martes, 26 de febrero de 2008
Las tierras altas
Amiga,
El fin de semana estuvimos en las tierras altas, las famosas highlands. Vimos entre la niebla el pico más alto de las islas británicas, el Ben Nevis, y visitamos los lagos del norte, entre los que está el Lago Ness. Sí, el mismo donde aparece el monstruo.
Viajar en medio de un clima adverso es lo más lejano al placer turístico que puedas imaginarte. Sin embargo, uno termina reconociendo que ofrece el atractivo de mostrarte el lugar tal cual es, al menos cuando se trata de las tierras altas de Escocia. ¿De qué otro modo puedes conocer un lugar en el que llueve trescientos días al año si no es bajo la lluvia? Pues casi enteramente bajo la lluvia y el frío de febrero transcurrió nuestro viaje. Pero voy a tratar de no hablar del clima y concentrarme en los detalles que me parecieron más interesantes.
Lo primero que a uno le llama la atención cuando recorre el interior de este país –y me refiero a toda Gran Bretaña, porque he tenido esa misma sensación en otras partes- es que hay dos tipos de carreteras: las autopistas, que son como casi todas las autopistas del mundo pero tal vez más angostas y con menos servicios; y las carreteras regulares, que son casi caminos en los que parece imposible que quepan al mismo tiempo un camión que viene y un carro que va. Eso si no contamos los caminitos, realmente angostos, por los que sólo parece caber un carro a la vez. La segunda cosa que llama la atención, y eso vale más para Escocia que para cualquier otra parte de las islas británicas, es la enorme cantidad de agua que uno puede ver a lo largo de cualquier vía. No sólo porque suele llover a cántaros la gran mayoría de las veces, sino porque por todo el camino es posible ver ríos, quebradas, riachuelos, cascadas, caños, caídas de agua de distintos altos y grosores, y por supuesto lagos. Lagos de todos los tamaños y colores. Lagos pequeñitos que parecen artificiales y seguramente lo son, lagos largos como serpientes, lagos gordos y gruesos, lagos amarillos, grises o azules, lagos negros. Tal vez por eso la tradición oral ha construido y preservado tantas historias relacionadas con el agua, con las criaturas del agua, como la historia del monstruo del Lago Ness.
Pero en este viaje, en el que no tuvimos la suerte de ver al monstruo, hubo otras dos cosas que me llamaron la atención: la manera como la gente recibe al visitante y el modo como en estos lugares han logrado hacer de sus monumentos históricos una industria lucrativa. Hay dos extremos de comportamiento entre la gente que te atiende en los lugares en los que inevitablemente tienes que comer, dormir o simplemente visitar. Un comportamiento más bien estandar es la eficiencia sin ningún compromiso. Así nos recibió la dueña del Bed and Breakfast en el que nos quedamos en Fort William. Nos abrió la puerta, nos preguntó a nombre de quién estaba la reservación, nos hizo pasar a la habitación que estaba en el piso de arriba y miraba al lago, nos explicó qué llave abría qué puerta, nos informó que el desayuno era a las ocho y media de la mañana en punto y desapareció de nuestra vista hasta el día siguiente. En el desayuno su atención fue exactamente igual, estrictamente formal y eficiente. El otro comportamiento es el de la gente que trata de ser amable, a veces mucho más amable de lo necesario. Pero esta vez no tuvimos la suerte o la desgracia de encontrarnos con uno de esos seres que necesitan hacerte creer que estás entre viejos amigos. Sólo un amago en una chica que nos despidió con más euforia de lo necesario en el Castillo de Urquhart.
Creo que lo más interesante del viaje fue precisamente este castillo –que, como puedes ver en la foto, está justo en la orilla del Lago Ness. Tuvimos la suerte de poder visitarlo en el único par de horas de todo el fin de semana en el que no llovió, así que no sólo tomamos fotos nítidas y brillantes sino que pudimos estar un tiempo bastante largo a la intemperie. En este castillo las visitas están organizadas con el fin de lograr un máximo de impacto en el visitante y en su bolsillo. No puedes ingresar sin pagar la entrada: un poco más de seis libras por adulto. Una vez que estás en el centro de visitas se te invita amablemente a ver un video en el que se cuenta la historia del castillo como si la audiencia estuviera compuesta de puros señores británicos que estudiaron mucho y conocen muy bien la historia de sus islas. El video no explica quién es quién, ni cuándo ni cómo, a pesar de algunas fechas lanzadas aquí y allá para consuelo de los que exigimos cierta precisión. Creo que esto es así porque la historia en realidad es bastante complicada y porque nadie sabe con certeza ni cómo era el castillo ni qué hicieron los que vivieron en él, hasta el día en que sus últimos habitantes lo destruyeron para que nadie más pudiera usarlo.
Pero el video es también algo superficial porque está construido para producir un verdadero impacto sólo al final. Una vez que la historia llega al punto crucial en el que el castillo está envuelto en llamas y suponemos que a punto de desaparecer, la pantalla se eleva y una cortina se abre para dar paso a un gran ventanal desde donde podemos ver las ruinas del extraordinario castillo, en vivo y directo, justo enfrente de nosotros. Si eso no es buen marketing no sé que más puede ser! En ese momento, aunque estuviera cayendo un inmenso palo de agua, igual nos parecería que valió la pena pagar las seis libras.
Como todos los lugares históricos que han sido convertidos en empresas turísticas, éste tiene su tiendita de objetos relacionados con el monumento en cuestión. Tratándose de un monumento ubicado en este lado del mundo, también hay en la tienda toda la parafernalia de objetos relacionados con lo que cualquier turista piensa que es “típicamente escocés”: tartanes, gaitas en miniatura, música tocada con esos instrumentos infernales, botellas de whisky, vasos de whisky, galletas de whisky, tortas de whisky, objetos diversos con signos gaélicos y libros que cuentan la historia del lugar. Nada fuera de lo habitual, pero sin duda una tentación para el comprador compulsivo de recuerditos.
La visita al castillo en sí es una experiencia de descubrimiento y adivinanza. El visitante debe imaginar qué había en cada estancia y cómo funcionaría cada zona del castillo a partir de unas muy escasas pistas: cada tanto hay un discreto cartelito que indica qué había en ese lugar y un dibujo en relieve del personaje más importante de ese particular punto del castillo, con sus ropas de época. Por ejemplo, el lugar en el que dormiría la dama del castillo tiene un dibujo de la susodicha vestida con todo el ropaje de gala de cierta época que vagamente identificamos como la alta edad media; el lugar donde se guardaban los caballos tiene un dibujo del personaje que estaría encargado de los establos con sus respectivos aperos y así... de resto, piedras, trozos de paredes, fracciones de torres y torretas, agujeros donde alguna vez hubo ventanas y una vista al lago realmente espectacular!
Cuando termina la visita, dejas el castillo de Urquhart pensando que ha valido la pena e incluso dispuesto a volver en cualquier otro momento. Qué buen negocio sería hacer algo parecido en los tres o cuatro castillos que tenemos en Venezuela y que se conservan incluso mucho mejor que éste.
viernes, 22 de febrero de 2008
Vuelo 518
Amiga,
Hoy me enteré de que desapareció un avión que salió de Mérida y me angustié mucho. Leí la lista de los pasajeros, nombre por nombre, para ver si conocía a alguien. Después de leerla me di cuenta de lo terrible que sería encontrar a un conocido en una lista como esa! Es otra de las tragedias de vivir con el Atlántico de por medio, saber que si alguien que conoces o que quieres tiene un accidente no hay nada que puedas hacer. Para acompañar el ánimo de esta nota lúgubre va una foto de nuestra placita cubierta de niebla.
jueves, 14 de febrero de 2008
Racismo y tolerancia
Amiga,
Todo inmigrante, más tarde o más temprano se encuentra de frente con uno de los aspectos más aterradores de la diferencia: el racismo. Mientras uno está tranquilito en su casa y no anda por ahí haciendo evidente su diferencia frente al mundo de los blancos, todo parece de lo más civilizado y decente. Nadie te molesta, tu origen y tus antecedentes étnicos parecen no importarle a nadie. Pero en el instante en que comienzas a interactuar con los seres humanos comunes y corrientes que te rodean, te das cuenta de que las reacciones que produce tu modo de hablar, tu tono de piel, lo oscuro y ensortijado de tu pelo pueden ir desde el asombro, pasando por la curiosidad, hasta la más franca animadversión (qué palabra tan fea!). Hay quien prefiere considerar que estar pendiente e incluso notar este tipo de reacciones es de entrada una forma de racismo, de parte del que es segregado! Yo prefiero pensar que -si la percepción es realidad- el racismo va a estar presente siempre que el color de la piel o el acento marquen de manera definitiva las relaciones entre las personas.
Esto no tiene en realidad que ver con mi propia experiencia aquí en Escocia. Hay que reconocer que los escoceses son de lo más decentes y tienen un largo entrenamiento en lo que podríamos llamar la aceptación de la diversidad. Pero siempre me acuerdo de una vez que nos insultó un borracho en plena calle porque estábamos hablando en español. Lyo y yo estábamos caminando por Cambridge, una ciudad universitaria en la que lo menos que puedes imaginar es que te vas a encontrar con un loco racista. Veníamos despacio por la acera y seguramente hablábamos sobre alguna cosa que nos llamaba la atención de la calle en la que estábamos. Nos paramos en algún momento frente a la vitrina de una tienda y supongo que al detenernos le cerramos el paso, sin darnos cuenta, a alguien que venía muy apurado detrás de nosotros. En todo caso, no sabemos de dónde salió el ser que de pronto comenzó a gritarnos que nos fuéramos a nuestro país de mierda –disculpa que use la expresión que puso de moda el presidente de la tierruca, pero me atengo a los hechos- que qué hacíamos ahí molestando a la gente y hablando nuestro incomprensible idioma... el insulto duró varios minutos que para mí fueron eternos. La mitad de lo que el hombre dijo no lo entendí, pero su odio, su furia inmensa, sus gestos agresivos decían mucho más que sus palabras. Todo sucedió en pleno día y en medio de la calle de una de las ciudades más educadas de Inglaterra. Nadie intervino. El hombre se cansó de insultarnos y nadie dijo nada, nadie se paró a preguntar siquiera qué pasaba. Lyo se molestó muchísimo, respondió como pudo a los insultos, a pleno grito, y estuvo a punto de entrarle a golpes al hombre. La verdad es que yo hubiera hecho lo mismo si hubiera tenido el tamaño y la fuerza necesarios. Pero hice lo que la sensatez me dictaba y me llevé a Lyo a un lugar aparte para evitar que el asunto llegara a mayores. He contado esta historia varias veces y cuando la cuento la gente me mira como si estuviera inventándola. La historia termina conmigo sentada en una plaza llorando a mares.
Es difícil explicar lo que se siente cuando alguien te insulta en público por el hecho de ser diferente o hablar otro idioma. Es mucho más difícil de explicar cuando se supone que estás en una sociedad civilizada que se jacta de haber superado los odios y de educar a su gente en los principios elementales de la democracia, la igualdad, la hermandad y la fraternidad. Pero hoy, leyendo la prensa como lo hago todas las mañanas mientras desayuno, me encontré con una de esas evidencias que le encogen a uno el corazón y le instalan en la boca del estómago un frío que no se te quita por días. Es una historia larga pero voy a tratar de resumirla lo mejor que pueda:
En abril de 1993, en una zona del sureste de Londres, un joven de origen jamaiquino llamado Stephen Lawrence fue atacado por un grupo de cinco chicos blancos que vivían en su mismo vecindario. Lo acosaron, golpearon y apuñalaron. Lo dejaron morir desangrado en plena calle. Su único crimen había sido tener la piel negra. Los sospechosos de cometer el crimen fueron interrogados, detenidos brevemente, enjuiciados y luego dejados libres por falta de pruebas. Tiempo después se abrió una averiguación que determinó que la policía no se había ocupado del caso con la diligencia habitual debido al racismo que campeaba dentro de los mismos cuerpos policiales. Para hacerte el cuento corto, los culpables siguen libres y la investigación sigue abierta.
Mientras tanto, se creó una fundación en honor al muchacho asesinado y con el dinero que recaudaron sus amigos y familiares se contruyó un hermoso edificio que lleva su nombre y donde se ayuda a jóvenes de pocos recursos a estudiar diseño, urbanismo y arquitectura, que era la carrera que Stephen hubiera querido estudiar. Ese edificio fue diseñado por un famoso arquitecto y tiene unos inmensos ventanales -que se ven en la foto de Peter Macdiarmid/Getty que acompaña esta nota y que tomé del periódico The Guardian- por donde entra la luz y desde donde se puede mirar hacia afuera: un símbolo de la transparencia, la comunicación, el vínculo que debería existir entre los seres humanos sin importar el color de su piel.
Pues ayer, por tercera vez desde que existe este centro en el que se le rinde homenaje a un joven cuya muerte no ha sido aclarada catorce años después, los hermosos ventanales fueron destruidos con ladrillos y piedras. A pesar de las más de veinte cámaras de vigilancia y la cerca de metal que se han visto obligados a colocar para proteger el lugar, los ladrillos y las piedras persisten en destruir una obra dedicada a la construcción de mejores sueños para un futuro menos oscuro.
Ante un hecho como éste uno no puede sino reconocer el modo como conviven en este país el odio racial y el sincero deseo de acabar con la discriminación. Por un lado, el edificio es un símbolo de reconciliación que sin duda dice mucho a favor de una sociedad que insiste en mostrar de manera concreta las bondades de la convivencia. Por otro, el cuchillo y los puñetazos que mataron a Stephen Lawrence, los ladrillos y las piedras que insisten en destruir su legado, nos hablan de un terror atávico a todo lo diferente. Un terror que parece estar inscrito en el subconsciente de una sociedad construida sobre la explotación y que ha considerado, por siglos, el color de su piel como un signo inequívoco de superioridad.
En todo caso, mientras sucedan cosas como éstas, los que venimos de otros países e intentamos hacernos un lugar aquí sabemos que en cualquier momento, sin necesidad de ninguna provocación de nuestra parte, por sólo existir y ocupar un espacio bajo este lado del cielo, podemos ser insultados, atacados, golpeados y -en el más terrible de los casos- asesinados por nuestros propios vecinos. Y ese es un sentimiento devastador.
jueves, 7 de febrero de 2008
Vecinos
Amiga,
Sólo para probarte que de verdad vivo en el monte, te dejo aquí una foto que tomé ayer de dos hermosos caballos que viven a una cuadra y media de la casa. Como puedes ver, están de lo más arropaditos, lo que significa que ellos también sufren por el frío, incluso bajo el sol espléndido que a veces tenemos la fortuna de que nos alumbre.
martes, 5 de febrero de 2008
Tribulaciones de una consorte (apurada)
Amiga,
Después de días encerrada porque el clima simplemente se niega a mejorar, me dejé animar por la idea de acompañar a Lyo a la ciudad. Entre una reunión a mediodía y una clase al final de la tarde tendríamos tiempo para ir al cine y ver una película interesante en la cinemateca (se llama Filmhouse, pero le decimos cinemateca entre nosotros). Salir en medio de la semana implica acomodar entre los horarios de trabajo el tiempo para hacer algo fuera de lo común. Suena divertido, pero no siempre lo es.
La primera señal de que las cosas no iban a ser tan sencillas la tuvimos justo al salir: comenzó a nevar! Paciencia, pensé, en lo que llegue el autobús estaremos calentitos y secos por cuarenta minutos antes de tener que enfrentar otra vez el frío en la ciudad. Pero a veces los horarios de los autobuses no funcionan con la exactitud británica con que deberían y justamente era uno de esos días: esperamos más de quince minutos. Ya sé que para los estándares de nuestro transporte público, allá en la tierruca, esperar un autobús por quince minutos es lo más normal del mundo; pero no aquí donde los autobuses tienen horario y todo el mundo espera que se comporten como debe ser. Lo bueno es que el autobús eventualmente llega, y siempre funciona la calefacción y siempre hay puesto donde sentarse y esperar que la ropa se seque y poco a poco el frío moleste menos.
En el camino parece que el tiempo mejora, así que cuarenta minutos después nos bajamos en la ciudad con buen ánimo. Caminamos por Princes Streeet hasta encontrar la esquina donde tenemos que subir hasta George Street. Hay un viento que parece querer decir “te dije que no salieras hoy”. Mientras Lyo asiste a su reunión, yo lo espero en una de las librerías más grandes de la ciudad. Las librerías aquí son tan enormes que al entrar uno se siente sobrepasado por la capacidad humana de producir discursos, palabras, imágenes, historias... pero aún así es un gusto curiosear. Siempre miro primero los estantes de los libros más vendidos a ver qué me llama la atención. Leo los resúmenes en la parte de atrás de los títulos que me suenan más interesantes, si algo me parece que de verdad vale la pena leo el primer párrafo o la primera página. No estoy con ánimo de comprar, así que no tomo nota mentalmente de ningún texto en particular, sólo trato de acordarme de que tengo que comprar la última novela de Ian McEwan que sigue en las listas de los más vendidos. Luego paso a los estantes marcados como “Fiction”. La palabra "Literatura" sirve aquí para muchas cosas, así que se usa "ficción" para nombrar algo que para nosotros parece mucho más serio y de ese modo se confunden best sellers con obras de Shakespeare. Me llama la atención que aquí hay toda una sección de Scottish Fiction, textos escritos por escoceses o sobre Escocia. Entre los libros me sorprende un nombre latino: Diana Gabaldón. No tengo idea de quién es y leo una por una las contraportadas de los libros. Trato de recordar su nombre para después, porque me parece curioso que la hija de un mejicano se haya dedicado a escribir novelas de aventuras ubicadas en las tierras altas de Escocia.
Miro hacia afuera y veo que comienza a nevar otra vez. Sigo mi recorrido por los anaqueles en orden alfabético. Veo una traducción al inglés de la última novela de Vargas Llosa y reviso la sección donde están los libros de Virginia Woolf. Después me detengo en los estantes de literatura para adolescentes. Me distraigo leyendo las cartas de Beatrice, uno de los personajes de Lemony Snicket. Es una edición ingeniosa, porque viene en una carpeta y cuando se abre puedes ver las cartas y hay pistas impresas en un poster que se deben seguir para descubrir un misterio. Todo el texto está pensado como un rompecabezas, pero también como un archivo de pruebas, una especie de archivo policial que debe desplegarse en una mesa para poder cubrir visualmente todo el material.
Cuando estoy frente a los estantes de novelas gráficas, Lyo llega apurado y hay que salir corriendo a la cinemateca porque es casi la una de la tarde y la película comienza a la una y media y apenas vamos a tener un poco menos de media hora para almorzar. Ha dejado de nevar y de llover, pero el viento continúa y es realmente difícil caminar. Lyo me jala por una mano y yo siento como si caminara por uno de esos túneles de viento que se usan para probar la resistencia de algunos diseños de carros. Con este viento no hay paraguas que valga, así que cuando empieza a llover no hay que quejarse, sólo mantener la vista fija en el suelo y agradecer que la chaqueta sea impermeable. Al llegar a la cinemateca parece que hubiéramos caminado media hora, pero sólo han sido unas cuatro cuadras y menos de diez minutos. Compramos las entradas y, por suerte, descubrimos que la película empieza quince minutos más tarde y que eso nos da más de media hora para comer. Pedimos nuestro plato favorito –garbanzos al curry- en el restaurant de la cinemateca y esperamos... y esperamos... pasan más de quince minutos y seguimos esperando. Yo he estado leyendo la programación de Febrero y trato de tomarme el asunto con calma. A Lyo está a punto de darle un ataque. Los dos miramos el reloj cada minuto. Cuando finalmente llega nuestra comida tenemos menos de diez minutos para comer y salir corriendo a la sala 3, donde pasan la película que vinimos a ver: Lust, Caution de Ang Lee.
Comemos lo más rápido que podemos y nos levantamos en carrera. Me tranquiliza saber que una vez sentados en la sala vamos a tener tiempo de digerir el almuerzo en dos horas largas de película. Cuando entramos en la sala ya están pasando las propagandas de las películas que vienen. Por suerte estamos a mitad de la semana y a mitad de la tarde, así que no hay muchos puestos ocupados y encontramos un par de asientos en el centro. Sin embargo, siempre nos sorprende que todas las veces que hemos venido a este cine hay gente a cualquier hora del día o de la noche. Lyo dice que aquí hay demasiada gente que no trabaja. Yo le insisto en que no es eso, sino que hay personas con horarios flexibles, como los que trabajan en las universidades. Tomando en cuenta que esta es una ciudad universitaria, eso puede implicar una cantidad sustancial de gente. Pero esta conversación sucede después. Entrar en una sala de cine en este país es una experiencia que no puede menos que calificarse de “civilizada”. En las salas de cine NO SE HABLA. Para todos aquellos que hemos aprendido en las cinematecas ese código de comportamiento, esta puede ser una observación ociosa. Pero para cualquier hijo de vecino que asista a una sala de cine venezolana puede resultar una revelación. En nuestras salas de cine la gente no sólo conversa con quien esté al lado, la gente incluso habla por el celular!... y si tienes la osadía de pedir silencio, el que habla puede incluso decidir hablar más alto para dejar en claro su derecho a molestar al resto del universo. Pues aquí no. Aquí cada quien se comporta como debe ser.
La película que estamos viendo hoy es larga, lenta, no se puede decir que fastidiosa, porque está muy bien hecha y su estética proclama, a gritos, que es de un director reconocido: todo en ella es perfecto. Todo menos la historia que para mí es insostenible. Cuando después de casi tres horas la película termina y antes de que comiencen a pasar los créditos Lyo me dice que tenemos que salir volando porque su clase comienza en menos de una hora. Al volver al frío de las cinco de la tarde yo simplemente dejo de pensar. En esta época del año el sol se oculta cerca de las cuatro y media, así que estamos en una especie de entrepenumbra y en un minuto se va a hacer de noche. En la acera, en el medio de la lluvia y el viento, Lyo me dice, “déjame pensar” como si yo pudiera hacer otra cosa. Tenemos que decidir entre agarrar el autobús o montarnos en un taxi. Lo más lógico es un taxi, pero no tenemos efectivo, así que Lyo corre hasta la esquina donde hay un cajero mientras yo lo espero muerta de frío. Después cruzamos la calle en volandas sin respetar los cruces legales, pero el taxi que habíamos visto vacío al salir está ahora lleno y acaba de arrancar con sus alegres pasajeros dentro.
Caminamos dos cuadras para agarrar otro taxi en una esquina en la que es posible cruzar a la izquierda inmediatamente y evitar la cola del centro. Lyo se adelanta cuando ve un taxi vacío y yo corro para alcanzarlo. Finalmente estamos en camino y estamos bien de tiempo. Pero el taxista no cruza en la esquina sino que sigue directo hacia el centro y quedamos atrapados en la cola que pretendíamos evitar. Otra vez miramos los relojes sacando cuentas para saber si llegaremos o no. Lyo tiene que sacar antes de la clase unas fotocopias porque hoy hay un examen y el material no está listo, así que tenemos que estar ahí al menos quince minutos antes. Cuando salimos de la cola ya calculamos que vamos a poder llegar a tiempo y creo que es el único momento del día en que nos desaceleramos. Decidimos que yo me quedo en la universidad hasta que Lyo termine su examen y después nos vamos juntos a la casa en autobús. Cuesta entre ocho y doce libras ir desde el centro de la ciudad a la Universidad. No es mucho, pero no es algo que puedas hacer todos los días porque te arruinas.
Después de la clase Lyo tiene que resolver el papeleo del examen y dejar todo ordenado para la preparadora que se encarga de corregir (qué envidia tener alguien que corrija por ti! esto sólo lo puede entender alguien que haya dado clase a más de ochenta estudiantes en un trimestre y que jamás haya tenido un preparador que le corrija los exámenes). Miramos los horarios y decidimos que nos vamos en el autobús de las siete y veinte. Cuando salimos de la oficina de Lyo es noche cerrada y sigue lloviendo. Caminamos hasta la parada por el medio de un bosque de árboles enormes y pelados. Discutimos la película y Lyo dice que a pesar de la lluvia, del viento y el frío, ha sido una tarde agradable. Dice que tengo que escribir en mi blog todo lo que pasó hoy, porque le parece divertido que hayamos pasado toda la tarde pegando carreras, así que esta nota es casi por encargo.
Pero yo no estoy tan segura de que haya valido la pena el apuro, así que mientras esperamos el autobús en la parada, congelados, establezco una nueva ley: nunca más vamos a ir al cine si tenemos un compromiso después. Espero que esa ley se cumpla, aunque sea para que yo no tenga que escribir otra nota tan larga y fastidiosa como ésta.
Después de días encerrada porque el clima simplemente se niega a mejorar, me dejé animar por la idea de acompañar a Lyo a la ciudad. Entre una reunión a mediodía y una clase al final de la tarde tendríamos tiempo para ir al cine y ver una película interesante en la cinemateca (se llama Filmhouse, pero le decimos cinemateca entre nosotros). Salir en medio de la semana implica acomodar entre los horarios de trabajo el tiempo para hacer algo fuera de lo común. Suena divertido, pero no siempre lo es.
La primera señal de que las cosas no iban a ser tan sencillas la tuvimos justo al salir: comenzó a nevar! Paciencia, pensé, en lo que llegue el autobús estaremos calentitos y secos por cuarenta minutos antes de tener que enfrentar otra vez el frío en la ciudad. Pero a veces los horarios de los autobuses no funcionan con la exactitud británica con que deberían y justamente era uno de esos días: esperamos más de quince minutos. Ya sé que para los estándares de nuestro transporte público, allá en la tierruca, esperar un autobús por quince minutos es lo más normal del mundo; pero no aquí donde los autobuses tienen horario y todo el mundo espera que se comporten como debe ser. Lo bueno es que el autobús eventualmente llega, y siempre funciona la calefacción y siempre hay puesto donde sentarse y esperar que la ropa se seque y poco a poco el frío moleste menos.
En el camino parece que el tiempo mejora, así que cuarenta minutos después nos bajamos en la ciudad con buen ánimo. Caminamos por Princes Streeet hasta encontrar la esquina donde tenemos que subir hasta George Street. Hay un viento que parece querer decir “te dije que no salieras hoy”. Mientras Lyo asiste a su reunión, yo lo espero en una de las librerías más grandes de la ciudad. Las librerías aquí son tan enormes que al entrar uno se siente sobrepasado por la capacidad humana de producir discursos, palabras, imágenes, historias... pero aún así es un gusto curiosear. Siempre miro primero los estantes de los libros más vendidos a ver qué me llama la atención. Leo los resúmenes en la parte de atrás de los títulos que me suenan más interesantes, si algo me parece que de verdad vale la pena leo el primer párrafo o la primera página. No estoy con ánimo de comprar, así que no tomo nota mentalmente de ningún texto en particular, sólo trato de acordarme de que tengo que comprar la última novela de Ian McEwan que sigue en las listas de los más vendidos. Luego paso a los estantes marcados como “Fiction”. La palabra "Literatura" sirve aquí para muchas cosas, así que se usa "ficción" para nombrar algo que para nosotros parece mucho más serio y de ese modo se confunden best sellers con obras de Shakespeare. Me llama la atención que aquí hay toda una sección de Scottish Fiction, textos escritos por escoceses o sobre Escocia. Entre los libros me sorprende un nombre latino: Diana Gabaldón. No tengo idea de quién es y leo una por una las contraportadas de los libros. Trato de recordar su nombre para después, porque me parece curioso que la hija de un mejicano se haya dedicado a escribir novelas de aventuras ubicadas en las tierras altas de Escocia.
Miro hacia afuera y veo que comienza a nevar otra vez. Sigo mi recorrido por los anaqueles en orden alfabético. Veo una traducción al inglés de la última novela de Vargas Llosa y reviso la sección donde están los libros de Virginia Woolf. Después me detengo en los estantes de literatura para adolescentes. Me distraigo leyendo las cartas de Beatrice, uno de los personajes de Lemony Snicket. Es una edición ingeniosa, porque viene en una carpeta y cuando se abre puedes ver las cartas y hay pistas impresas en un poster que se deben seguir para descubrir un misterio. Todo el texto está pensado como un rompecabezas, pero también como un archivo de pruebas, una especie de archivo policial que debe desplegarse en una mesa para poder cubrir visualmente todo el material.
Cuando estoy frente a los estantes de novelas gráficas, Lyo llega apurado y hay que salir corriendo a la cinemateca porque es casi la una de la tarde y la película comienza a la una y media y apenas vamos a tener un poco menos de media hora para almorzar. Ha dejado de nevar y de llover, pero el viento continúa y es realmente difícil caminar. Lyo me jala por una mano y yo siento como si caminara por uno de esos túneles de viento que se usan para probar la resistencia de algunos diseños de carros. Con este viento no hay paraguas que valga, así que cuando empieza a llover no hay que quejarse, sólo mantener la vista fija en el suelo y agradecer que la chaqueta sea impermeable. Al llegar a la cinemateca parece que hubiéramos caminado media hora, pero sólo han sido unas cuatro cuadras y menos de diez minutos. Compramos las entradas y, por suerte, descubrimos que la película empieza quince minutos más tarde y que eso nos da más de media hora para comer. Pedimos nuestro plato favorito –garbanzos al curry- en el restaurant de la cinemateca y esperamos... y esperamos... pasan más de quince minutos y seguimos esperando. Yo he estado leyendo la programación de Febrero y trato de tomarme el asunto con calma. A Lyo está a punto de darle un ataque. Los dos miramos el reloj cada minuto. Cuando finalmente llega nuestra comida tenemos menos de diez minutos para comer y salir corriendo a la sala 3, donde pasan la película que vinimos a ver: Lust, Caution de Ang Lee.
Comemos lo más rápido que podemos y nos levantamos en carrera. Me tranquiliza saber que una vez sentados en la sala vamos a tener tiempo de digerir el almuerzo en dos horas largas de película. Cuando entramos en la sala ya están pasando las propagandas de las películas que vienen. Por suerte estamos a mitad de la semana y a mitad de la tarde, así que no hay muchos puestos ocupados y encontramos un par de asientos en el centro. Sin embargo, siempre nos sorprende que todas las veces que hemos venido a este cine hay gente a cualquier hora del día o de la noche. Lyo dice que aquí hay demasiada gente que no trabaja. Yo le insisto en que no es eso, sino que hay personas con horarios flexibles, como los que trabajan en las universidades. Tomando en cuenta que esta es una ciudad universitaria, eso puede implicar una cantidad sustancial de gente. Pero esta conversación sucede después. Entrar en una sala de cine en este país es una experiencia que no puede menos que calificarse de “civilizada”. En las salas de cine NO SE HABLA. Para todos aquellos que hemos aprendido en las cinematecas ese código de comportamiento, esta puede ser una observación ociosa. Pero para cualquier hijo de vecino que asista a una sala de cine venezolana puede resultar una revelación. En nuestras salas de cine la gente no sólo conversa con quien esté al lado, la gente incluso habla por el celular!... y si tienes la osadía de pedir silencio, el que habla puede incluso decidir hablar más alto para dejar en claro su derecho a molestar al resto del universo. Pues aquí no. Aquí cada quien se comporta como debe ser.
La película que estamos viendo hoy es larga, lenta, no se puede decir que fastidiosa, porque está muy bien hecha y su estética proclama, a gritos, que es de un director reconocido: todo en ella es perfecto. Todo menos la historia que para mí es insostenible. Cuando después de casi tres horas la película termina y antes de que comiencen a pasar los créditos Lyo me dice que tenemos que salir volando porque su clase comienza en menos de una hora. Al volver al frío de las cinco de la tarde yo simplemente dejo de pensar. En esta época del año el sol se oculta cerca de las cuatro y media, así que estamos en una especie de entrepenumbra y en un minuto se va a hacer de noche. En la acera, en el medio de la lluvia y el viento, Lyo me dice, “déjame pensar” como si yo pudiera hacer otra cosa. Tenemos que decidir entre agarrar el autobús o montarnos en un taxi. Lo más lógico es un taxi, pero no tenemos efectivo, así que Lyo corre hasta la esquina donde hay un cajero mientras yo lo espero muerta de frío. Después cruzamos la calle en volandas sin respetar los cruces legales, pero el taxi que habíamos visto vacío al salir está ahora lleno y acaba de arrancar con sus alegres pasajeros dentro.
Caminamos dos cuadras para agarrar otro taxi en una esquina en la que es posible cruzar a la izquierda inmediatamente y evitar la cola del centro. Lyo se adelanta cuando ve un taxi vacío y yo corro para alcanzarlo. Finalmente estamos en camino y estamos bien de tiempo. Pero el taxista no cruza en la esquina sino que sigue directo hacia el centro y quedamos atrapados en la cola que pretendíamos evitar. Otra vez miramos los relojes sacando cuentas para saber si llegaremos o no. Lyo tiene que sacar antes de la clase unas fotocopias porque hoy hay un examen y el material no está listo, así que tenemos que estar ahí al menos quince minutos antes. Cuando salimos de la cola ya calculamos que vamos a poder llegar a tiempo y creo que es el único momento del día en que nos desaceleramos. Decidimos que yo me quedo en la universidad hasta que Lyo termine su examen y después nos vamos juntos a la casa en autobús. Cuesta entre ocho y doce libras ir desde el centro de la ciudad a la Universidad. No es mucho, pero no es algo que puedas hacer todos los días porque te arruinas.
Después de la clase Lyo tiene que resolver el papeleo del examen y dejar todo ordenado para la preparadora que se encarga de corregir (qué envidia tener alguien que corrija por ti! esto sólo lo puede entender alguien que haya dado clase a más de ochenta estudiantes en un trimestre y que jamás haya tenido un preparador que le corrija los exámenes). Miramos los horarios y decidimos que nos vamos en el autobús de las siete y veinte. Cuando salimos de la oficina de Lyo es noche cerrada y sigue lloviendo. Caminamos hasta la parada por el medio de un bosque de árboles enormes y pelados. Discutimos la película y Lyo dice que a pesar de la lluvia, del viento y el frío, ha sido una tarde agradable. Dice que tengo que escribir en mi blog todo lo que pasó hoy, porque le parece divertido que hayamos pasado toda la tarde pegando carreras, así que esta nota es casi por encargo.
Pero yo no estoy tan segura de que haya valido la pena el apuro, así que mientras esperamos el autobús en la parada, congelados, establezco una nueva ley: nunca más vamos a ir al cine si tenemos un compromiso después. Espero que esa ley se cumpla, aunque sea para que yo no tenga que escribir otra nota tan larga y fastidiosa como ésta.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)