miércoles, 22 de octubre de 2008

Aprender francés


Amiga,

Llevo ya más de una semana asistiendo al curso de ‘Civilización Francesa’ de la Sorbona y la verdad es que no ha sido para nada traumático volver a sentarme en un salón de clases. Mi primera sorpresa fue encontrarme estudiando francés en el Colegio de los Irlandeses, un juego de nacionalidades que lo hace a uno sentirse de lo más cosmopolita y globalizado. Pero la verdad es que se trata de una sorpresa agradable. Como ves en la foto, es un lugar amable, casi acogedor.

La segunda agradable sorpresa, o más bien circunstancia (¿será que ya no usamos esta palabra tan elegante?), es encontrarme estudiando con un grupo de lo más diverso. Somos unos veinte ‘debutantes’ y formamos una especie de Arca de Noé de nacionalidades. La mayoría son coreanos: penosos, reilones, andan siempre por los rincones murmurando, pero si te diriges a ellos te hablan con mucha soltura en inglés y son de lo más amables. Luego hay una muchacha de Turquía, una brasileña, una norteamericana, una canadiense, dos italianos –él y ella-, un británico –que se niega a que le digan que es ‘inglés’-, una mexicana, una rusa, una chica de una de las ex-repúblicas soviéticas que se llama algo así como Turkistán (la república, no la chica). En fin, gente de todos los rincones. La mayoría mujeres, como es habitual.

Aunque estudiamos francés, cuando tenemos que comunicarnos en el salón de clase para hacer algún ejercicio, hablamos en inglés, a pesar de que la profesora insiste en que practiquemos la lengua de Voltaire. Es inútil. El inglés está tan internalizado entre los extranjeros que viven aquí (y en todos lados, supongo), que a veces ni te preguntan si lo hablas, sino que directamente se largan a hablarte en ese idioma cuando saben que eres extranjero. Y la verdad es que eso me ha permitido reconciliarme con la lengua de Virginia Woolf, a pesar de mi eterna resistencia.

El curso consiste en tres tipos de eventos: vemos clases teóricas en el Colegio de los Irlandeses de lunes a viernes, en mi caso de once de la mañana a una de la tarde. Tenemos clases de fonética, con un grupo diferente, una semana sí y una no, en el Boulevar Raspail. Y hay además conferencias, en un auditorio de la Rue de la Estrapade, en las que se nos instruye sobre diversos temas. Yo elegí ‘Cine y literatura’ y también ‘Historia de París, desde los orígenes hasta la Revolución Francesa’. He asistido sólo a una de las conferencias y aunque resultó interesante estuve a punto de dormirme varias veces, porque el lugar se mantiene a media luz para que uno pueda ver las diapositivas y la voz de la profesora es de lo más relajante. Si a eso le sumas que la conferencia es justo después de almuerzo, te imaginarás que es el ambiente perfecto para echar más de una cabeceada.

En los cursos diarios ya nos hemos acostumbrado a sentarnos en los mismos asientos y a hacer los ejercicios con la misma gente. Yo me reúno con la chica rusa, que se llama Ana, y la ‘turquistaní’, que tiene un nombre que nunca recuerdo y que suena algo así como ‘Shatitá’. Ellas se han hecho muy amigas porque se pueden comunicar en ruso. Me tratan como si yo fuera una especie de tía amable y nos reímos mucho. Cuando tenemos que inventar una historia, hacemos elaborados guiones que a veces no podemos recordar.

Esta semana teníamos que representar a tres personajes que no se conocían entre sí y debían hablar de sus profesiones, sus actividades y sus gustos. Es un ejercicio que siempre se hace cuando uno estudia idiomas, improvisar sobre un tema que se supone de la vida cotidiana. Pero hicimos un enredo tal con los personajes, los gustos, las edades y las actividades de cada quien que al final terminamos saltándonos el guión y muertas de la risa. Creo que es lo más agradable de las clases: inventar historias con el poco vocabulario que vamos aprendiendo.

En las clases de fonética tengo dos compañeros mexicanos, una chica que se llama Erika y un muchacho muy joven que se llama Julián. Ellos me adoptaron porque el idioma materno común es una especie de bendición en esta torre de Babel. Conversamos un rato antes y después de las clases y ya sabemos un poco de cada uno. Julián está sin agua caliente en su residencia y Erika se va a casar en diciembre con su novio francés. A los dos les hace mucha falta su país. Yo trato de no hablar de mis nostalgias porque me desmorono.

En estos días me he dado cuenta de que estudiar otro idioma es tal vez una de las empresas más ingenuamente optimistas que uno puede emprender. Uno sabe que jamás va a dominar del todo el idioma que está aprendiendo, y mucho menos si lo aprendes pasados los cuarenta. Y aún así, uno persevera. Uno se sienta frente al libro de ejercicios y trata de memorizar las reglas, las conjugaciones, la pronunciación y la concordancia.

Uno persevera porque aprender otro idioma es el ejemplo más claro de lo que alguien llamó ‘pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad’. Contra toda lógica, aún ante la evidencia de que la inmensidad de otra lengua –y otra cultura- nos rebasa y es imposible de abarcar, uno se empeña en enfrentar su ignorancia, una palabra a la vez. Tal vez sea la mejor manera de aprender a estar en el exilio: un verbo a la vez, una concordancia a la vez, un día a la vez.

martes, 14 de octubre de 2008

Fin de semana



Amiga,

El mundo está en crisis, la economía mundial se viene abajo, las bolsas se desploman de un extremo al otro del planeta... y en ese escenario apocalíptico ¿qué hacen los parisinos? ¡Compran! ¡Compran, comen y beben, como si el mundo se fuera a acabar mañana!

Teníamos un plan típico de fin de semana: compraríamos un par de cosas, almorzaríamos rico y terminaríamos el día en el cine. Pensamos que era un plan sencillo y pretendíamos hacer todo lo más lejos posible de las hordas de turistas. Hemos aprendido que los fines de semana el ritmo de la ciudad baja así que esperábamos que sería un sábado tranquilo. Pero nos equivocamos. Nos encontramos con una multitud de compradores enardecidos, con los restaurantes y los cafés atiborrados y con una sala de cine tan llena que por primera vez en casi doce años que tenemos de asiduos cinófilos nos tocó sentarnos en filas diferentes. No nos quedó otra que preguntarnos si se debía al buen clima del fin de semana, o si se trataba de una revancha frente a los mensajes que los medios han estado difundiendo los últimos días acerca del fin de la prosperidad del primer mundo.

Las multitudes que encontramos en la calle estaban compuestas en su gran mayoría por parisinos demasiado abrigados para el clima casi veraniego que estaba haciendo. Yo, que soy friolenta, me estuve quitando trapos de encima todo el día y no podía entender el termostato de esas jovencitas con chaquetas negras hasta las rodillas, inmensas bufandas de lana ...¡y hasta guantes! Dentro de las tiendas alguien decretó que estábamos ya en el más frío de los inviernos y, como resultado, las calefacciones andan a toda mecha aunque afuera esté haciendo 25 grados. Y aún así, las multitudes que veían ropa, se probaban trapos y hacían largas colas en cada una de las cajas eran inmunes al calor sofocante. No parecía implicar ningún sacrificio hacer toda aquella agotadora actividad cocinándose a fuego lento y acompañados por la mitad del género humano que había decidido hacer exactamente lo mismo.

En el restaurant al que fuimos a comer, que era mucho más grande por dentro de lo que parecía por fuera, la cantidad de gente también era sorprendente. Por suerte se trataba de uno de esos lugares en los que te atienden tres y cuatro funcionarios de distinto rango y condición, que uno está seguro que no se llaman mesoneros o ‘meseros’, sino que ostentan algún título que soy incapaz de nombrar por crasa ignorancia de las jerarquías del mundo de la cocina, pero que aquí parecen generalizarse bajo el título de ‘serveur’. Comimos rico, aunque en medio de la multitud nos sentimos empujados literalmente a un borde, porque como éramos sólo dos miserables seres, nos sentaron en una mesita ínfima, en la pata de una escalera, y desde allí vimos pasar platos y más platos para arriba y para abajo, como si el universo entero se hubiera congregado a comer en el mismo lugar que nosotros habíamos elegido.

Nos tomamos el 'creme' de la tarde en una de esas plazas donde convergen varias calles y en cada esquina hay un café y aún así no había una sola mesa libre. Tuvimos la suerte de que un par de jovencitas abandonaran justo a tiempo la minúscula mesa en la que nos sentamos. Pero ni los tiempos de crisis ni el buen clima pueden hacer cambiar de humor a los ‘garçones’ que sirven en los cafés. Y esta ley es igual tanto para los días de abarrotamiento como para los días de plácida ausencia de comensales. No pudimos lograr que el jovencito de peinado neo-punk que nos atendía nos sirviera un miserable vaso de agua con el café, aunque se lo pedimos tres veces de todas las maneras que hemos aprendido a pedir ‘de l´eau’.

Hicimos tiempo en nuestra minúscula mesa, a pesar de la carencia de agua, porque nos pareció de lo más normal llegar a la sala a cinco minutos para la hora. ¡Craso error! Para entrar a la sala no había una cola sino un río de gente empujándose. La sala era inmensa y aún así sólo conseguimos sentarnos en fila india, uno adelante y el otro atrás. Estábamos presenciando lo que es el fenómeno Woody Allen, según me enteré después. Fuimos a ver su última película: ‘Vicky, Christina, Barcelona’ que se está estrenando aquí esta semana en decenas de salas. Según parece, todas estaban igual de llenas. (No que la película lo merezca, todo sea dicho. Pero esta no es una entrada en la que me voy a poner a hacer crítica de cine.)

Al salir, vimos más y más colas de gente para entrar a los cines y no había ni un restaurant sin comensales ni un bar sin alegres bebedores. En fin, amiga, que si el mundo se va a acabar gracias a la crisis, la debacle no parece que vaya a comenzar por aquí. O, si lo hace, encontrará a los parisinos gastando sus devaluados euros en la calle!

martes, 7 de octubre de 2008

La muerte en números



Amiga,

A propósito de la violencia que impera en Venezuela, reproduzco aquí parte de un texto de Eli Bravo, publicado en EL UNIVERSAL de Caracas, el mismo 4 de octubre en que se cumplían cuatro años de la muerte de mi hermana, víctima de la violencia.

Los números de la muerte

La pálida es una vecina entrometida en Caracas. Hace muchos años la ciudad merecía el apodo
de la sucursal del cielo, pero hoy en día se ha convertido en la antesala al otro mundo. Con 130
asesinatos por cada 100 mil habitantes, Caracas es la ciudad más peligrosa del planeta, asunto
predecible para la capital del segundo país con más homicidios en América Latina, después de
El Salvador. En los últimos diez años la cifra anual de asesinatos en Venezuela ha pasado de
4.550 en 1997 a 14 mil en 2007. Son casi 100 mil muertos en una década, el 90% por armas de
fuego, el 90% de ellos hombres, el 70% menores de 25 años, el 80% de escasos recursos. Como
escribió la periodista zuliana Fabiola Soto, una tras otra, todas esas urnas harían una fila de 198 kilómetros.

Y no olvidemos contar los heridos. ¿Cuántos venezolanos han recibido impacto de bala en la
última década? Se calcula que alrededor de millón y medio. En las calles hay más de 500 mil
armas de fuego y el tráfico ilegal empuja la cifra hacia arriba. Las pistolas y revólveres se han
convertido en artículos de uso común: más de tres cuartas partes de los caraqueños dicen
tener o desear tener un arma para defenderse.

Y mientras los consejos comunales de Caracas realizan entre los niños un programa de canje de
armamento de juguete por balones deportivos, quizás una de las mejores iniciativas de los
últimos años en este sentido, el gobierno de Hugo Chávez convierte a Venezuela en el primer
comprador de armas de la región. Orgulloso de haber gastado más de $12 millardos en una
década, el Presidente asegura que el país esta ahora más seguro ante una posible invasión.
Pero lo que ha invadido a Venezuela no han sido los marines. Ha sido la pálida.

(...)

sábado, 4 de octubre de 2008

A cuatro años



Amiga,

Tal día como hoy, el 4 de Octubre del 2004, un hombre mató a sangre fría a mi hermana Rebeca en plena calle.

Hace un par de años escribí un texto que pretendía leer en una jornada de los familiares de las víctimas de la violencia que se realizó en la USB. Al final no me atreví a asistir. Las heridas eran muy recientes y estoy segura de que no hubiera podido pronunciar ni una palabra.

De ese texto ya viejo extraigo los últimos dos párrafos, que creo que todavía resumen las lecciones que nos dejó su muerte.

Mi hermana no fue asesinada por un delincuente. No fue asesinada por un policía ni por un guardia nacional. A mi hermana la mató, aparentemente por error, un vigilante privado que no sabía cómo manipular un arma de perdigones de cañón corto, que se supone debía ser utilizada sólo en caso de necesidad extrema.

El caso de mi hermana demuestra que si respondemos a la violencia de la delincuencia o a la del Estado con una violencia corporativa, con una violencia privada que nos cubra nuestras individuales espaldas, no estamos resolviendo ningún problema. Sólo vamos a obtener un cementerio más grande, una lista más grande de víctimas.


A cuatro años de la muerte de mi hermana Rebeca, y ya lejos de la tierruca en la que murió sin razón, dejo aquí constancia del dolor que ha causado su muerte a todos los que la quisimos. Un dolor que no cesa.

viernes, 3 de octubre de 2008

Comprar en París



Amiga,

Nada como visitar una ciudad con alguien que tiene intereses distintos a los de uno para descubrir cosas que no se habían visto antes. Como sabes, esta semana estuve paseando a mi sobrina Patricia por París. Uno de los más sorprendentes descubrimientos que he hecho esta semana ha sido el de constatar que comprar parece ser la meta del noventa por ciento de los turistas, a juzgar por las hordas de no parisinos que vimos en las cientos de tiendas que visitamos esta semana. Con el espectáculo cultural y arquitectónico que es esta ciudad, visitarla sólo para ir de compras parecería un total despropósito. Sin embargo, los turistas logran ingeniárselas para intercalar las obligadas visitas turísticas -y tomarse las respectivas fotos que prueben que estuvieron allí- entre una y otra incursión a las tiendas, que son su verdadero sitio de peregrinaje.

París vista como centro comercial ofrece unas cuantas dificultades si quien se quiere dedicar a las compras está buscando ofertas, buenos precios o simples rebajas. Todo aquí es caro y lo que es barato no luce nada bien. Sin embargo, siguiendo el olfato comprador de Patty descubrimos algunos lugares sorprendentes. Te hablo sólo de dos, porque creo que son un buen ejemplo de los extremos del mercado: el mercado de calle sin pretensiones y la tienda de ropa antigua convertida en hito de la moda urbana actual.

En primer lugar, está el mercadillo del Boulevard Lenoir en la Bastilla. Es un mercado de calle que tiene, como todos aquí, comida, trapos, zapatos, adornitos y bisutería de muy distintas procedencias y para todos los gustos. Lo que lo distingue de los demás es que tiene muchos más puestos de ropa de los que he visto en otros mercados, y es mucha la cantidad de compradores locales y no locales que parecen abastecerse allí de lo necesario para afrontar el invierno sin pagar demasiado.

Hay en la entrada del mercado un gran puesto en el que se acumulan, en desvencijadas cajas de cartón y en el más absoluto desorden, distintas piezas de vestir que van desde pantalones hasta sostenes, pasando por chaquetas, camisas, medias y un largo etcétera. Para registrar esas cajas tienes que estar dispuesta a pelearte con decenas de potenciales clientes. Y es ahí donde comienzas a desarrollar lo que estoy tentada a llamar ‘el síndrome de la baratija’, que se manifiesta de la siguiente manera: si encuentras algo que te parece interesante y te puede servir no debes soltarlo hasta que estés segura de que en verdad no lo quieres. Porque en el instante en que lo descartes, alguien más va a levantarlo y es posible que considere seriamente hacer la compra que tú te negaste a realizar. Justo en ese momento te va a comenzar a atormentar la idea de que esa era tal vez la pieza indispensable que tu guardarropa necesitaba para completarse de manera definitiva. No es fácil lidiar con ese tipo de ansiedad y tal vez lo único que te saca de la angustia es seguir hurgando hasta conseguir otro trapo al que deberás colgarte de manera desesperada como si de su compra dependiera la total definición de tu existencia. Hasta que decidas soltarlo y alguien más se apropie de él y vuelvas a pensar que ése era el trapo que querías... y así sucesivamente hasta el infinito.

También te puede salvar el hecho de que el mercado se extiende por cuadras y cuadras y siempre puedes pensar que si caminas un rato más vas a encontrar algo que te guste y que sea bueno, bonito y barato. Por suerte, más allá de las cajas con trapos está un negocio un poco más sofisticado, con franelas, camisas, pantalones y vestidos ya no en cajas ni arrugados, sino elegantemente colgados y dispuestos en cierto orden. El orden implica también un ligero aumento en el precio, pero los vendedores saben que la competencia es fuerte y te hacen ofertas apenas muestras interés por alguna pieza. Si se lleva dos sale más barato, te dicen en cualquier idioma que quieras oír. Entonces, el síndrome de la baratija se instala de nuevo en tu cerebro y el mismo proceso se repite, pero esta vez de manera un poco más aparatosa, porque lo que escoges está colgado y si lo seleccionas y quieres sostenerlo debes lidiar con el gancho y todas sus consecuencias. Que se enrede en otra ropa, que sea incómodo de cargar, que parezca que vas a llevarte toda la tienda aunque sólo hayas escogido un par de franelas, en fin.

Para salir del mercadillo de La Bastilla tienes que realizar un acto de voluntad casi sobrehumano y lanzar un ultimatum: caminas sólo una cuadra más y luego te vas. El ultimatum a veces funciona y a veces no, sobre todo si andas con una compradora compulsiva como mi sobrina Patricia. Pero si no lo estableces es posible que la culpa jamás te alcance y te quedes para siempre atrapada en los ventorrillos del Boulevard Lenoir o en cualquier otro mercado del mismo estilo. Así que defines el límite, siempre unos pasos más allá del ultimatum inicial, y te obligas a salir del mercado y escoger una acera menos tentadora para volver sobre tus pasos haciendo inventario de lo que compraste o dejaste de comprar.

Pero no sólo los mercados de calle disparan el afán de comprar a bajos precios. En esta ronda consumista por la ciudad también descubrimos la tienda ‘vintage’. Debo reconocer que era una total ignorante del asunto de la moda vintage hasta hace unos días. Había escuchado el término y lo relacionaba vagamente con cosas viejas y usadas, pero ignoraba por completo que el asunto es no sólo una tendencia de la moda, sino la definición de todo un sector del diseño actual y casi un hito de la cultura contemporánea. Se trata, según me entero después, de mezclar –en el más puro estilo postmoderno- lo viejo con lo nuevo, para crear un look descuidadamente sofisticado, pero sobre todo alejado de la gran moda de las pasarelas y de la repetición obligatoria del mercado global.

Nos encontramos con nuestra primera tienda vintage caminando inocentemente por la rue de la Verrerie. Justo a dos pasos de una esquina, a donde habíamos entrado con el único propósito de no repetir el camino que habíamos hecho el día anterior por la rue Rivoli, Patty vio la vitrina de una tienda que a todas luces era un imán para compradores de todo tipo. Sin ver siquiera el nombre entramos a ver de qué se trataba. La cantidad de clientes y el abarrotamiento general de productos de todo tipo indicaban que algo bueno debía estarse cocinando entre las cuatro paredes de la diminuta tienda.

Se trataba de un negocio de ropa vieja, no se sabe si usada o no, pero definitivamente sacada del closet de las madres o las abuelas de quienes afanosamente urgaban entre los interminables percheros. Aquí, también, si quieres comprar algo debes aferrarte a lo que encuentras y no soltarlo hasta que has abandonado toda esperanza de que te sirva o de que realmente vas a poder usarlo alguna vez sin que la sospecha o la vergüenza te asalten. Sospecha de que puedes estar comprando por diez euros el abrigo que le perteneció alguna vez a una señora muy mayor cuyo vestuario íntegro fue vendido por sus deudos a los dueños de esta tienda una vez que la pobre viejita pasó a mejor vida. Vergüenza de encontrarte de pronto en la calle con una señora de ochenta años que lleva puesto exactamente el mismo vestido que tú y que en el futuro será vendido por sus deudos a una tienda exactamente igual a ésta.

Superado el trauma de los muertos que han sido o serán usuarios de las prendas que aquí te deslumbran, puedes tal vez asumir que el precio es lo que realmente cuenta y lanzarte por el barranco de comprar camisitas a cinco euros, pantalones y faldas a nueve o diez, vestidos a veinte. Si te queda un resto de duda, terminas de convencerte al ver las espectaculares mujeres, que parecen modelos de esas que sólo salen en las revistas, que entran en la tienda y se instalan sin prejuicio alguno frente a los percheros a elegir con ojo certero prendas que apenas se colocan frente al espejo, sobre sus cuerpos impecables sin grasa ni celulitis, y pagan convencidas de que han hecho la mejor compra del día y que su vestuario seguirá definiendo la moda en los tiempos por venir.

Dos horas después de ver jovencitas de quince años entrar a probarse la ropa que usaron sus madres, abuelas y bisabuelas, llega el momento de tirar la toalla y volver a establecer un ultimatum. Esta vez la promesa que funciona es que siempre podemos venir más tarde y que además hay una tienda hermana de ésta una calle más allá, en el número 8 de la Rue Ste. Croix de la Bretonnerie. Antes de salir nos llevamos la tarjeta del sitio para no perder la referencia y luego descubrimos en internet que se trata de una tienda famosa porque en ella incrementaron su guardarropa las estrellas de la película María Antonieta, cuando estaban filmando aquí el año pasado.

Confieso que me compré un vestidito negro y una camisa blanca que tal vez pertenecieron a una irredenta hippie que en los años sesenta tenía ya la edad que yo tengo ahora. La camisa ya me la estrené, pero estoy esperando un clima más apropiado para usar mi nuevo vestido viejo. Espero tener la suerte de no encontrarme una señora cuarenta años mayor que yo usando el mismo trapo con más dignidad y menos aspaviento.

En cuanto a Patricia, es posible que se vuelva la pionera de la moda vintage en Caracas. Aunque tengo la sospecha de que el mercado venezolano no está listo para aceptar que los trapos de las señoras que nos precedieron, comprados a precio de gallina flaca, sean un buen sustituto de la moda recién llegada de New York, con olor a nuevo y precios dignos del mejor comprador compulsivo.