Hace unos días subí un cuento a mi blog sobre un personaje que hace hayacas íngrima y sola en el exilio. A raíz de ese cuento, mi sobrina Alexandra me pasó un texto que ella había escrito sobre su experiencia de hacer hayacas con su familia, que vive en los Estados Unidos. La protagonista de esta historia es -con toda razón- mi hermana Ruth, la chef. Ella ha heredado la voz de mando y el gusto por la cocina de los dos lados de la familia.
Le pedí permiso a Alexandra para traducir su texto, escrito originalmente en inglés. Aquí está mi versión, que mantuve muy cerca del original. Espero que te guste.
Va con un abrazo navideño,
r
Hacer hallacas en los Estados Unidos
El fin de semana para hacer las hallacas se fija
mucho antes de que se compren los regalos o se saquen del sótano los
adornos de navidad. "Vamos a hacer las hallacas el fin del 16 de
diciembre" dice mi mamá. Anotado.
Todos los miembros de la familia lo saben, los
amigos de la familia también, los vecinos lo saben, los tíos y las
tías y los primos que viven en otros estados y en otros países lo
saben. Incluso si no pueden estar ahí en persona, todos saben cuándo
mi mamá va a estar haciendo las hallacas. Los vecinos y los amigos
saben que tienen que pasar por la casa, las tías saben que tienen
que preguntar cómo quedaron este año. Desde que tengo memoria un
fin de semana específico de diciembre está reservado para hacer las
hallacas. Y es un acontecimiento que de verdad ocupa todo un fin de
semana.
Durante toda la semana anterior, mi mamá llega
a la casa con una serie de productos que solamente pasan por
nuestra cocina en esta época del año. Potes de vidrio con
"surtidos" de Goya (no tengo ni idea de cómo se llaman en
inglés estos vegetales picados y conservados en vinagre que
solamente comemos en el guiso de la hallaca), alcaparras (que son la
única cosa en el mundo que no me gusta comer), y un polvo rojo para
teñir el aceite y convertirlo en uno de los ingredientes centrales
de la masa. Hubo un año en el que, después de hacer las hallacas,
mi hermana menor hizo brownies con la mezcla de Betty Crocker que
viene en caja, y usó el aceite onotado que había sobrado en vez del
aceite normal, pero esa es otra historia. También vamos al mercado
chino a comprar los paquetes de hojas de plátano congeladas. Cuando
yo era pequeña me tapaba la nariz durante todo el tiempo que
pasábamos en el mercado para no tener que soportar el olor a pescado
rancio que se siente en todas partes. Compramos todos los paquetes de
hojas que encontramos y también muchos paquetes de harina PAN. El
pollo y el cochino los compra mi mamá en el Costco y también compra
cantidades industriales de sal.
Con todos los ingredientes a mano, el viernes en
la noche es el día de picar. Cuando yo era más joven no participaba
en la interminable tarea de cortar kilos y kilos de carne cruda y
vegetales. Ya más grande, la verdad es que tampoco lo hago, porque
es viernes en la noche y siempre salgo con mis amigos. Mi mamá pone
toda esa carne, junto con los vegetales, los aliños, el vino y otras
cosas de las que no tengo ni idea, en la olla más grande que tenemos
y la deja marinar hasta el día siguiente. A medida que la familia ha
ido creciendo y se han sumando más amigos y familiares al proceso de
hacer hallacas, mi mamá cambió la olla por una de las gavetas de la
nevera para marinar el guiso. Sí, tal cual, carne cruda en una
gaveta de plástico dentro de la nevera. A ella le parece lo más
saludable del mundo. Como le parece saludable probar ese guiso, crudo
y todo, porque god forbid que cocines el guiso sin que sepa
bien. La prueba de que el guiso está en su punto solo está en el
paladar de mi mamá y en toda una vida de experiencia probando las
hallacas de su papá y de su abuela. Para mí, el guiso sabe igual
todos los años. Para ella, nunca está del todo bien, incluso cuando
para los demás está buenísimo.
Al día siguiente comienza el proceso de armar
las hallacas. Mi mamá hace una cantidad exagerada de masa, que
consiste en harina PAN mezclada con una cantidad inmensa de sal, agua
tibia y aceite con onoto, hasta que queda del color y sabor
perfectos, y sin grumos. Ella amasa, agrega más sal, amasa, agrega
más sal, amasa, agrega más aceite. Siempre está simple. Agrega más
sal. Cocina el guiso, lo prueba, agrega más sal. Si eres de los
afortunados a los que alguna vez se les pide que prueben algo tan
sagrado como el guiso o la masa, te puedes considerar un verdadero
adulto venezolano.
El resto de la familia se une a la acción el
sábado en la mañana. Nadie puede descansar ni quedarse durmiendo
hasta tarde ese día, y no importa si eres un adolescente gruñón o
un joven adulto con resaca. Te levantas con el olor del guiso que se
está cocinando y con las mesas y las sillas ya instaladas en una
línea de ensamblaje que pondría verdes de envidia a los elfos que
ayudan a Santa. "Pónganse las pilas".
Después de que el guiso y la masa están
listos, se organiza la línea de ensamblaje. Todos los integrantes de
la familia tienen que estar en ese momento en la cocina y en el fondo
se tiene que escuchar música en español. Como ya no estamos en
Venezuela, es posible que estemos haciendo las hallacas mientras cae
nieve afuera. Cada miembro de la familia ocupa el lugar que le
corresponde (si tienes suerte, es posible que te den una taza de café
antes de empezar).
Ahora lo más importante de hacer hallacas: hay
una jerarquía muy clara y diferenciada de a quién le toca hacer qué
en el proceso. Es más o menos así:
-Cualquier niño entre los 4 y los 12 años
tiene que hacer bolas de masa. (Mi mamá te da una bola de ejemplo y
más te vale que hagas cada bola exactamente del mismo tamaño y
forma o te van a regañar cada tanto para que la corrijas; si te
regañan demasiadas veces vas a terminar fuera de la mesa). (Ah,
asegúrate de usar suficiente aceite en las manos para evitar que
termines con los dedos llenos de masa).
-Las niñas y jovenes entre los 12 y los 18
están encargadas de aplastar la masa sobre las hojas de plátano.
(Agarra una bola y aplástala sobre una hoja limpia con la punta de
los dedos; regaña a cualquiera de los niños que no hizo la bola de
masa como es debido; amontona una pila de hojas con sus respectivas
masas para que estén listas para el paso siguiente). (Asegúrate de
poner aceite en la hoja antes de aplastar la masa, USA EL LADO LISO
DE LA HOJA, y prepárate para que te duelan las manos por varios días
después de hacer miles de veces el mismo movimiento).
Los adolescentes y adultos jóvenes se las
arreglan para hacer que este proceso sea más bien divertido
agregando champaña al jugo de naranja o whiskey al café y riéndose
de la gracia por lo bajo con los hermanos y los primos. (Si estás
enratonado, NO se lo digas a tu mamá o corres el riesgo de que te
saquen de la línea de ensamblaje).
-Las jóvenes que han pasado los 18 y se
han-ganado-la-confianza-suficiente después de haber pasado años de
su infancia y adolescencia haciendo bolas y aplastando masa, usando
suficiente aceite en las manos y participando en todos y cada uno de
los fines de semana en los que se hicieron las hallacas, en cierto
momento de su vida adulta es posible que se les otorgue el honor de
rellenar las hallacas poniendo guiso sobre la masa. (Asegúrate de
seguir el ejemplo de tu mamá con respecto a cuánto guiso se permite
para cada hallaca y nunca te olvides de agregarle encima una
aceituna, un aro de cebolla y una tira de pimentón rojo).
–Las mujeres adultas amarran las hallacas. Se
trata de un arte. Solo a las matriarcas de la familia se les permite
amarrar las hallacas y solo ellas tienen la habilidad de hacerlo
perfectamente. No pueden quedar tan sueltas como para que la hallaca
se desbarate ni tan apretadas que se rompan con la presión. Y solo
ellas tienen la habilidad de usar pequeños pedazos de hojas
("segunda hoja") y envolver cada hallaca como una perfecta
obra de arte. Pasarán muchos años antes de que yo pueda hacer ese
trabajo, y no tengo problemas con eso.
–Mi mamá es la encargada de supervisar cada
detalle de la producción y asegurarse de que cada miembro de la
familia esté haciendo su trabajo como es debido (es decir,
perfectamente). Si hay un día en el año en el que mi mamá puede
competir con Gordon Ramsey en la dirección de la cocina, este es el
día. Ella prueba todo, controla la calidad de las bolas, las hojas,
el relleno y el amarrado. Decide quién hace qué y anuncia el
momento en el que hay que dejar de hacer hallacas y empezar a hacer
bollos. Mantiene a todo el mundo en la cocina y se asegura de que el
trabajo se termine en un día.
Trabajos que los hombres son capaces de hacer (o
se les permite hacer) el fin de semana de las hallacas:
-El más importante: ir al mercado chino a
comprar más hojas porque se acaban. Cada. Año. Sin. Falta.
-Cortar el pabilo del largo requerido (ese es el
hilo con el que se amarran las hallacas).
-Lavar las hojas si todas las mujeres están
ocupadas.
-Hervir el agua para cocinar las hallacas.
-Vigilar el agua en la que se están cocinando
las hallacas.
-Contar muchas veces durante todo el proceso
cuántas hallacas y bollos hay.
-Probar las hallacas y los bollos cuando estén
listos.
El día de hacer hallacas hay varias
conversaciones que vas a escuchar de manera inevitable. La primera
siempre es una lección de historia sobre cómo los "indios"
venezolanos hacían las hallacas con las sobras, es decir que las
hallacas eran en realidad la comida de los pobres.
Mi anécdota favorita es cuando los mayores
comentan lo afortunados que somos los jóvenes que tenemos la
oportunidad de usar hojas congeladas y harina precocida que se puede
comprar en el abasto. En los viejos tiempos, “uno empezaba por
matar el cochino y moler el maíz”. Lo que yo imagino al escuchar
esa historia es que el proceso siempre ha sido complicado, y todavía
es, pero el producto final vale todo el sacrificio. En algún momento
alguien va a comentar que la gente de otros lugares de Venezuela
hacen las hallacas de manera distinta. Yo me niego a comer hallacas
que no sean las que hace mi mamá, pero sé que hay gente que hace
cosas insólitas como ponerle carne roja a las hallacas, o todavía
peor, ¡almendras! Acuérdate de decir que sí con la cabeza para
dejar claro que tú también piensas que es una blasfemia, que de
verdad tienes la fortuna de no tener que ir a cortar hojas de plátano
en la selva (si le preguntas a mi hermana menor cómo es una mata de
plátano en la vida real, apuesto a que no sabe), y sigue haciendo
tu trabajo.
Es importante dejar claro que nadie come nada
ese día hasta que las hallacas están listas. Te toca sobrevivir
todo el día a punta de café y de lo que puedas comerte bajo cuerda,
hasta que finalmente te dejen comer una de las primeras hallacas
recién cocinadas. Pero no es que te puedes comer una hallaca
completa tú solo. Te toca comerte un bocado y luego pasarle el
plato al que tienes al lado para que todo el mundo pueda comentar lo
buenas que quedaron y cómo el guiso DEFINITIVAMENTE quedó mejor
este año. Tengo la teoría de que las hallacas son tan sabrosas
porque uno trabaja duro para hacerlas y también porque te estás
muriendo de hambre cuando las pruebas por primera vez.
Si hay suerte, todo va a salir bien al primer
intento. Pero, inevitablemente, alguna vez va a suceder un desastre.
Todos nos acordamos bien de lo que a mí me gusta llamar “The Masa
Crisis of 2013”. Ese día mi mamá sabía desde el principio que
algo no estaba bien. La masa no tenía la consistencia adecuada,
estaba aguada, estaba gooey, le faltaba sal, sin importar
cuánta sal le echara. De todos modos comenzamos a hacer los bollos y
a aplastar la masa. Cocinamos una hallaca para probarla y, de verdad,
todos estuvimos de acuerdo en que la masa no estaba bien. Estaba
pegajosa y empegostada. Mi mamá tenía que tomar una decisión.
¿Empezar de cero? ¿Quitar todas las masas aplastadas de las hojas y
volver a amasar? ¿O seguir y terminar de hacer las hallacas con la
masa como estaba? Ya era tarde y los más jóvenes estaban cansados.
En ese momento un montón de hojas con masas aplastadas se cayó de
la mesa. “ES UNA SEÑAL”, dije yo. Poderes superiores a nosotros
lo habían decidido: había que empezar de nuevo. Y eso hicimos. Por
suerte esto pasó solamente una vez, y tanto la masa como las
hallacas de verdad supieron mejor la segunda vez.
En algún momento antes de que se haga de noche
y cuando ya tienes tanta hambre que te puedes comer tus propios dedos
cansados (o los de tu hermana), se toma la decisión ejecutiva de que
ya es tiempo de hacer bollos. Mi mamá mezcla los ingredientes con
todo lo que queda del guiso (y agrega más sal y más aceite tal
vez?) y quien sea que quede todavía en la cocina ayuda a convertir
esta mezcla en bolas que se envuelven después en las pocas hojas que
quedan regadas por ahí. Sin falta, va a haber bollos demasiado
grandes (“a quién se le ocurre, un bollo de este tamaño”) o
bollos demasiado pequeños (“parece una llave”), pero ya todo el
mundo está demasiado cansado y a nadie le importa. En este punto ya
los primos más jóvenes están fuera de combate, los hombres se
están haciendo cargo y cada quien se ha comido al menos la mitad de
una hallaca. La mesa se limpia, se lava la gaveta donde estuvo
marinándose la carne cruda, se guardan las ollas gigantes que usamos
solamente para sancochar hallacas (ni siquiera sé donde se guardan
esas ollas el resto del año – mystery). Se anuncia la
cuenta final de las hallacas y se dividen entre los familiares, las
que se quedan en casa y las que se llevan los vecinos que han venido
a ayudar. Mi mamá reparte unas entre los colegas de la oficina y los
vecinos, yo me llevo algunas para mis mejores amigos y mi hermano
también. La cocina vuelve a su estado natural, limpia y sin apuros
ni trajines, y todos nos quedamos contentos sabiendo que no vamos a
pasar otro fin de semana cocinando hasta el diciembre que viene.
Al día siguiente solo hay una cosa para
desayunar. Un bollo. Con queso fresco y cremita, y si eres new
age, como mi generación, sirracha y/o queso feta. Por las
siguientes dos semanas, o por el tiempo que duren las hallacas y los
bollos, las madres venezolanas usan ese alimento como la excusa
perfecta para no cocinar, así que ni se te ocurra preguntar qué hay
para la cena/almuerzo/ desayuno/ merienda/ midnight snack, porque
la respuesta siempre va a ser “todavía quedan hallacas” o peor
“¿quieres que te caliente un bollo?”. Si se te ocurre quejarte,
la respuesta va a ser ¡qué horror! Porque de verdad no se imaginan
que pueda haber algo mejor para comer.
Por si no ha quedado claro, en la familia mi
mamá es la encargada de todo el proceso de hacer las hallacas, como
lo hizo su papá antes que ella y la mamá de mi abuelo antes que él.
He descrito a mi mamá como si fuera una chef tirana, que lo es, pero
este proceso de hacer hallacas no funcionaría en absoluto, ni
tendría un resultado tan delicioso si ella no estuviera en el centro
de todo. Porque además ella es capaz de adaptarse sin problemas a
los gustos de cada quien, y aunque se burle de mí porque no me
gustan, me prepara una hallaca libre de alcaparras y le hace un nudo
especial para que nadie más se la coma. Cuando algunos de los
miembros de la familia se volvieron vegetarianos, ella se enfrentó a
las tendencias carnívoras de todos sus ancestros y creó un guiso
sin carne que es capaz de asombrar a cualquiera, sean o no
carnívoros. Mientras sigas sus normas, que en realidad fueron
creadas mucho antes que ella y vienen desde los tiempos de los
indios, vas a poder comer hallacas en diciembre. Y no importa cuántas
hallacas se hagan, siempre va a haber el peligro de que no alcancen
para la cena navideña. Las madres guardan en la nevera una hallaca
para cada uno, bien escondidas para que nadie se las coma hasta
Navidad: “tenemos las hallacas contadas”.
Porque el tema de hacer las hallacas y la razón
verdadera de todo este trabajo y esfuerzo, más allá de la necesidad
de comer hallacas que llevan en la sangre nuestras madres y todos
nuestros ancestros, es que la hallaca es la base de la cena navideña.
Solo una vez al año hacemos esta comida específica, en la noche del
24 de diciembre. El plato consiste en: una hallaca, algunas rebanadas
de pan de jamón (otro largo proceso), ensalada de gallina, una
ensalada que mi tía llama Waldorf o, dependiendo del año, una
ensalada que mi tía dice que la abuela preparaba y que lleva jamón
y queso picados en cuadritos, y alguna carne o pierna de cochino que
debe cocinarse por lo menos por seis horas. Cuando te comes una
hallaca, es nutritiva y te llena de una manera casi primitiva. Tiene
masa de maíz, tiene un guiso delicioso, tiene vegetales crujientes y
es toda salada y jugosa y perfecta. Como dice mi amiga hippie, sabe
como si te abrazaran. Esta comida es el equivalente a la cena de
Thanksgiving para los venezolanos y no ha habido una sola navidad en
mi vida en que no la hayamos comido.
Es verdad que las hallacas nacieron como una
comida que preparaban los indígenas venezolanos usando los restos de
todo lo que tenían para hacer algo delicioso y solamente los
venezolanos hacen, comen y entienden las hallacas. Esto convierte a
las hallacas en un factor unificante para los venezolanos y en una
parte fundamental de tu identidad si eres venezolano. Nuestros
ancestros se reunían en familia a hacer este plato, como lo hicieron
nuestras madres, y como lo harán (espero) nuestros hijos. Cada año
decimos que vamos a escribir la receta, pero al final nunca lo
hacemos. Hay tanto que comprar, picar y preparar. Pero uno de estos
años me voy a ir con mi mamá a todas las tiendas y me voy a quedar
en la casa el viernes en la noche y me voy a levantar más temprano
que nunca el sábado para comprar todos los ingredientes, recibir
todas las instrucciones y anotar todos los tips de la chef para hacer
la hallaca perfecta. La que hacía mi abuelo. La que hacía mi
bisabuela. Las hallacas son la razón fundamental por la que las
navidades han sido siempre, y siempre van a ser, mi época favorita
del año y no me veo pasando nunca una navidad sin una hallaca en mi
plato o un diciembre sin un fin de semana reservado para pasarlo con
mi familia haciendo hallacas.
Consejos importantes para el día de las
hallacas:
1) Monta café.
2) Di que sí cada vez que mi mamá diga que
algo está simple. Le falta sal.
3) Compra una botella extra de champagne y
escóndela en el sótano para compartirla después.
4) Si sientes que estás a punto de desmayarte,
come guiso o masa cruda.
5) No dejes que nadie te vea comiendo esas
cosas.
6) Se aprecia que llames por facetime a los
familiares ausentes, por más caótico que sea.
7) Van a hacer por lo menos cien hallacas y
quién sabe cuántos bollos. Acostúmbrate a esa idea desde el
principio.
8) No te pongas nada que no quieras que termine
manchado de aceite con onoto o empatucado de masa amarilla.
9) Añade siempre un poco de picante.
10) Si no te apareces el fin de semana que se
hacen las hallacas, prepárate para recibir la furia de mi mamá por
el resto de la temporada navideña y por todo el año siguiente.
11) Las hojas siempre van a ser demasiado
grandes (“la sábana”) o demasiado pequeñas (mínimas). No te
preocupes. Ve a comprar más.
12) Las hallacas vegetarianas son de verdad
espectaculares. No se lo digas a mi abuelo.
13) No sacudas el pelo, ni te suenes la nariz,
ni estornudes o tosas en ningún lugar remotamente cercano a la
cocina o a la mesa en la que se preparan las hallacas.
14) Ningún extranjero podrá comprender jamás
una hallaca… hasta que la pruebe.
Alexandra Álvarez Rivas