Amiga,
A ti no tengo que contártelo, pero ya estamos en Mérida.
La ciudad nos recibió con aguacero y fresquito. Pero antes de llegar debimos pasar por la ostentosa calamidad que es viajar en Santa Bárbara. Como sabes, porque me he quejado hasta el cansancio desde que llegué, no sólo nos mandaron en el vuelo de las doce -que salió pasada la una- cuando nuestro vuelo era el de las diez de la mañana, sino que además nos dejaron las maletas en Caracas.
Admito que si uno logra superar el trauma que implica viajar en avión desde Maiquetía hasta Mérida, la ciudad compensa. A pesar del palo de agua de ayer, que provocó un apagón de casi una hora, el resto del tiempo el clima ha estado amable.
Ya comimos nuestro primer desayuno en el Mercado, que es una de nuestras tareas obligadas cuando estamos aquí. Ya nos vacunamos contra la fiebre amarilla, requisito indispensable para poder salir de nuevo del país. Los papeles de Gussi se están procesando y deben estar listos a fines de mes. En resumen, todo parece estar marchando, así que tal vez podamos tomarnos con calma el tiempo que vamos a estar por aquí.
PD: A todos los probables e improbables lectores de estas notas les cuento que tal vez no agregue nada más hasta que estemos de regreso en París, el 11 de septiembre. Hasta entonces...!
jueves, 21 de agosto de 2008
lunes, 11 de agosto de 2008
Lunes de limpieza
Amiga,
"Los lunes sólo limpio la casa y escucho radio, como una sirvienta ecuatoriana". Hace unos meses escribí esta frase en mi libreta de notas a la espera de que se me ocurriera una anécdota que la convirtiera en cuento. A veces, en el medio de mi eterno insomnio, se me ocurre una frase que creo que sería ideal para comenzar una historia y si no estoy –o creo estar– a punto de dormirme la anoto en la libreta azul que mantengo al lado de la cama, para que no se me olvide. La mayoría son frases que no tienen nada que ver con mi vida. Pero, en este caso la frase viene de-la-vida-misma, así que pensé que sería un buen inicio para escribirte hoy, lunes, una nota.
Los lunes limpio la casa. A veces escucho música o noticias o algún podcast en mi ipod. Ahí termina la semejanza con la sirvienta ecuatoriana, aunque quién sabe. Reconozco el dejo discriminatorio de la comparación, pero no es mi intención hacer notar de manera excluyente el hecho de que hay sirvientas ecuatorianas o que yo no sea una de ellas. Ni es mi intención que la frase implique que yo sea, en ningún sentido, mejor o peor que ninguna señora ecuatoriana que trabaje limpiando casas ajenas. Es sólo que suena bien, tiene contundencia y golpea duro cuando el ego está más bajo. Así que hoy es lunes y podría jurar que, aunque sea en mi imaginación y sin ánimo de ofender a nadie, cuando oigo a Juan Luis Guerra mientras limpio la casa, me siento como una sirvienta ecuatoriana.
Limpiar la casa en este lado del mundo en nada se parece a la tarea simple de limpiar que uno ejercita en la tierruca, siguiendo un ritual aprendido tal vez en la infancia y que se pierde en la memoria de nuestros ancestros femeninos (ancestras es una palabra demasiado fea para admitir su existencia). En la tierruca uno barre y pasa-coleto. Si hay aspiradora, la labor de barrer se sustituye por un aspirado rápido. En nuestras viejas casas, una vez al mes, si el piso lo ameritaba, se enceraba y se pasaba pulidora. Esto último jamás de los jamases ha estado entre mis labores de limpieza. Cuando el coleto sale limpio, después de un par de pasadas, considero que he hecho mi trabajo con creces. Luego uno lava el baño y limpia la cocina. Y asunto concluido. Pero aquí todo es por un lado más complicado y por otro extremadamente simple.
Para empezar, la casa está toda cubierta de una densa alfombra, con la excepción del baño, la cocina y el pasillo de la entrada. Esto implica que más del ochenta por ciento de la superficie del piso hay que limpiarlo con aspiradora. Cuando llegué aquí lo único que teníamos era una aspiradorita de juguete que en vez de limpiar redistribuía el polvo por toda la casa. Me negué rotundamente a limpiar más de una vez con esa máquina inútil, así que compramos una poderosa Vax, diseñada especialmente para levantar el pelo de las mascotas. Cuando Gussi esté finalmente aquí con nosotros, pensé, nada mejor que tener una máquina especializada en aspirar pelos. Los gatos persas se caracterizan por el pelero que sueltan.
Pero la dichosa aspiradora ha resultado ser un bicho difícil de domar. Está muy lejos de nuestras simples y funcionales aspiradoras criollas -que son gringas, por supuesto. Nuestras aspiradoras tienen una sola extremidad y por ahí hacen todo, con sólo cambiarles el adminículo que queda en la punta. Las de aquí parecen unas barredoras industriales. Hacen un ruido de los mil demonios, lanzan aire lleno de polvo por los cuatro costados y tienen un filtro que cada vez que se limpia produce un reguero de pelos y polvo que hace medio inútil el acto mismo de aspirar. Pesan como un mal sueño y, para colmo, si uno necesita aspirar los rincones o las telarañas del techo, hay que sacarles de las entrañas una manguera extra, que se atornilla a un lado y hace que todo el proceso de limpiar sea incomodísimo y aparatoso. Lo que no sería grave si realmente uno sintiera que al final todo ha quedado impecable... pero ni eso. Lo más probable es que el dichoso aparato sólo haya movido el sucio de un lado para otro. Igual que la pobre aspiradorita de juguete.
Como si eso fuera poco, una vez que se ha terminado con la ilusión de haber aspirado los pisos, no hay manera de pasar coleto como es debido: mojar en un tobo lleno de agua y detergente un gran trapo grueso y fuerte, retorcerlo hasta que ya no gotee, aplicárselo a piso con un haragán y luego repetir el procedimiento hasta que todo quede reluciente. No. Aquí el concepto mismo de pasar coleto no existe, mucho menos el adminículo que en la tierruca llamamos haragán. Aquí venden unos perolitos enclenques que vienen desarmados en una cajita. Uno los arma uniendo las tres partes de que están hechos y luego les pega un trapito de papel húmedo que hace las veces de coleto y que una vez que se usa se bota.
El baño es otro reto a las costumbres criollas. En mi memoria la limpieza del baño se relaciona con una fiesta de jabón y agua en generosas cantidades. Cuando era chiquita vi muchas veces limpiar el baño a las señoras que trabajaban en la casa y recuerdo haberlas “ayudado” una que otra vez, porque me parecía más un juego que un trabajo. En mi vida de adulta repetí algunas veces aquellas poncheradas de agua, aquellos baños de espuma, aquel olor a Ajax que parecía la encarnación misma de lo limpio. En la tierruca se puede hacer una fiesta con agua y jabón porque todos nuestros baños tienen lo que llaman un centropiso, un desagüe en la mitad del piso que permite limpiar generosamente todos los rincones de nuestras salas de baño con agua corriente y jabón parejo.
Aquí no. Ni las cocinas ni los baños tienen desagüe en el centro del piso ni en ningún lugar visible o discreto. El baño, por lo tanto, no se puede “peroliar” ni “manguerear”. El baño hay que limpiarlo con trapito y esponjita. Por más que uno intente reproducir la sensación de limpieza de aquellos tiempos en que el Ajax reinaba con su espumero generoso, lo único que logra es un pálido remedo echándole a la poceta un buen chorro de limpiador y viendo cómo su escuálida espuma se disuelve a la primera bajada.
Ni tengo que decirte lo frustrante que es que ni la aspiradora aspire ni el coleto limpie ni el baño pueda lavarse a poncherazos. Uno termina el lunes cansado, de mal humor y con la más absoluta seguridad de que el esfuerzo no ha valido la pena. Pero hay algunas compensaciones que hay que rescatar, para ser justos. Limpiar, aquí, no es un asunto real, sino un remedo, una apariencia, un asunto del que hay que salir lo más rápido posible para hacer otras cosas más importantes. Por eso es que han desarrollado la cultura de los papelitos húmedos. Si aprendes a usar el papelito húmedo tu vida se simplifica y puedes hasta llegar a olvidarte de los tiempos prehistóricos y obsoletos en los que limpiar la casa era un asunto que requería un día completo de serio esfuerzo.
El papelito húmedo sirve para coletear, para limpiar la poceta, el lavamanos y la ducha. También para dejar pulcras las superficies de la cocina, las hornillas, el lavaplatos y todo lo que remotamente pueda ensuciarse. El papelito húmedo se saca de una bolsita de plástico, se usa sobre cualquier superficie y se bota. Sus fabricantes te garantizan que estás matando el 99% de los gérmenes conocidos por el ser humano y no deja residuos que deban ser limpiados posteriormente. Así que una vez que has pasado el papelito puedes dedicarte a cualquier otra cosa. No es divertido, no produce el más mínimo rastro de nostalgia infantil, pero es higiénico, efectivo y directo. ¿Qué no haría una sirvienta ecuatoriana con una buena dosis de papelitos húmedos?
"Los lunes sólo limpio la casa y escucho radio, como una sirvienta ecuatoriana". Hace unos meses escribí esta frase en mi libreta de notas a la espera de que se me ocurriera una anécdota que la convirtiera en cuento. A veces, en el medio de mi eterno insomnio, se me ocurre una frase que creo que sería ideal para comenzar una historia y si no estoy –o creo estar– a punto de dormirme la anoto en la libreta azul que mantengo al lado de la cama, para que no se me olvide. La mayoría son frases que no tienen nada que ver con mi vida. Pero, en este caso la frase viene de-la-vida-misma, así que pensé que sería un buen inicio para escribirte hoy, lunes, una nota.
Los lunes limpio la casa. A veces escucho música o noticias o algún podcast en mi ipod. Ahí termina la semejanza con la sirvienta ecuatoriana, aunque quién sabe. Reconozco el dejo discriminatorio de la comparación, pero no es mi intención hacer notar de manera excluyente el hecho de que hay sirvientas ecuatorianas o que yo no sea una de ellas. Ni es mi intención que la frase implique que yo sea, en ningún sentido, mejor o peor que ninguna señora ecuatoriana que trabaje limpiando casas ajenas. Es sólo que suena bien, tiene contundencia y golpea duro cuando el ego está más bajo. Así que hoy es lunes y podría jurar que, aunque sea en mi imaginación y sin ánimo de ofender a nadie, cuando oigo a Juan Luis Guerra mientras limpio la casa, me siento como una sirvienta ecuatoriana.
Limpiar la casa en este lado del mundo en nada se parece a la tarea simple de limpiar que uno ejercita en la tierruca, siguiendo un ritual aprendido tal vez en la infancia y que se pierde en la memoria de nuestros ancestros femeninos (ancestras es una palabra demasiado fea para admitir su existencia). En la tierruca uno barre y pasa-coleto. Si hay aspiradora, la labor de barrer se sustituye por un aspirado rápido. En nuestras viejas casas, una vez al mes, si el piso lo ameritaba, se enceraba y se pasaba pulidora. Esto último jamás de los jamases ha estado entre mis labores de limpieza. Cuando el coleto sale limpio, después de un par de pasadas, considero que he hecho mi trabajo con creces. Luego uno lava el baño y limpia la cocina. Y asunto concluido. Pero aquí todo es por un lado más complicado y por otro extremadamente simple.
Para empezar, la casa está toda cubierta de una densa alfombra, con la excepción del baño, la cocina y el pasillo de la entrada. Esto implica que más del ochenta por ciento de la superficie del piso hay que limpiarlo con aspiradora. Cuando llegué aquí lo único que teníamos era una aspiradorita de juguete que en vez de limpiar redistribuía el polvo por toda la casa. Me negué rotundamente a limpiar más de una vez con esa máquina inútil, así que compramos una poderosa Vax, diseñada especialmente para levantar el pelo de las mascotas. Cuando Gussi esté finalmente aquí con nosotros, pensé, nada mejor que tener una máquina especializada en aspirar pelos. Los gatos persas se caracterizan por el pelero que sueltan.
Pero la dichosa aspiradora ha resultado ser un bicho difícil de domar. Está muy lejos de nuestras simples y funcionales aspiradoras criollas -que son gringas, por supuesto. Nuestras aspiradoras tienen una sola extremidad y por ahí hacen todo, con sólo cambiarles el adminículo que queda en la punta. Las de aquí parecen unas barredoras industriales. Hacen un ruido de los mil demonios, lanzan aire lleno de polvo por los cuatro costados y tienen un filtro que cada vez que se limpia produce un reguero de pelos y polvo que hace medio inútil el acto mismo de aspirar. Pesan como un mal sueño y, para colmo, si uno necesita aspirar los rincones o las telarañas del techo, hay que sacarles de las entrañas una manguera extra, que se atornilla a un lado y hace que todo el proceso de limpiar sea incomodísimo y aparatoso. Lo que no sería grave si realmente uno sintiera que al final todo ha quedado impecable... pero ni eso. Lo más probable es que el dichoso aparato sólo haya movido el sucio de un lado para otro. Igual que la pobre aspiradorita de juguete.
Como si eso fuera poco, una vez que se ha terminado con la ilusión de haber aspirado los pisos, no hay manera de pasar coleto como es debido: mojar en un tobo lleno de agua y detergente un gran trapo grueso y fuerte, retorcerlo hasta que ya no gotee, aplicárselo a piso con un haragán y luego repetir el procedimiento hasta que todo quede reluciente. No. Aquí el concepto mismo de pasar coleto no existe, mucho menos el adminículo que en la tierruca llamamos haragán. Aquí venden unos perolitos enclenques que vienen desarmados en una cajita. Uno los arma uniendo las tres partes de que están hechos y luego les pega un trapito de papel húmedo que hace las veces de coleto y que una vez que se usa se bota.
El baño es otro reto a las costumbres criollas. En mi memoria la limpieza del baño se relaciona con una fiesta de jabón y agua en generosas cantidades. Cuando era chiquita vi muchas veces limpiar el baño a las señoras que trabajaban en la casa y recuerdo haberlas “ayudado” una que otra vez, porque me parecía más un juego que un trabajo. En mi vida de adulta repetí algunas veces aquellas poncheradas de agua, aquellos baños de espuma, aquel olor a Ajax que parecía la encarnación misma de lo limpio. En la tierruca se puede hacer una fiesta con agua y jabón porque todos nuestros baños tienen lo que llaman un centropiso, un desagüe en la mitad del piso que permite limpiar generosamente todos los rincones de nuestras salas de baño con agua corriente y jabón parejo.
Aquí no. Ni las cocinas ni los baños tienen desagüe en el centro del piso ni en ningún lugar visible o discreto. El baño, por lo tanto, no se puede “peroliar” ni “manguerear”. El baño hay que limpiarlo con trapito y esponjita. Por más que uno intente reproducir la sensación de limpieza de aquellos tiempos en que el Ajax reinaba con su espumero generoso, lo único que logra es un pálido remedo echándole a la poceta un buen chorro de limpiador y viendo cómo su escuálida espuma se disuelve a la primera bajada.
Ni tengo que decirte lo frustrante que es que ni la aspiradora aspire ni el coleto limpie ni el baño pueda lavarse a poncherazos. Uno termina el lunes cansado, de mal humor y con la más absoluta seguridad de que el esfuerzo no ha valido la pena. Pero hay algunas compensaciones que hay que rescatar, para ser justos. Limpiar, aquí, no es un asunto real, sino un remedo, una apariencia, un asunto del que hay que salir lo más rápido posible para hacer otras cosas más importantes. Por eso es que han desarrollado la cultura de los papelitos húmedos. Si aprendes a usar el papelito húmedo tu vida se simplifica y puedes hasta llegar a olvidarte de los tiempos prehistóricos y obsoletos en los que limpiar la casa era un asunto que requería un día completo de serio esfuerzo.
El papelito húmedo sirve para coletear, para limpiar la poceta, el lavamanos y la ducha. También para dejar pulcras las superficies de la cocina, las hornillas, el lavaplatos y todo lo que remotamente pueda ensuciarse. El papelito húmedo se saca de una bolsita de plástico, se usa sobre cualquier superficie y se bota. Sus fabricantes te garantizan que estás matando el 99% de los gérmenes conocidos por el ser humano y no deja residuos que deban ser limpiados posteriormente. Así que una vez que has pasado el papelito puedes dedicarte a cualquier otra cosa. No es divertido, no produce el más mínimo rastro de nostalgia infantil, pero es higiénico, efectivo y directo. ¿Qué no haría una sirvienta ecuatoriana con una buena dosis de papelitos húmedos?
lunes, 4 de agosto de 2008
En el pueblito
Amiga,
Estamos otra vez en East Calder. Vamos a estar aquí un par de semanas antes de irnos a Venezuela. No hay mucho que contar, sólo que hace frío y llueve. Hay un festival aquí durante el mes de agosto. Se llama el Fringe y es una cosa del otro mundo. Teatro, música, danza, comedia en vivo, todo lo que te puedas imaginar que se puede presentar sobre un escenario. ¡Hay hasta un circo!
Ayer estuvimos en un concierto de Jazz. El escenario era una carpa montada en una plaza. Fue un concierto casi íntimo y muy conmovedor. Supongo que iremos a ver alguna otra cosa, pero la verdad es que las multitudes no me entusiasman demasiado y este es el mes en el que el mundo entero parece instalarse a ver y ser visto en Edimburgo. Si estoy de ánimo, tal vez te escriba una nota larga sobre el festival en estos días y te suba algunas fotos. Pero no será hoy.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)