cuántos años hace que no iba, creo que tres o cuatro. Lyo tenía que ir a una conferencia y yo me antojé de acompañarlo. Cuando tuvimos que levantarnos a las cuatro de la mañana para agarrar el primer avión que salía de Edimburgo a Londres, la idea ya no me pareció tan buena, sobre todo porque no había dormido casi nada –tragedias de insomne- y un dolor de cabeza amenazaba con echarme a perder todo el día. Pero un par de buenos croisants y un café enorme en el aeropuerto le cambiaron el rumbo a la mañana.
Londres nos recibió con un día espléndido. Hacía frío, pero un frío decente de primavera y casi nada de viento. Llegamos directo al centro en el metro y al salir en Russel Square caminamos por nuestro antiguo vecindario como en un sueño. Todo nos parecía limpio, más amplio y más colorido de lo que recordábamos. Dejé a Lyo en su conferencia y me fui a caminar hacia Charing Cross Road para recordar viejos tiempos, ver librerías y pasearme por algunos de mis lugares favoritos, que te muestro a continuación en fotos.
Después de una larga vuelta por los recovecos que van de Russell Square a Charing Cross Road, aterricé en Leicester Square, uno de los sitios en Londres que me produce al mismo tiempo fascinación y rechazo. No es un lugar bonito, está lleno de gente y todo el tiempo están construyendo algo. Pero es un lugar al que siempre vuelvo porque me recuerda las decenas de películas que vimos ahí y me hace sentir en el mero corazón de la ciudad.
De ahí se puede caminar al barrio chino o a Piccadilly Circus en apenas un par de minutos. También están cerca Regent Street y Oxford Street, que son las calles donde se concentran las tiendas y la gente que va a la ciudad a comprar, por lo que no son precisamente mis lugares favoritos. Pero entre esas dos calles está una librería en la que venden libros en español. Estuve tratando de acordarme dónde quedaba la bendita librería, pero no hubo manera de que diera con ella, así que volví para atrás, porque ya me estaba pegando el hambre.
Bajé hasta la National Gallery, donde me senté a comer algo en uno de mis lugares favoritos de comida rápida –se llama Pret-a-Manger. Creo que fue el único sitio donde vi realmente multitudes. Londres estaba llena de gente, pero hay espacio para todos y la verdad es que no molesta. De hecho, esta es la primera vez que camino por Londres sin que nadie me lleve por delante. En todo caso, creo que no me hubiera importado que me dieran un empujón o dos. Cuando vives aislada en el monte, a veces un baño de multitud hace falta.
De ahí caminé un rato hacia St.James Park, sólo por la curiosidad de saber si ya había flores y retoños. Pero no, los árboles pelados del parque están todavía esperando la primavera. Me regresé por la vieja Strand. Me paré en la estación Charing Cross a mirarla un rato -es una de mis favoritas- y a usar los baños, que no son gratis pero están limpios. Seguí un rato por Strand casi hasta donde está el King´s College, mi viejo lugar de estudios. Pero antes de llegar crucé hacia Covent Garden, donde me esperaban mejores recuerdos.
En Covent Garden hay un mercado que siempre me ha parecido el lugar que a ti más te gustaría si pasearas por Londres. Con sus artesanos vendiendo sombreros, trapos, fotos, cuadros, joyas en plata y piedras raras. Todo el lugar huele a mil cosas al mismo tiempo, pero sobre todo a perfumes fuertes de velas y jabones. Un quinteto de cuerdas estaba tocando en un pasillo y me quedé a escuchar un rato. Me sentía como si nunca me hubiera ido.
Pero ya me dolían los pies y necesitaba urgente un lugar donde sentarme, así que me enfilé al British Museum, que es uno de los mejores refugios que se pueden encontrar en esta inhóspita ciudad. Me encanta la cúpula que cierra el techo en el nuevo foyer del museo. Es un espectáculo de luz y la gente entra y se maravilla, con razón, de estar en un espacio tan inmenso y al mismo tiempo a salvo de los elementos.
Estuve un rato largo sentada en uno de los bancos del patio techado, tomando fotos y viendo pasar a la gente, hasta que me decidí a explorar un poco y me encontré con este espectacular mural de cerámica china en el que se mezclan dragones y flores.
Cada cuadro completa al siguiente y es al mismo tiempo independiente de los demás. Según indica el recuadro que informa sobre la procedencia del mural, originalmente adornaba la fachada de un edificio que fue demolido. Lo que implica que el mural se salvó gracias al museo. Nunca le he creído demasiado a los curadores del Museo Británico, porque siempre me ha parecido que todos los objetos antiguos que exhiben son producto de algún tipo de crimen cultural. Y no puedo dejar de repetir, como un mantra, cada vez que atravieso sus puertas, la frase de Walter Benjamin: “No hay un documento de civilización que no sea a la vez un documento de barbarie”. Por eso nunca he terminado de reconciliarme con los museos como éste. Pero, en fin, lo salva el patio techado y la vieja biblioteca que se puede visitar para ver dónde se sentaron, durante años, señores eminentes, como un tal Carlos Marx.
Se hacía tarde y Lyo y yo habíamos quedado en reencontrarnos en Russell Square -en la foto con su nueva fuente a ras de suelo- para caminar juntos por nuestro viejo vecindario, comer algo rico en uno de nuestros restaurantes favoritos –Hare & Tortoise- y mirar nuestra vieja calle. Nos llevamos una sorpresa agradable, porque nuestro viejo lugar de compras se había convertido en un centro comercial de lo más trendy y chic. Hasta el restaurancito chino en el que matábamos el hambre por cinco libras todos los domingos se había reubicado en una esquina de lo más elegante. Comimos delicioso!
Con la barriga llena y el corazón contento caminamos hacia nuestra vieja calle, Lambs Conduit. El edificio en el que vivimos por tres años estaba idéntico. Nuestro flat en la planta baja se veía igual que antes, con más peroles en las ventanas y claros signos de gente viviendo ahí desde hace mucho tiempo. Sentí una nostalgia boba, de esas que se te vienen encima sin tristeza, más bien con una pizca de emoción de haber estado ahí y de ya no estar más.
La calle estaba como más limpia, más iluminada y alegre. Hasta un Starbucks habían puesto en la esquina! Qué no hubiéramos disfrutado nosotros de ese café si lo hubiéramos tenido a mano en nuestros tiempos... o tal vez no, porque en los años en que vivimos en estos predios –de 1999 al 2001- Lyo le había declarado una guerra a Starbucks y no se dignaba a atravesar sus puertas.
Agarramos un autobús para acercarnos a la city, porque yo quería darle una mirada a la Tate Modern antes de irnos. Nos encontramos con la sorpresa de que los pasajes han subido a dos libras, así que pagamos cuatro por rodar apenas unas cuadras. Pero ni modo, mis pies no daban para mucho más. Siempre me ha parecido un espectáculo cruzar el puente peatonal que une la catedral de St. Paul y la nueva Tate. Seguía haciendo un día hermoso y el río parecía hinchado de agua.
Dentro de la Tate había varias exposiciones, como siempre. Pero sólo nos detuvimos a ver la exhibición desplegada en lo que llaman el patio de turbinas. No sé si sabes que la Tate Modern está ubicada donde antes había una inmensa fábrica y cuando entras te encuentras con ese inmenso espacio que parece abarcar cuatro o cinco pisos.
En estos días la exposición ubicada en el patio de turbinas se llama TH.2058 y es de Dominique González-Foerster. Representa un tiempo en el futuro en el que la ciudad está colapsada por una lluvia que no cesa y la gente debe refugiarse en espacios llenos de literas que recuerdan campos de concentración futuristas. Cuando entras escuchas las gotas de lluvia y te da una sensación angustiosa de humedad y frío. En cada litera hay un libro. Nos sorprendió encontrar entre ellos a Borges y a Bolaño. Si te da curiosidad ver más de la exposición, puedes verla aquí. Si quieres escuchar el sonido de la lluvia y ver fotos relacionadas con el montaje de la exposición, entra aquí.
Teníamos la esperanza de poder tomarnos un café con calmita antes de irnos al aeropuerto, pero todo parecía estar cerrado a las siete de la noche. Así que enfilamos hacia el metro por calles medio desiertas y nos despedimos de Londres con algo de nostalgia y haciendo listas de todos los lugares que no visitamos. Al final llegamos a la conclusión de que valió la pena, aunque llegamos a Edimburgo casi a media noche, destrozados y medio dormidos. Por suerte, tuvimos todo el fin de semana para descansar!
Bueno amiga, espero que te haya gustado el paseo. Sigo pensando que un día lo vamos a hacer juntas.
Cariños,
r
lunes, 16 de marzo de 2009
De Morábito y esponjas
Amiga,
Siempre he creído que la buena escritura es independiente de su objeto y que cuando uno lee temas se equivoca, porque lo que cuenta no son los temas sino los modos de escribir, las cadencias, los sonidos e ideas sueltas que se juntan. A veces es difícil de probar. Pero de vez en cuando te encuentras con un texto que lo dice todo. Mi amiga Gina, apasionada lectora y traductora al italiano de Fabio Morábito, me despertó la curiosidad por este poeta y cuentista ítalo-mexicano. Desde ayer he estado leyendo algunos de sus textos y hoy no tengo otro remedio que citarlo. Porque es lunes de limpieza y sólo tengo cerebro para absorber y porque las esponjas limpian y nos limpian. Y porque no hay manera de que alguna vez yo logre escribir así de bien ...así que cito:
La esponja
de Fabio Morábito
Si en un plano colocamos un cierto número de pasillos y galerías que se cruzan y se comunican, obtenemos un laberinto. Si a este laberinto le conectamos por todas partes, arriba, abajo y a los lados, otros laberintos, es decir otros planos de pasillos y galerías, obtenemos una esponja. La esponja es la apoteosis del laberinto; lo que en el laberinto es todavía lineal y estilizado en la esponja se ha vuelto irrefrenable y caótico. En la esponja la materia galopa hacia afuera, repelente a cualquier centro. Es dispersión pura. Imaginemos una manada de animales que huyen del ataque de un felino y, dentro de esa manada, a un grupo de individuos situados bastante lejos de la fiera pero no por ello menos aterrorizados. Ese trozo de manada marginal pero no periférico, cargado de terror pero relativamente a salvo, es una esponja, mezcla de delirio e invulnerabilidad.
Es esa mezcla lo que nos hace sentir que la esponja es la herramienta menos dueña de sí misma, la más exterior, la que no guarda nada y la más nirvánica. Sus miles de cavidades y galerías son como la disgregación que en cualquier estallido precede la pulverización final; su asombrosa falta de peso es ya un principio de caída y ausencia. Frente a eso, la ligereza de una pluma de ave tiene escaso mérito; está demasiado conectada con su pequeñez; es una ligereza que se constata pero que no sorprende. La de la esponja, en cambio, es una ligereza heroica.
Esa ligereza es prueba de su total disponibilidad y entrega. Incluso, de tan extrema, esa entrega parece tomar la forma de una rapacidad insaciable. La esponja chupa y absorbe, pero no tiene ningún receptáculo fuera de ella misma en donde guardar lo absorbido. No tiene aparato digestivo. No procesa nada, no retiene nada, no se adueña de nada. Tan sólo es capaz de prestarse hasta el último retículo. ¿Para qué? Ni ella lo sabe. Por eso no habla, confabula. El agua la invade como una consigna que nadie entiende pero que todas sus galerías repiten con apuro propagándola como un incendio. Ninguna boca queda muda. La esponja es aerífica. De ahí lo fácil que es penetrarla por arriba y por abajo, hurgar hasta en sus últimos escondrijos y aligerarla de todos sus secretos. Basta volverse agua. ¿Y quién no se vuelve agua frente a una esponja? Miremos al hombre que tiene una esponja en la mano, cómo la manosea y la observa; está mimando, sin quererlo, los movimientos del agua. Y el agua no se halla nunca tan dueña de su expresión, de su voz, como dentro de una esponja. Su principal ocupación, que es caer, encuentra en la esponja, en ese escenario concentrado y tangible, una experiencia cabal de todos sus quehaceres y aptitudes, como en un laboratorio. Lo que hace la esponja con sus mil ramificaciones es frenar la caída del agua para que el agua se nombre a sí misma sin dificultad, limpia y humanamente. En la esponja el agua recobra fugazmente manos y pies, tronco, dedos y cartílagos, o sea un germen de autoconciencia, y vuelve a sí misma después de cumplir con una tarea concreta: escudriñar a fondo, sin errores ni olvidos, un cuerpo que permanecía seco. Plenitud no sólo del agua sino del amor.
Pocas cosas, pues, tan de cabo a rabo como la esponja. Es el anonimato en su forma más pura. No tiene carácter, es decir hábitos, manías, reincidencias, callosidades, endurecimientos. Su dibujo capilar es ecuánime, no hay ahí obstrucciones como tampoco vías rápidas, atajos o brechas; cada membrana y cartílago participan con la misma intensidad en la actividad en común. Es como si la materia, por una vez, hubiera renunciado a cualquier acumulación de fuerza en algún punto, a la menor superposición de residuos; como si se hubiera empeñado en fraccionar el menor asomo de ganglio, de veta o de nervio; como si a través de tortuosos cálculos, rodeos, idas, vueltas y repasos incesantes hubiera acabado con toda adiposidad e inercia y terquedad; con toda estupidez. Resultado: una materia ágil y despierta, recorrible y pronunciable. Y algo más: una materia sin poder, ignorante en el sentido más puro, no ajena a la emoción.
La mitad de la mitad de la mitad; he aquí la pequeña ley que rige a la esponja. Una ley que la esponja lleva a cabo con una obstinación y un rigor admirables, y que quiere decir, sin más, la partición al centésimo, al milésimo o a lo que haga falta para neutralizar cualquier intento de sedimentación, de tribalización, de patriarcado. Siendo que su pasión es la confabulación y el jolgorio, la lubricación y el bombeo, lo que necesita son bifurcaciones y desvíos, y desvíos de desvíos, y ramales de ramales de ramales; todo fraccionado, todo a la mitad de la mitad, todo en giro, todo femenino, todo ya.
De ahí su vocación de filtro, de destilante. El filtro, es bien sabido, es una caída frenada al milésimo, una herramienta de disuasión; disuade frenando y mareando. Es un interrogatorio. La culpa, que es siempre un botín, un fardo ilícito, queda al fin en evidencia y neutralizada en forma de grumo. Lo que permanece es la esencia, la pobreza inicial, pues un filtro no es otra cosa que un viaje a contrapelo en busca del comienzo perdido. Es pues un recordatorio, quizá una confesión. Y, paradójicamente, la esponja es la expresión de la desmemoria: no admite sumas ni acumulaciones. Es franciscana. Y otra cosa: tiene temperamento atlético; no puede permitir que nada se enfríe, que envejezca. Así, aunque no lo queramos, cada vez que exprimimos una esponja, en los cartílagos y tendones de nuestra mano se insinúa el secreto deseo, que nunca nos abandona, de rehabilitarnos a fondo, de ser otros, disponibles y ligeros como el primer día. Pues no cabe duda de que el primer día era sencillamente eso, una esponja.
Espero que te parezca tan delicioso como a mí.
Cariños,
r
Siempre he creído que la buena escritura es independiente de su objeto y que cuando uno lee temas se equivoca, porque lo que cuenta no son los temas sino los modos de escribir, las cadencias, los sonidos e ideas sueltas que se juntan. A veces es difícil de probar. Pero de vez en cuando te encuentras con un texto que lo dice todo. Mi amiga Gina, apasionada lectora y traductora al italiano de Fabio Morábito, me despertó la curiosidad por este poeta y cuentista ítalo-mexicano. Desde ayer he estado leyendo algunos de sus textos y hoy no tengo otro remedio que citarlo. Porque es lunes de limpieza y sólo tengo cerebro para absorber y porque las esponjas limpian y nos limpian. Y porque no hay manera de que alguna vez yo logre escribir así de bien ...así que cito:
La esponja
de Fabio Morábito
Si en un plano colocamos un cierto número de pasillos y galerías que se cruzan y se comunican, obtenemos un laberinto. Si a este laberinto le conectamos por todas partes, arriba, abajo y a los lados, otros laberintos, es decir otros planos de pasillos y galerías, obtenemos una esponja. La esponja es la apoteosis del laberinto; lo que en el laberinto es todavía lineal y estilizado en la esponja se ha vuelto irrefrenable y caótico. En la esponja la materia galopa hacia afuera, repelente a cualquier centro. Es dispersión pura. Imaginemos una manada de animales que huyen del ataque de un felino y, dentro de esa manada, a un grupo de individuos situados bastante lejos de la fiera pero no por ello menos aterrorizados. Ese trozo de manada marginal pero no periférico, cargado de terror pero relativamente a salvo, es una esponja, mezcla de delirio e invulnerabilidad.
Es esa mezcla lo que nos hace sentir que la esponja es la herramienta menos dueña de sí misma, la más exterior, la que no guarda nada y la más nirvánica. Sus miles de cavidades y galerías son como la disgregación que en cualquier estallido precede la pulverización final; su asombrosa falta de peso es ya un principio de caída y ausencia. Frente a eso, la ligereza de una pluma de ave tiene escaso mérito; está demasiado conectada con su pequeñez; es una ligereza que se constata pero que no sorprende. La de la esponja, en cambio, es una ligereza heroica.
Esa ligereza es prueba de su total disponibilidad y entrega. Incluso, de tan extrema, esa entrega parece tomar la forma de una rapacidad insaciable. La esponja chupa y absorbe, pero no tiene ningún receptáculo fuera de ella misma en donde guardar lo absorbido. No tiene aparato digestivo. No procesa nada, no retiene nada, no se adueña de nada. Tan sólo es capaz de prestarse hasta el último retículo. ¿Para qué? Ni ella lo sabe. Por eso no habla, confabula. El agua la invade como una consigna que nadie entiende pero que todas sus galerías repiten con apuro propagándola como un incendio. Ninguna boca queda muda. La esponja es aerífica. De ahí lo fácil que es penetrarla por arriba y por abajo, hurgar hasta en sus últimos escondrijos y aligerarla de todos sus secretos. Basta volverse agua. ¿Y quién no se vuelve agua frente a una esponja? Miremos al hombre que tiene una esponja en la mano, cómo la manosea y la observa; está mimando, sin quererlo, los movimientos del agua. Y el agua no se halla nunca tan dueña de su expresión, de su voz, como dentro de una esponja. Su principal ocupación, que es caer, encuentra en la esponja, en ese escenario concentrado y tangible, una experiencia cabal de todos sus quehaceres y aptitudes, como en un laboratorio. Lo que hace la esponja con sus mil ramificaciones es frenar la caída del agua para que el agua se nombre a sí misma sin dificultad, limpia y humanamente. En la esponja el agua recobra fugazmente manos y pies, tronco, dedos y cartílagos, o sea un germen de autoconciencia, y vuelve a sí misma después de cumplir con una tarea concreta: escudriñar a fondo, sin errores ni olvidos, un cuerpo que permanecía seco. Plenitud no sólo del agua sino del amor.
Pocas cosas, pues, tan de cabo a rabo como la esponja. Es el anonimato en su forma más pura. No tiene carácter, es decir hábitos, manías, reincidencias, callosidades, endurecimientos. Su dibujo capilar es ecuánime, no hay ahí obstrucciones como tampoco vías rápidas, atajos o brechas; cada membrana y cartílago participan con la misma intensidad en la actividad en común. Es como si la materia, por una vez, hubiera renunciado a cualquier acumulación de fuerza en algún punto, a la menor superposición de residuos; como si se hubiera empeñado en fraccionar el menor asomo de ganglio, de veta o de nervio; como si a través de tortuosos cálculos, rodeos, idas, vueltas y repasos incesantes hubiera acabado con toda adiposidad e inercia y terquedad; con toda estupidez. Resultado: una materia ágil y despierta, recorrible y pronunciable. Y algo más: una materia sin poder, ignorante en el sentido más puro, no ajena a la emoción.
La mitad de la mitad de la mitad; he aquí la pequeña ley que rige a la esponja. Una ley que la esponja lleva a cabo con una obstinación y un rigor admirables, y que quiere decir, sin más, la partición al centésimo, al milésimo o a lo que haga falta para neutralizar cualquier intento de sedimentación, de tribalización, de patriarcado. Siendo que su pasión es la confabulación y el jolgorio, la lubricación y el bombeo, lo que necesita son bifurcaciones y desvíos, y desvíos de desvíos, y ramales de ramales de ramales; todo fraccionado, todo a la mitad de la mitad, todo en giro, todo femenino, todo ya.
De ahí su vocación de filtro, de destilante. El filtro, es bien sabido, es una caída frenada al milésimo, una herramienta de disuasión; disuade frenando y mareando. Es un interrogatorio. La culpa, que es siempre un botín, un fardo ilícito, queda al fin en evidencia y neutralizada en forma de grumo. Lo que permanece es la esencia, la pobreza inicial, pues un filtro no es otra cosa que un viaje a contrapelo en busca del comienzo perdido. Es pues un recordatorio, quizá una confesión. Y, paradójicamente, la esponja es la expresión de la desmemoria: no admite sumas ni acumulaciones. Es franciscana. Y otra cosa: tiene temperamento atlético; no puede permitir que nada se enfríe, que envejezca. Así, aunque no lo queramos, cada vez que exprimimos una esponja, en los cartílagos y tendones de nuestra mano se insinúa el secreto deseo, que nunca nos abandona, de rehabilitarnos a fondo, de ser otros, disponibles y ligeros como el primer día. Pues no cabe duda de que el primer día era sencillamente eso, una esponja.
Espero que te parezca tan delicioso como a mí.
Cariños,
r
miércoles, 11 de marzo de 2009
Extrañar el calor
Amiga,
Después de cinco meses de frío el cuerpo comienza a rendirse, a tirar la toalla, como decimos en criollo. Y mi manera de rebelarme ante el frío que no cesa es encerrándome, enconchándome cada vez más, si es que eso es posible. Desde el domingo no salgo a caminar al parque. Desde el domingo me niego a llenarme los zapatos de barro y a empaparme de esa lluvia menuda que te hiela los bordes de los dedos y te congela hasta el pelo.
Miro desde mi ventana el cielo gris, siempre gris desde la mañana hasta la noche –a pesar del sol de ayer-, y pienso que no es humano vivir bajo este clima. Me refugio en mis libros. Leo sobre memoria y diferencia, sobre olvidar y recordar. Porque estoy tratando de reconectar los cables de mi cerebro académico para ver si logro organizar una charla sobre algunas de las cosas que he investigado en un tiempo que me parece ya remoto.
Veo a saltos algunos pedazos de la película Secuestro Express y por un rato vuelvo a Caracas. Las calles del centro, la Avenida Libertador, Parque Central, Las Mercedes y las autopistas. Me acuerdo que mi vecina me preguntó si nosotros teníamos en Venezuela buenas carreteras, si se podía viajar por todo el país. Pues sí, tenemos buenas carreteras, le dije. Se puede viajar de punta a punta del país gastando más bien poco, porque tenemos grandes autopistas y, como producimos petróleo, la gasolina cuesta menos que el agua mineral. Nadie le cree a uno cuando uno dice esas cosas.
Leo entrevistas y reseñas de Secuestro Express. Está todo tan cerca y tan lejos. Me acuerdo de las conversaciones que tuve con colegas, amigos y estudiantes sobre la película. ¿Cómo hablar aquí de esas imágenes? Una de las cosas que me aterra de dar clases sobre América Latina en este país es precisamente sentir al mismo tiempo esa sensación de cercanía y extrañamiento que produce ser de un lugar que es al mismo tiempo tu objeto de estudio.
Cuando estás en Caracas, o en Buenos Aires o en México, estudiar la literatura y la cultura del lugar, ver las películas que hacemos, escuchar nuestras canciones en la radio mientras soportamos una interminable cola, es algo que no tiene que explicarse, que viene dado. Como el clima perfecto, la luz perfecta, el calor insoportable. Pero si estás aquí, en este otro lado de la geografía y de la historia, hablar de tu propia cultura termina siendo un acto de traición.
Es como esa imagen que usa Francisco Casavella para explicar el papel del escritor: la idea del guía mestizo, que viaja a territorio apache y regresa con noticias de un lugar otro, que está lejos y es vagamente amenazante. La tragedia es que perteneces a aquella cultura de la que traes noticias, pero vives en la otra y te ganas la existencia al traducir tu cultura a los términos en que ‘el hombre blanco’ entiende. Eres al mismo tiempo un traductor y un especimen, una muestra etnográfica y un vínculo. Nunca me he sentido cómoda en ese papel.
Ahora que vuelve toda esa incomodidad, porque estoy tratando de retomar mi trabajo académico, entiendo que –como dice mi amiga Gina- puedo regresar de ese territorio remoto desde otro lado. Entre otras cosas porque ya no estoy allá. Estoy en este helado invierno eterno, mirando las calles de Caracas en la pantalla de mi laptop. Y ya no lloro. Sólo me quejo aquí, contigo, por hábito y por necesidad de escribir lo que siento.
Y porque llevo cinco meses luchando contra el frío que no cesa y extraño el calor y los cielos despejados y el olor del centro de la ciudad, en el camino que va de la Plaza Bolívar a la Biblioteca Nacional, que es una de mis caminatas favoritas... y la vista del Ávila desde mi ventana. Y extraño que suene el teléfono y alguien me recuerde que hay algo que debo hacer, un lugar a donde debo ir. O que simplemente suene el teléfono y una voz conocida me salude y me pregunte cómo estoy.
Las cosas que uno extraña después de cinco meses de frío, amiga.
Conversar largo contigo, por ejemplo.
Cariños,
r
domingo, 8 de marzo de 2009
La lectora
Amiga,
La semana pasada fuimos a ver THE READER (Stephen Daldry, 2008). Entiendo que en español la titularon “El lector”, pero podría llamarse del mismo modo la lectora. Porque cada protagonista es a su vez, en un tiempo distinto, lector o lectora. Y es que esta es –entre otras cosas- una película sobre saber o no saber leer y, por eso mismo, es una película sobre el poder del saber o sobre la culpa del saber, que si a ver vamos es lo mismo.
Como seguramente sabes, la película cuenta la historia de un joven llamado Michael Berg, que durante la segunda postguerra –la que se oscurece con la memoria del holocausto- se enamora en Berlín de una mujer mayor, aunque bastante joven todavía –interpretada por Kate Winslet-, de la cual no sabe absolutamente nada. Tiempo después el joven, ya universitario, estudiante de derecho, descubre que la mujer está siendo juzgada por crímenes de guerra. Ella ha sido miembro de las SS y guardia -¿guardiana?- de una de las prisiones satélites del campo de Auschwitz, donde los nazis retenían a los judíos que eventualmente irían a parar a los hornos de exterminio.
Cuando nos enteramos de este terrible pasado ya la película ha desplegado ante nosotros, en una hora larga, la relación de este joven inexperto y totalmente entregado con la misteriosa mujer llamada Hanna. Es una relación desigual que poco a poco va estableciendo sus leyes y entregando sus saberes. En principio, el don que Hanna otorga es el de su cuerpo, lo que le permite establecer la ley del que más sabe, porque es ella la que ha vivido y porque está en su espacio y lo rige con mano dura.
Sin embargo, lentamente, el balance de poder se desliza hacia el muchacho que tiene un saber otro, que en cierto sentido intercambia con Hanna. Es el poder de descifrar la letra. A medida que la relación avanza, la mujer le pide al muchacho que le lea todo lo que le caiga en las manos. Poco a poco, las escenas de lectura van superando en intensidad e interés las escenas amorosas, lo que es –en sí mismo- un logro extraordinario de la película. En esas escenas de lectura vemos a Hanna asombrarse, reír, llorar a moco tendido. Nos conmueve su entrega a la ficción, al mundo misterioso de las palabras. Y en ese momento no sabemos hasta qué punto se trata de una entrega fascinada por el misterio de no saber, de no tener acceso a un saber que es de otros.
Cuando la relación termina de manera brusca, el joven Michael se queda sin explicaciones en medio de un espacio vacío. Un espacio que parece llenarse lentamente con otro tipo de saber. Ya no la educación sentimental que le ofrecía Hanna, sino el duro aprendizaje de las leyes escritas que deben regir la conducta humana. En este otro lado de la hitoria, las leyes están siempre marcadas por la letra y la letra es implacable. Es entonces que llegamos al juicio en el que se establece quién es culpable de qué.
Ante las evidencias presentadas en este juicio el protagonista debe también producir un veredicto, que no tiene nada que ver con la justicia oficial. Su veredicto tiene que ver con perdonarse a sí mismo por haber amado a una supuesta asesina. Y tiene que ver con preguntarse quién es el verdadero culpable, dada la evidencia de que aquella mujer que amaba las historias que le leían, tanto su joven amante como las jóvenes prisioneras que enviaba luego a morir a los hornos, es una analfabeta. Su secreto máximo es no saber leer y antes de revelar ésta, que es su más íntima vergüenza, prefiere aceptar la culpa y admitir una responsabilidad que no le pertenece.
Y es aquí donde esta historia casi privada se convierte en la terrible y dolorosa historia de un genocidio. La película parece buscar un modo de explicar la participación de miles de personas en la masacre de judíos durante la segunda guerra. Y la respuesta parece al mismo tiempo simple y tremendamente difícil de aceptar. Porque Hanna, la guardiana analfabeta, tiene una virtud particular. Es una mujer entregada al trabajo, con una ética de la eficiencia que bordea el perfeccionismo maniático.
No creo que sea exagerado decir que en esta película la culpa recae sobre esa mezcla de eficiencia con ignorancia que echó a andar una máquina de muerte. El cumplimiento ciego del deber, unido a la incapacidad de medir las consecuencias de una eficiencia a toda prueba, termina siendo la explicación para el extendido horror del holocausto. Y no se trata aquí de explicar las razones filosóficas o políticas del nazismo. Se trata de un ejercicio de micro-política: ¿quién hizo qué en el día a día de la masacre?, pero también ¿quién sabía qué? Por eso te decía al principio que, en el fondo, ésta es una reflexión sobre el poder del saber o sobre la culpa del saber.
En la respuesta que esta película ofrece se amontonan fantasmas y esqueletos difíciles de sacar a la luz. Porque, a fin de cuentas, no se trata sólo del pueblo alemán, de su empeño en dividirse y autodestruirse en función de una ideología construida sobre la segregación. Se trata de la naturaleza humana. De la tendencia que tienen todos los seres humanos a dividirse y autodestruirse en función de una ideología construida sobre la segregación.
Y a esa tendencia se opone un ideal letrado. La pasión por la lectura es la que ofrece la solución imaginaria a este conflicto. Los dos protagonistas tienen algo en común que va más allá de sus historias personales, de sus posiciones frente a la guerra y al holocausto, de la línea que separa a culpables e inocentes. La pasión por la lectura resuelve el conflicto convirtiendo a la asesina en lectora y en cierto sentido reivindicándola.
Pero los ideales letrados están lejos de resolver el dilema –digamos- universal que hay detrás de esta pequeña historia. Y esa es tal vez la incomodidad que me produce la solución pacificadora de esta película. Usar el amor al arte para probar la inocencia de un sujeto es caminar por un borde demasiado fino. En estos tiempos en los que hay tanto líder mesiánico por ahí gritando a voz en cuello que el holocausto nunca sucedió, tal vez sea discutible que a la industria del entretenimiento le dé por glamorizar a los nazis de bajo rango, que fueron tan eficientes que lograron matar a seis millones de judíos sin que el mundo exterior se enterara.
Y sin embargo, uno sale de esta película preguntándose no sólo quiénes fueron culpables y por qué, sino también cuántos de nosotros no nos hubiéramos considerado perfectamente inocentes, porque amamos la lectura y hacemos nuestro trabajo de manera eficiente. Como te digo, aquí hay un borde demasiado fino para poder caminar sobre él con un mínimo de seguridad. Y no puedo evitar preguntarme si a cuenta de construir estos lugares de ambigüedad no estamos permitiéndonos olvidar un par de cosas fundamentales. Como el hecho simple de que la vida de un ser humano vale tanto como la vida de otro ser humano, sea quien sea cualquiera de los dos y sean cuales sean sus saberes.
No creo que la discusión se acabe aquí, pero esta nota ya va demasiado larga, así que no sigo. Me gustaría leer el libro, escrito por Bernhard Schlink (1995), que dio origen a la película y tener una idea más clara -menos cinematográfica- de la discusión que la novela plantea. Pero con las imágenes y los diálogos que tengo a mano, la única conclusión a la que puedo llegar es ésta: cuando se trata de cuestiones fundamentales, como el derecho a la vida de una o de seis millones de personas, la ambigüedad es un refugio demasiado peligroso.
Ojalá podamos conversar pronto, delante de un buen café, sobre estas y otras cosas.
Te abraza,
r
La semana pasada fuimos a ver THE READER (Stephen Daldry, 2008). Entiendo que en español la titularon “El lector”, pero podría llamarse del mismo modo la lectora. Porque cada protagonista es a su vez, en un tiempo distinto, lector o lectora. Y es que esta es –entre otras cosas- una película sobre saber o no saber leer y, por eso mismo, es una película sobre el poder del saber o sobre la culpa del saber, que si a ver vamos es lo mismo.
Como seguramente sabes, la película cuenta la historia de un joven llamado Michael Berg, que durante la segunda postguerra –la que se oscurece con la memoria del holocausto- se enamora en Berlín de una mujer mayor, aunque bastante joven todavía –interpretada por Kate Winslet-, de la cual no sabe absolutamente nada. Tiempo después el joven, ya universitario, estudiante de derecho, descubre que la mujer está siendo juzgada por crímenes de guerra. Ella ha sido miembro de las SS y guardia -¿guardiana?- de una de las prisiones satélites del campo de Auschwitz, donde los nazis retenían a los judíos que eventualmente irían a parar a los hornos de exterminio.
Cuando nos enteramos de este terrible pasado ya la película ha desplegado ante nosotros, en una hora larga, la relación de este joven inexperto y totalmente entregado con la misteriosa mujer llamada Hanna. Es una relación desigual que poco a poco va estableciendo sus leyes y entregando sus saberes. En principio, el don que Hanna otorga es el de su cuerpo, lo que le permite establecer la ley del que más sabe, porque es ella la que ha vivido y porque está en su espacio y lo rige con mano dura.
Sin embargo, lentamente, el balance de poder se desliza hacia el muchacho que tiene un saber otro, que en cierto sentido intercambia con Hanna. Es el poder de descifrar la letra. A medida que la relación avanza, la mujer le pide al muchacho que le lea todo lo que le caiga en las manos. Poco a poco, las escenas de lectura van superando en intensidad e interés las escenas amorosas, lo que es –en sí mismo- un logro extraordinario de la película. En esas escenas de lectura vemos a Hanna asombrarse, reír, llorar a moco tendido. Nos conmueve su entrega a la ficción, al mundo misterioso de las palabras. Y en ese momento no sabemos hasta qué punto se trata de una entrega fascinada por el misterio de no saber, de no tener acceso a un saber que es de otros.
Cuando la relación termina de manera brusca, el joven Michael se queda sin explicaciones en medio de un espacio vacío. Un espacio que parece llenarse lentamente con otro tipo de saber. Ya no la educación sentimental que le ofrecía Hanna, sino el duro aprendizaje de las leyes escritas que deben regir la conducta humana. En este otro lado de la hitoria, las leyes están siempre marcadas por la letra y la letra es implacable. Es entonces que llegamos al juicio en el que se establece quién es culpable de qué.
Ante las evidencias presentadas en este juicio el protagonista debe también producir un veredicto, que no tiene nada que ver con la justicia oficial. Su veredicto tiene que ver con perdonarse a sí mismo por haber amado a una supuesta asesina. Y tiene que ver con preguntarse quién es el verdadero culpable, dada la evidencia de que aquella mujer que amaba las historias que le leían, tanto su joven amante como las jóvenes prisioneras que enviaba luego a morir a los hornos, es una analfabeta. Su secreto máximo es no saber leer y antes de revelar ésta, que es su más íntima vergüenza, prefiere aceptar la culpa y admitir una responsabilidad que no le pertenece.
Y es aquí donde esta historia casi privada se convierte en la terrible y dolorosa historia de un genocidio. La película parece buscar un modo de explicar la participación de miles de personas en la masacre de judíos durante la segunda guerra. Y la respuesta parece al mismo tiempo simple y tremendamente difícil de aceptar. Porque Hanna, la guardiana analfabeta, tiene una virtud particular. Es una mujer entregada al trabajo, con una ética de la eficiencia que bordea el perfeccionismo maniático.
No creo que sea exagerado decir que en esta película la culpa recae sobre esa mezcla de eficiencia con ignorancia que echó a andar una máquina de muerte. El cumplimiento ciego del deber, unido a la incapacidad de medir las consecuencias de una eficiencia a toda prueba, termina siendo la explicación para el extendido horror del holocausto. Y no se trata aquí de explicar las razones filosóficas o políticas del nazismo. Se trata de un ejercicio de micro-política: ¿quién hizo qué en el día a día de la masacre?, pero también ¿quién sabía qué? Por eso te decía al principio que, en el fondo, ésta es una reflexión sobre el poder del saber o sobre la culpa del saber.
En la respuesta que esta película ofrece se amontonan fantasmas y esqueletos difíciles de sacar a la luz. Porque, a fin de cuentas, no se trata sólo del pueblo alemán, de su empeño en dividirse y autodestruirse en función de una ideología construida sobre la segregación. Se trata de la naturaleza humana. De la tendencia que tienen todos los seres humanos a dividirse y autodestruirse en función de una ideología construida sobre la segregación.
Y a esa tendencia se opone un ideal letrado. La pasión por la lectura es la que ofrece la solución imaginaria a este conflicto. Los dos protagonistas tienen algo en común que va más allá de sus historias personales, de sus posiciones frente a la guerra y al holocausto, de la línea que separa a culpables e inocentes. La pasión por la lectura resuelve el conflicto convirtiendo a la asesina en lectora y en cierto sentido reivindicándola.
Pero los ideales letrados están lejos de resolver el dilema –digamos- universal que hay detrás de esta pequeña historia. Y esa es tal vez la incomodidad que me produce la solución pacificadora de esta película. Usar el amor al arte para probar la inocencia de un sujeto es caminar por un borde demasiado fino. En estos tiempos en los que hay tanto líder mesiánico por ahí gritando a voz en cuello que el holocausto nunca sucedió, tal vez sea discutible que a la industria del entretenimiento le dé por glamorizar a los nazis de bajo rango, que fueron tan eficientes que lograron matar a seis millones de judíos sin que el mundo exterior se enterara.
Y sin embargo, uno sale de esta película preguntándose no sólo quiénes fueron culpables y por qué, sino también cuántos de nosotros no nos hubiéramos considerado perfectamente inocentes, porque amamos la lectura y hacemos nuestro trabajo de manera eficiente. Como te digo, aquí hay un borde demasiado fino para poder caminar sobre él con un mínimo de seguridad. Y no puedo evitar preguntarme si a cuenta de construir estos lugares de ambigüedad no estamos permitiéndonos olvidar un par de cosas fundamentales. Como el hecho simple de que la vida de un ser humano vale tanto como la vida de otro ser humano, sea quien sea cualquiera de los dos y sean cuales sean sus saberes.
No creo que la discusión se acabe aquí, pero esta nota ya va demasiado larga, así que no sigo. Me gustaría leer el libro, escrito por Bernhard Schlink (1995), que dio origen a la película y tener una idea más clara -menos cinematográfica- de la discusión que la novela plantea. Pero con las imágenes y los diálogos que tengo a mano, la única conclusión a la que puedo llegar es ésta: cuando se trata de cuestiones fundamentales, como el derecho a la vida de una o de seis millones de personas, la ambigüedad es un refugio demasiado peligroso.
Ojalá podamos conversar pronto, delante de un buen café, sobre estas y otras cosas.
Te abraza,
r
viernes, 6 de marzo de 2009
Snow drops
Amiga,
Ayer salí decidida a tomar unas fotos de los primeros retoños de flores de este año. Son unas florecitas blancas mínimas que se llaman ‘snow drops’ –gotas de nieve. Se dice que su aparición súbita en los campos y los jardines, entre finales de febrero y principios de marzo, es el primer signo de que la primavera está por llegar.
Salí con mis bolsillos llenos –ipod, cámara, celular- y bajo un sol extraño para estos días, brillante y tibio. Pero hacía frío. Tanto, que cada vez que me quitaba los guantes para tomar algunas fotos tenía que volver a ponérmelos en menos de tres minutos porque se me congelaban las manos.
Creo que el esfuerzo valió la pena, porque aproveché para tomarle más fotos a los árboles, al camino y al río. Hasta una luna triste y diurna quedó atrapada en alguna imagen. Te las iré colgando aquí poco a poco. Por ahora, te dejo sólo las florecitas blancas, que están ya más bien a punto de languidecer con tanto frío. Valgan las gotas de nieve para felicitarte por la brillante defensa de tu tesis.
Cariños muchos!
r
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