martes, 26 de agosto de 2014

Admirar los cuentos



Amiga,

Ya no nos quedan sino migajas del verano. Todos los festivales están ya cerrando y del bulto de entradas que compré sólo esperan dos, huérfanas, en el estante de la biblioteca. De las muchas cosas que vi y escuché me quedo con los poemas visuales de Margaret Tait y la brillante intervención de Lydia Davis, empujada y azorada por las preguntas de Ali Smith, en la feria del libro.

El trabajo de la Tait se puede ver en la página de la Biblioteca Nacional de Escocia (aquí) y no necesita nada más que del asombro de quien mira. Sus videos son una muestra de que la poesía tiene muchas formas y que una de ellas es puramente visual. Es posible que la fascinación que se siente hoy por esas imágenes tenga que ver con una forma de nostalgia: vemos el modo como se vivía antes, como la gente se vestía, hablaba y caminaba en Edimburgo en los años cuarenta y cincuenta. Pero también, creo, se trata de una forma de usar la luz, las texturas, los pequeños relatos que la vida regala.

Y creo que, saltando en el tiempo, eso es precisamente lo que hace Lydia Davis con sus cuentos. Estuve a punto de usar las comillas y me resistí. Hasta hace poco las hubiera usado, acostumbrada a los encasillamientos a los que nos entregamos con tanta comodidad los que hemos enseñado alguna vez literatura. Porque los cuentos de Davis no caben en ninguna categoría. Esto se ha dicho mucho ya. Pero ella lo dijo de la mejor manera el domingo cuando habló con Ali Smith: hay una amplia gama de posibilidades para todo tipo de textos, que va desde una frase hasta novelas de miles de páginas. Esa es una línea continua y ningún autor tiene por qué sentirse obligado a definir qué espacio quiere ocupar en esa línea o qué tanto quiere moverse de un extremo a otro.

Y Davis ocupa todos los espacios que van desde lo más breve hasta la novela. Pero nada de lo que te cuente sirve para entender la sensación de maravilla y, por qué no, la alegría de descubrir lo que se puede hacer en pocas líneas, cuando se olvidan las convenciones de lo-que-debe-ser. Así que me voy a atrever a traducir unos pocos cuentos de Lydia Davis para dejártelos aquí de regalo, con todo y sus deliciosos títulos:

El lenguaje de la compañía de teléfonos
“El problema que usted reportó recientemente está ahora funcionando correctamente.”


El pelo del perro
El perro se fue. Nos hace mucha falta. Cuando tocan la puerta, nadie ladra. Cuando llegamos tarde a la casa, nadie nos espera. Todavía encontramos motas de su pelo blanco aquí y allá en la casa y en la ropa. Las recogemos. Deberíamos botarlas. Pero es todo lo que nos queda de él. No las botamos. Abrigamos una loca esperanza: si acumulamos suficientes tal vez podamos volver a tener al perro con nosotros otra vez.


Historia circular
Los miércoles temprano en la mañana hay siempre mucho ruido afuera en la calle. Me despierta y siempre me pregunto qué será. Es siempre el camión que recoge la basura. El camión viene todos los miércoles temprano en la mañana. Siempre me despierta. Siempre me pregunto qué será.


Bloomington
Ahora que he estado aquí un tiempo, puedo decir con certeza que no he estado antes aquí.


La lección de la cocinera (una historia de Flaubert)
Hoy he aprendido una gran lección; nuestra cocinera me la enseñó. Ella tiene veinticinco años y es francesa. Descubrí, cuando le pregunté, que no sabía que Louis-Philippe ya no era rey de Francia y que ahora tenemos una república. Aunque hace ya cinco años que dejó el trono. Ella dice que el hecho de que no tengamos un rey simplemente no le interesa en lo más mínimo. Esas fueron sus palabras.
¡Y yo me creo un hombre inteligente! Comparado con ella, soy un imbécil.


Hasta aquí algunos de los cuentos más breves de la última colección de historias de Lydia Davis que se llama Can’t and Won’t. Creo que vale la pena explicar el último cuento. Davis tradujo Madame Bovary hace poco. Dicen que es la mejor traducción que existe en inglés de la novela del maestro francés. Mientras traducía, estuvo leyendo toda la correspondencia que Flaubert escribió durante los casi tres años en que estuvo embarcado en la escritura de su novela más famosa. En esas cartas Lydia encontró pequeñas anécdotas que fue rescatando para convertirlas en varios cuentos –sin comillas.

Dicen que la admiración es uno de los mejores incentivos de la creación. Espero que así sea, porque no será por falta de inspiración que yo no me dedique a trabajar ahora que el verano se ha ido.

Te mando un abrazo admirado,
r


PD: Recaída: Me dejé llevar por la admiración y le dejé a Ali Smith una copia de mi tesis de maestría en la que traduje dos de sus maravillosos cuentos. También hice mi cola y le pedí que me firmara uno de sus libros. Su dedicatoria: “Para Raquel, con unas enormes gracias por el acto de traducción –el acto más creativo de todos. Ali Edinburgh 2014 August”


miércoles, 13 de agosto de 2014

De libros y otras memorias



Amiga,

Ya no sé a dónde se me va el tiempo. O más bien sí. Se me han ido casi tres meses metida de cabeza en la traducción de un libro. Lo disfruté mucho, pero en el proceso me di cuenta de que hay una definición muy clara de lo que es entrar en la "edad madura": es esa época de la vida en la que no puedes hacer varias cosas a la vez. Será por eso que se dice que envejecer es volver a ser niños.

El caso es que estoy regresando de ese largo viaje por un libro que era de otra persona y que ahora es también un poco mío. Y me cuesta concentrarme otra vez en mis propios pensamientos, en mis propias palabras, en los sonidos que no me resultan ajenos. Es un regreso a tientas. Y para ayudarme a volver estoy entregada a escuchar y ver a otros autores hablar sobre sus obras en la feria del libro de Edimburgo.

Creo que lo he dicho en este blog nuestro antes, el culto a los autores y a sus obras me parece una de esas prácticas destinadas a desaparecer. Y, sin embargo, cada vez que entro a la plaza en la que se celebra la feria del libro me pregunto si de lo que se trata es de una nueva forma de celebridad, muy lejana a la que perseguía –por ejemplo– a Dickens. En esta encarnación del culto a los sacerdotes de la letra el libro es lo de menos. La mercancía que se vende es más bien una forma de contacto, de conexión: la experiencia de estar en presencia de los hacedores de otros mundos. Mundos que se compran y se venden.

Cuando entras al café donde se reúnen los que son y los que están, todo el mundo te mira para ver si eres o no una celebridad. Como se trata de una cultura que presume de alternativa, sus cultores no se diferencian de la "gente común." Jackie Kay, la más celebrada poeta escocesa, se parece a cualquier señora a punto de retirarse que se asoma a los estantes de la librería a ver qué novedades hay. Así que es necesario mirar dos veces a todo el que te pasa por al lado, porque en cualquier instante puedes entrar en contacto directo con la celebridad. Y ante ese contacto la clave es siempre la misma: permanecer impasible.

Sólo en un lugar se permite una muestra mínima de emoción, un rubor, una risita nerviosa: cuando después de una larga y lenta fila te toca extenderle a tu autor favorito el libro que quieres que te firme. Ahí se te permite descomponerte un poco. Después no. Cuando sales de la fila y te desprendes con reticencia del contacto con la celebridad, te toca recomponer las facciones y salir de allí como si no hubieras sido bendecido por la gracia de respirar el mismo aire que tus dioses.

Ayer, mientras esperaba que un joven miope preparara con meticulosa lentitud mi café con leche descafeinado, estuve observando a los que se acercaban a Jackie Kay para pedirle que estampara su firma de alguno de sus libros. Ella conversaba con todos con un entusiasmo envidiable. Los que venían a rogar la venia de su nombre la miraban con una mezcla de admiración ilimitada y contención impuesta. Lo que me pareció más interesante fue que, una vez superado el trámite de la firma, los reverentes lectores volvían al mundo real sin poder expresar su entusiasmo.

Casi todos andaban solos, así que no tenían de inmediato a quién contarle su hazaña. Los que iban acompañados se limitaban a mirarse y compartir una sonrisa tímida. La sonrisa del que acaba de hacer una travesura y no puede hacer alarde de ella. Mientras los miraba llegar frente a su ídolo, extender el libro, intercambiar palabras, esperar en pose recatada y salir, me acordé de mis propias incursiones en las filas de los reverentes.

Hace un par de años le declaré mi amor incondicional a Junot Díaz y mi admiración agradecida a Andrés Neuman, siguiendo la misma danza de los que hoy se rendían frente a Jackie Kay. Con una diferencia, yo hablé con mis autores en español, un poco a los gritos –aunque me apene admitirlo–, y hasta me atreví a abrazar a Junot Díaz y a darle un beso a Neuman. Nada de contenciones.

Ahora soy más vieja y más sabia. Ya no hago colas para que me firmen libros. Me limito a entrar con discreción en las salas en las que los escritores hablan de sus obras y a sentarme en un rincón oscuro a escuchar y mirar. Mis pretensiones no van más allá de las del visitante incrédulo que observa sin ninguna emoción particular el modo como los vitrales reflejan la luz en una solemne catedral gótica.

Y recuerdo. Porque esa es ya la única otra cosa que puedo hacer al mismo tiempo que otra. Recordar. Me acuerdo del tiempo en el que esa danza también tenía sentido para mí. Pero es un recuerdo despojado de nostalgia.

Cuando regreso a casa abro el libro que estoy leyendo en mi lector electrónico y sonrío. Porque he mirado en un mismo día el pasado y el futuro.

Te mando un abrazo antiguo como un libro,
r