sábado, 17 de noviembre de 2012

Ciudadanía


Amiga,

Este blog nuestro ha estado cerrado por duelo durante semanas. Me costaba encontrar algo que contarte que no sonara banal en estos días en que la tristeza te rodea. Pero hoy quería dejarte aquí una especie de alegría pequeñita para que la uses cuando estés con ánimo de leer algo que no sea una queja ni una lamentación.

Ayer Lyo se juramentó como ciudadano británico. Lo acompañé a la ceremonia y aunque en principio se suponía que yo no tenía nada más que hacer que estar ahí y tomar las fotos respectivas, terminé involucrándome tanto que me conmoví y lloré a lágrima suelta. Nos reímos mucho después de mis lágrimas, pero en el momento sentí que estaba presenciando un rito trascendental: el momento exacto en el que una nación demuestra su grandeza.

Yo me he quejado mucho del modo como funcionan algunas cosas en este país. Y tú eres mi mejor testigo. Pero si hay un tiempo y un lugar en el que se puede ver claramente por qué este es un país a donde tanta gente viene a establecerse y a vivir para siempre es en esos actos en los que se juramentan los nuevos ciudadanos.

Para empezar, la ceremonia no fue en Edimburgo. Ahí tal vez hubiera sido todo más pomposo y serio. Lyo se juramentó en Bathgate, que es un pueblo un poco más grande y más al oeste que el nuestro. Las juramentaciones se hacen en un flamante centro comunitario nuevo. El espacio mismo nos resultó agradable desde que llegamos. No sólo porque alberga la biblioteca pública, que es para mí uno de los espacios más valiosos de cualquier lugar, sino porque es uno de esos edificios en los que los ventanales –del piso al techo– dejan entrar la luz y mientras estás ahí te sientes al mismo tiempo adentro y afuera.

El lugar tiene también esa atmósfera de familiaridad típica de los espacios públicos en Escocia, que nunca se siente estando en Inglaterra, donde la formalidad es la norma. Aquí nos recibió el mismo jefe del registro civil, con una sonrisa de oreja a oreja, y nos hizo pasar a una salita donde nos explicó cómo iba a suceder todo. Hizo bromas con lo largo del nombre de Lyo y le dio varias instrucciones, antes de ponernos en manos de la funcionaria encargada de toda la logística del asunto y que nos iba a escoltar hasta el lugar del acto.

La sala en la que los inmigrantes se vuelven ciudadanos es la misma que usan para los matrimonios y por eso tiene escrito en la pared del fondo un poema de Burns dedicado al amor. Dicho así, puede parecer medio cursi. Y la verdad es que no ha sido premeditado. Según entendimos, las juramentaciones son bastante nuevas aquí y apenas están comenzando a establecerse como costumbre. Pero si lo piensas, tiene cierta densidad simbólica el hecho de que hayan elegido esa misma sala para casar a la gente y para darle la bienvenida a los nuevos súbditos británicos. A fin de cuentas, se trata de un ritual de compromiso de por vida.

A Lyo lo sentaron junto con los ciudadanos que no iban a jurar por “God Almighty” sino que iban a declarar su lealtad al reino sin mediaciones divinas. Eran cuatro, de un total de trece o catorce. A mí me sentaron junto con los demás familiares en el lado derecho de la sala y en la primera fila, porque faltaba por llegar más de la mitad de la gente. Los nuevos ciudadanos fueron apareciendo a cuentagotas y eso nos permitió verlos uno a uno. La sala terminó siendo un de Arca de Noé de la especie humana: había al menos un representante de cada continente entre aquellos seres que iban a adquirir la nacionalidad británica.

Cuando estuvieron todos juntos, la funcionaria a cargo puso una música escocesa de fondo. No sé qué significa esa música para los locales, pero para mí es sinónimo de fiesta callejera, de jolgorio de multitudes. Me pareció de lo más divertida la ocurrencia. Supongo que es la manera habitual de indicar que la ceremonia está por comenzar y me imagino que deben usar la misma música para las bodas. Pero yo no pude evitar pensar en la inmensa diferencia entre este inicio festivo y folclórico y el modo como seguramente comenzaría un acto de este tipo en la tierruca: ¡con el pavoso himno nacional!

El mismo funcionario que nos había recibido nos dio la bienvenida y a continuación leyó su discurso y una declaración que había preparado su superior, quien debía estar ahí pero no estaba. Los discursos eran muy breves y condensaban la política de inmigración que ha sostenido este país en los últimos años y que afirma que los inmigrantes son un componente fundamental de las comunidades. Cuando el funcionario comenzó a hablar de lo valioso que era el aporte de los inmigrantes yo empecé a moquear y no paré hasta el final. Ni un miserable pañuelo tenía para limpiarme las lágrimas y para colmo estaba en primera fila.

Después vinieron los juramentos. Primero juraron los que se comprometían directamente a cumplir las leyes y a ser fieles a la reina y sus herederos sin mediación divina. Y luego juraron los que necesitaban a Dios como garante de su fidelidad. Ninguno de los dos grupos levantó la mano derecha ni la puso sobre ningún libro sagrado, como en las películas. Simplemente repitieron en coro su compromiso sin más poses ni artilugios. A continuación le dieron a cada uno su certificado de ciudadanía y todos aplaudimos emocionados a los nuevos ciudadanos, como se aplaude en las graduaciones y en las entregas de premios.

La nota divertida la puso el ciudadano más joven de la camada. No tenía más de diez años y fue contentísimo a recibir su certificado como quien recibe un pasaporte al futuro. Su mamá y sus dos hermanos también estaban juramentándose. Los cuatro eran, dentro de esa especial arca de Noé, los representantes de África. Junto con el certificado le daban a cada quien una cajita blanca. Era un bolígrafo de regalo, impreso con el tartán distintivo de West Lothian, nuestro municipio. Eso lo supimos después. Pero el ciudadano más joven lo quiso saber enseguida y sin hacer caso del hecho de que el protocolo no había terminado, le dijo a uno de sus hermanos que le aguantara el papel y se dedicó a destapar la misteriosa caja. Cuando vio lo que tenía adentro se desilusionó visiblemente. Le dio la caja a su mamá y recuperó el papel donde constaba que de ahora en adelante era un ciudadano de este país. Ya sabía que aquel papel era lo más importante.

La ceremonia terminó con té y dulcitos, mientras cada familia se tomaba su respectiva serie de fotos con las banderas y el retrato de la reina que presidía discreto el evento desde la pared del fondo. Nos tomamos nuestras fotos y comimos dulcitos con té, conversando con los funcionarios y sonriéndole a los flamantes nuevos ciudadanos. Cuando salimos estaba cayendo la misma llovizna menuda de cuando entramos, así que caminamos muy rápido hasta el carro. Pero en el camino íbamos comentando lo bien que nos había parecido todo. Lyo estaba feliz porque se había juramentado en un grupo tan diverso y porque todo había sido informal y alegre.

Ya en el carro, traté de explicarle por qué me había largado a llorar. No pude, amiga. Últimamente lloro por todo, esa es la verdad. Pero lo que creo que me desató el llanto esta vez fue la dimensión del acto que estaba presenciando. Porque no se trata sólo del ritual de cambiar de nacionalidad, o de agregar una más a la que ya tienes, que es en realidad el caso. De lo que se trata es de sentirte bienvenido en un lugar que, si a ver vamos, no tendría por qué acogerte con ese nivel de compromiso y de entusiasmo. Eso es lo que creo que me conmovió más. La idea de que mientras tu país te expulsa, y te echa en cara que si te vas ya no tienes derecho a volver ni a reclamar tu pertenencia, este país te considera un miembro valioso de la comunidad, te anima a participar, a formar parte, a integrarte.

Dos veces repitió el funcionario esa idea central para toda democracia: queremos asegurarnos de que su voz se escuche; es importante que ustedes hagan oír su voz por todos los canales posibles. Esa idea fue la que más sentí. No sólo porque al hacerte ciudadano de este país te ganas ese derecho, sino porque es un derecho que hemos perdido en la tierruca hace ya tanto tiempo. Y en ese contraste está justamente la diferencia crucial entre un país construido con el esfuerzo de todos y un país que sólo pone empeño en silenciar, acallar, echar a un lado a quienes no piensan lo mismo que sus gobernantes.

Regresamos a casa no sólo con un trámite hecho y un papel más. Volvimos con una especie de alegría en el alma. Porque una vez más nos sentimos bienvenidos en esta tierra a la que ya no nos queda otra que pertenecer. El año que viene volveremos a hacer todo de nuevo, si es que este reino me acepta entre sus súbditos cuando haga mi solicitud. Pero a través de Lyo he vivido ya la experiencia vicaria de quienes adquieren la nacionalidad británica. Y esa es la alegría que quería compartir hoy contigo. La alegría pequeñita de sentir que, a pesar de todo, tal vez estemos ya para siempre en el lugar correcto.

Te mando un abrazo con música de gaitas,

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